En la viñeta en cuestión (dedicada, por cierto, a Javier Urra, que desde hace tantos años viene trabajando por la salud, bienestar y defensa del menor) podía verse a dos niños comentando entre sí lo que habían recibido como regalos, suponemos que en relación a alguna fecha señalada, como pudiera ser Navidad o Reyes. Mientras uno de ellos disfrutaba enumerando una retahíla interminable que incluía todas las novedades comerciales habidas y por haber, él otro niño le responde con un escueto “Pues a mí me han dado besos”, a lo que el otro sólo puede contestar con un sentido “¡Qué suerte!”.
La ilustración habla por sí misma y es que,
aunque a muchos les pueda resultar sorprendente, la situación de no pocos menores es justamente ésta: la de tener alrededor adultos que se desviven por aportarles todo aquello que tienen accesible a través del dinero, pero que se ven con claras dificultades para darles lo que precisamente esos chicos ansían con más anhelo, es decir, todo aquello que no puede comprarse. La presencia de los padres, las conversaciones, el intercambio de afecto y la convicción de sentirse querido son algunas de esas “joyas” que las riquezas no pueden pagar pero que, sin embargo, son las que en definitiva nutren nuestra vida por encima de cualquier bien material.
Esto no quiere decir que las personas no apreciemos los elementos tangibles que el dinero aporta o que no nos proporcionen ciertas cuotas de bienestar. Negar esto sería una absoluta estupidez. De hecho, la falta de ellas la percibimos de manera muy intensa, en particular, cuando se trata de cuestiones fundamentales de supervivencia o mínimos en nuestra calidad de vida (algo que, por otra parte, muchas veces, damos por descontado). Pero
es curioso cómo, a partir de cierta base, las riquezas y lo que ellas traen se convierten, para tantos, más en una maldición que en un beneficio. En la Biblia se habla, incluso, del “engaño de las riquezas” y se incluye en un contexto en el que esas riquezas apartan a las personas de aquello que es lo verdaderamente importante (Marcos 4).
¿Qué es lo que las personas verdaderamente valoramos? ¿Qué nos mueve? Todos tenemos una cierta inclinación por aquello que las riquezas aportan. Quizá unos y otros le daríamos formas diferentes al dinero, pero muy pocos despreciarían lo que éste ofrece como si del mayor bien posible se tratara. Sin embargo, la realidad nos dice cosas muy diferentes a este respecto. Pensemos, si no, en algunos sencillos ejemplos que consideramos a continuación. ¿Cuántas veces hemos sabido de individuos que, habiendo recibido ingentes sumas de dinero por un premio de lotería o cualquier otro “golpe de suerte”, han visto arruinada su vida justamente por aquello que parecía que iba a resolvérsela? ¿Qué se mueve detrás de tramas tan sonadas como hemos vivido (y aún vivimos) relacionadas con la corrupción del poder político, véase el caso Malaya o la trama Gürtel? ¿Qué arruina la vida de numerosas familias si no es la obsesión de alguno de sus miembros o todos ellos por acaparar dinero y posesiones, separándole de aquellos a los que quiere y a los que se debe? ¿No es la principal causa de ruptura familiar en situaciones, por ejemplo, en que se tiene que decidir la distribución de una herencia? ¿Fortuna o desgracia, entonces, esto del dinero?
Sin embargo,
pensemos por un momento y de forma contrapuesta en que pasara un tsunami, un huracán o cualquier otra catástrofe por nuestras vidas arrasando todo aquello que encontrara a su paso. Si pudiéramos elegir tres elementos que pudieran quedar a salvo de la destrucción sabiendo que todo lo demás se perderá (invito al lector a realizar este simple ejercicio con lápiz y papel antes de seguir leyendo), ¿no son mayormente personas, relaciones, vínculos lo que queda reflejado en esa lista? ¿Cuánto de posesiones elegiríamos salvar frente a la catástrofe sabiendo que perderemos a las personas con las que compartimos nuestros días? Probablemente muy poco y esto nos da una medida bastante aproximada respecto a qué es lo verdaderamente digno de potenciar a lo largo de nuestros breves años en esta tierra.
En última instancia pero más importante aún, los creyentes y también aquellos que no lo son estamos llamados a emplearnos en el cultivo de nuestra relación personal con Dios más allá de lo que materialmente nos vincula a nuestro día a día. Este es el vínculo a desarrollar por excelencia. Cuestiones como el trabajo, las obligaciones, lo que queremos conseguir en la vida, el ocio y el tiempo libre (que no son más que otras formas indirectas enlazadas con lo material) nos distraen frecuentemente del verdadero sentido de la vida. Y ¡cuidado!, la Biblia no nos llama a no hacer uso o disfrute de las riquezas. Es más, en Eclesiastés podemos ver con claridad cómo “Asimismo, a todo hombre a quien Dios da riquezas y bienes, y le da también facultad para que coma de ellas, y tome su parte, y goce de su trabajo, esto es don de Dios.” (Ecl. 5:19) Pero, mal entendidas y utilizadas, nos impiden centrar nuestra mirada en aquellas cosas que tienen real trascendencia. Porque, a fin de cuentas y como ya repetidamente dijo el mismo predicador, “todo es vanidad” y sólo una cosa nos llevaremos más allá de nuestra muerte: el resultado eterno de nuestra relación con Dios.
Al final, resulta que todo es cuestión de relaciones, de una relación en particular por encima de cualquier otra, en la que se decide cuán ricos somos a la luz de esa eternidad de la que estamos imbuidos, queramos o no. Nos proporciona verdadera riqueza en nuestros días aquí (aunque pocas veces se traduzca en dinero, que es lo que desea el corazón del hombre demasiado frecuentemente) y nos proyecta a la abundancia de una vida completamente rica más allá de lo que alcanzamos a entender aún. La paradójica maldición de lo material, pues, frente a la misteriosa bendición de lo intangible.
No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón. (Palabras de Jesús en Mateo 6: 19-21)
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