El tema de la propia identidad y de cómo nos posicionamos ante ella, es decir, qué valor le damos (algo que hoy se aborda bajo la denominación técnica de “autoestima”) es fundamental para nuestro enfoque de la vida. Para muchos en entornos cristianos, sin embargo, sigue siendo un concepto que genera problemas y es piedra de tropiezo porque, a la luz de la Palabra, que nos muestra como seres humanos en la crudeza más absoluta, indefensos por recursos propios ante los males más insignificantes, e incapaces de agradar a Dios por nuestros propios medios, cuesta entender que haya algo que valorar o apreciar en nosotros.
No obstante, la Biblia está llena de situaciones y realidades paradójicas que parecen no tener sentido, pero que sólo reflejan nuestra incapacidad inicial para entender las cosas, y no precisamente su falta de significado. Algo distinto es que, nosotros, por no comprender algo con nuestra mente finita, caigamos frecuentemente en el error de despreciar o negar aquello que no abarcamos intelectualmente. Llevándolo a nuestro tema hoy, y como algunos se preguntan: ¿Cómo es posible que un cristiano tenga autoestima cuando “no somos nada”? ¿No caemos en un error de soberbia y autosuficiencia, con las dificultades que eso puede traer a la hora de hacerse autocrítica y poner nuestra mirada en el lugar indicado, cuando nos auto-valoramos positivamente?
Pues quizá buena parte del error está en el planteamiento de la pregunta y es que, claro, no podemos llegar a conclusiones plenamente correctas y con sentido cuando las premisas o, al menos, alguna de ellas, puede estar equivocada.
Para Dios no es cierto que “no seamos nada” así sin más, sin matizaciones. Como en tantas otras cuestiones, es importante que no nos conformemos con quedarnos en lo superficial, sino que indaguemos algo más acerca de qué significa esto. No vemos un desprecio hacia nosotros como “nada” en el capítulo que antes mencionábamos de Isaías. Dios tiene en estima a cada una de Sus criaturas, y en especial, al hombre, al que puso, de alguna forma, al frente de Su creación.
Esto lo muestra una y otra vez a lo largo de la Biblia y Su plan de salvación hacia nosotros no tendría sentido si esto no fuera así. Bien podría Dios habernos despreciado y actuado con nosotros en función de nuestro propio comportamiento. Pero no lo ha hecho así. Ese es el significado de la gracia.
Él, además, ha desarrollado en el hombre una obra que antecede a la afirmación con la que titulábamos estas líneas.
“Curiosamente”, antes de que Dios se manifieste diciendo “Mío eres tú”, habla a la persona diciéndole que la creó, que la redimió y que le puso nombre. Esto es lo que le da pleno valor al individuo, le dota de una pertenencia y una identidad que el hombre ha de saber también valorar y no tomar a la ligera, como dándolo por hecho. Así, entonces quizá pudiera ser cierto que en nuestras propias fuerzas y posibilidades no tendríamos por qué pensar que Dios pudiera, siquiera, tenernos en cuenta.
Pero la realidad de Dios es que Él no funciona según nuestras expectativas y ha posibilitado al hombre una forma de entender su existencia que va mucho más allá de las propias posibilidades que tiene. ¿Tenemos, entonces, derecho los cristianos a renunciar a dotar a nuestras vidas del valor que el Dios soberano le ha dado, simplemente porque nos cueste entender que la realidad de que el hombre por sí mismo no puede nada y la de que Dios le dota de todas las posibilidades puedan coexistir y complementarse? ¿Por qué dota Dios al hombre si no es, precisamente, porque éste no tiene nada en sí mismo? El hombre es criatura de Dios, criatura especial de Dios, yendo aún más lejos, y esto, para Él, que está por encima de todas las cosas, es más que suficiente.
Dios se sigue manifestando muy claramente en las siguientes líneas del capítulo 43 de Isaías y sentencia en el versículo 14, como firmando sus palabras, “Yo, yo el Señor, y fuera de mí no hay quien salve”. Y es que, fuera de Él, efectivamente, el hombre no tiene mucho que aportar. Incluso para el no creyente, quien ha decidido en su propia libertad vivir al margen de Dios, la realidad es ésta: lo que tiene y lo que es, lo que es capaz de ejecutar, su habilidad para planificar o gestionar, construir o destruir, lo hace y lo posee al amparo de que Dios se lo permite, muy al margen de que sea consciente de ello o, por supuesto, quiera llegar a reconocerlo. Como dice Colosenses en su primer capítulo (v.16 y 17), “por Él fueron creadas todas las cosas”, “Él fue antes que todas las cosas” y “todas las cosas por Él subsisten”.
La sana autoestima, también desde el punto de vista de la psicología, implica la aceptación y no negación de los propios recursos, pero también y de forma muy importante, el reconocimiento de los propios límites y posibilidades. ¿No es compatible, entonces, reconocer que somos criaturas valiosas para Dios, con dones y capacidades (y que, por tanto, esto es algo que no podemos despreciar aún ante nuestros propios ojos) con el hecho innegable de que, si no fuera por Dios mismo, que ha tenido a bien dotarnos de lo que tenemos y somos, no valdríamos nada? Este es un asunto que, en foros cristianos, aún muchos tenemos por resolver y no es precisamente una cuestión menor.
Nuestro propio enfoque de la vida está muy relacionado con esto. ¿Cómo vivir en victoria cuando lo único que tenemos presente es nuestro fracaso? ¿Acaso los que hemos creído no hemos sido creados, redimidos y adoptados por el Rey de Reyes? ¿No es esto motivo de más para nuestra alegría y para dotar de un valor aún mayor la vida que se nos ha dado? No perdamos de vista nunca, evidentemente, de dónde venimos. Dios mismo “conoce nuestra condición, se acuerda de que somos polvo” (Salmo 103:14) y esto es algo que no se nos puede olvidar, pero también teniendo en cuenta que “nueva criatura somos” y que “las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas”. (2ª Cor. 5:17)
Pero el aprecio que Dios tiene al hombre no se lo profesa sólo y exclusivamente cuando éste ha creído o ha depositado en Él su confianza, sino que muestra hacia todo hombre Su misericordia, a la espera de que éste, reconociendo sus propias limitaciones, acepte la mano extendida de Quien, en definitiva, dota de sentido y valor a la vida.
La muerte de Su Hijo en la cruz, Su tesoro más precioso y la muestra más ferviente de Su amor, no va orientado justamente a aquellos “que ya son algo en la vida” (si es que alguien puede llegar a ese estado), sino a todos nosotros, creyentes o no, que no podemos ser nada al margen de Su mano.
Si quieres comentar o