Sin embargo, como muy bien refleja el famoso dicho, el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Yo me atrevería a decir incluso y sin miedo a equivocarme, que no sólo tropieza dos veces, lo cual sería más que optimista, sino que lo hace muchas más, repetidamente, tantas como sea necesario, hasta que algo de forma imperiosa le hace modificar el rumbo y esto es, generalmente, que no tiene otro remedio más que cambiar de idea.
No es, entonces, nuestra gran capacidad para reconocer y enmendar errores la que nos hace a veces rectificar, sino más bien que las condiciones nos imponen corregir esa inercia que nos lleva en la misma dirección, una y otra vez, por equivocada que ésta sea.
En cualquier retrospectiva que uno haga, ya sea a nivel histórico, familiar o personal, hay una serie de obstáculos con los que nos encontramos una y otra vez. Piedras de toque que nos suponen una dificultad permanente, una reacción casi visceral de rechazo y una elevada probabilidad de equivocarnos por reaccionar emocionalmente cada vez que nos las topamos. Una de ellas es, sin duda, el rechazo a la autoridad. Es curioso cómo, no importa la edad que tengamos, hay en la naturaleza humana algo que nos hace revolvernos ante cualquier intento de otro, legítimo o no, por establecer normas, límites o hacer sano ejercicio de su autoridad.
A algunos puede resultar llamativa la consideración de la legitimidad de la autoridad porque, equívocamente, a menudo pensamos que lo que nos hace rechazar a quien está por encima de nosotros es que entendemos que su mandato no tiene respaldo moral o que su forma de aplicar el orden no tiene base aceptable. Pero esto, reconozcámoslo, no es siempre así ni mucho menos.
De hecho, empezamos nuestra andadura en esta vida, ya desde nuestros primeros pasos y las más tiernas palabras diciendo “No” a nuestros padres, a lo que se nos pide que hagamos o a los principios de obediencia más básicos. ¡Aún cuando, sin duda, al recordar a nuestra madre diciendo “No te subas ahí”, su autoridad fuera más que razonable y adecuada!
Pareciera, yendo aún más lejos, que la negativa es la primera palabra que todos los niños aprenden. Ésa y el tan famoso “Yo no he sido”, otra de las grandes sentencias argumentadas cuando se nos pide cuentas de algo. En definitiva, cuando nos toca relacionarnos con cualquier fuente de autoridad, por inexpertos o inmaduros que seamos, nuestros instintos más revolucionarios salen a la luz.
La niñez no supone un gran avance en este sentido. No en vano una de las consultas “estrella” en los gabinetes y despachos de psicología es justamente “El niño no hace ni caso y ya no sabemos qué hacer con él”. En estas situaciones muy frecuentemente el problema subyace en un inadecuado o inexistente uso del derecho a ejercer la autoridad que los padres tienen (siempre entendiendo ésta adecuadamente, no como autoritarismo o imposición, sino como una responsabilidad y un privilegio a la hora de orientar los pasos de quienes están a su cargo como hijos). En otras ocasiones, sin embargo, el problema no es el concepto de autoridad sino, una vez más, el rechazo frontal que en el niño surge cada vez que tiene que hacer lo que sus padres le mandan.
En nuestro fuero interno tendemos a pensar que eso irá mejorando conforme pasan los años, pero para nuestra sorpresa (aunque en el fondo no sea tanta), descubrimos cómo en los años adolescentes las cosas no sólo no mejoran, sino que claramente empeoran. Porque si algo sabemos acerca de esta etapa de transición es que la obediencia y la aceptación de la autoridad no entran en el “Decálogo del buen adolescente”. Más bien su personalidad se reafirma más cuanto más claramente fomenta el conflicto y el cuestionamiento de aquellos con quienes mantiene una relación asimétrica.
Y qué diremos de la vida adulta. “Si no nos han mandado de pequeños, ahora de adultos nos vamos a dejar mangonear”, dicen algunos. No solemos consentir entonces, fácilmente que otros nos digan lo que tenemos que hacer, mucho menos de mayores. En nuestros sueños más inspiradores nos imaginamos a nosotros mismos libres de un jefe que nos mande, de gobiernos que nos controlen o de nadie a quien haya que rendir cuentas. Aunque sea por nuestro bien.
Y es que viene a resultar que éste es justamente el quid de la cuestión: no aceptamos la autoridad de otro, por legítima que ésta pudiera ser, porque la interpretamos, simplemente, como un intento de control sobre nuestra vida y no como un instrumento necesario para nuestra madurez.
Este tipo de comportamiento tiene tal calado a nivel social que han tenido que ponerse en marcha, incluso, las ya conocidas iniciativas (ahora ya realidades para bien de todos) para que el maestro, por ejemplo, sea considerado como figura de autoridad. Y esto nos pone ante una cuestión todavía más preocupante: ni siquiera los padres han estado muchas veces reconociendo al maestro como autoridad, por poner uno de los casos más flagrantes (y sirva sólo como punta de un iceberg mucho mayor). Porque los propios progenitores rechazan también, en ocasiones, cualquier situación que pueda sugerir mínimamente que hayan de adaptarse a principios ajenos, aún cuando éstos puedan ser de beneficio para sus hijos y para ellos de forma indirecta. Esta misma semana conocíamos, sin ir más lejos, de una sentencia judicial que llevaba a una pena de dos años de cárcel a una madre en Barcelona por haber pegado, amenazado e insultado a la profesora de su hija.
En líneas generales nos gusta funcionar con respecto a la autoridad de una manera tremendamente elástica: queremos hacer lo que nos da la gana, vivir al margen de cualquier cosa que pueda parecerse a una invasión de lo que consideramos nuestro espacio, pero eso sí, cuando hay que reclamar por algo que nos parece injusto o que no estamos dispuestos a asumir, echamos de menos ampararnos a la sombra de alguien a quien echarle las culpas. Claramente esto no lo veríamos legítimo si hiciéramos uso de un grado mayor de honestidad con nosotros mismos y con los demás, pero en nuestra línea de “echar balones fuera” y muy al margen de lo que es justo o no, sentenciamos a la autoridad que no tuvimos (o, más bien, que no quisimos), cuestionando cualquiera de sus iniciativas y, por supuesto, pidiéndole cuentas. Nuestra “memoria histórica” es, qué duda cabe, una auténtica birria.
En pocas ocasiones vemos en la autoridad una herramienta para prevenir errores, escarmentar en cabeza de otros o simplemente enseñarnos unas buenas y necesarias dosis de autocontrol. En el corazón del hombre existe y seguirá permaneciendo ese mismo deseo que ya en el Edén le supuso sentenciarse con consecuencias eternas: querer ser libres de cualquiera que pueda o quiera decirnos qué tenemos que hacer, a qué podemos acceder o qué límites no debemos traspasar.
Ya Satanás, como astuto que era y es, supo en su momento detectar magistralmente cuál era la tendencia del hombre en ese sentido y atacar, justamente, donde tenía más probabilidad de éxito. Tal cual lo hace hoy, dicho sea de paso.
¡Cuánto nos gusta a los humanos sentirnos autosuficientes, dueños de nuestros éxitos! Eso sí, cuando llega el momento de asumir responsabilidades, solemos buscar altas instancias que paguen por lo que no está bien hecho, que nos eximan de culpa y con quienes podamos desfogarnos a gusto, no sea que en ese ejercicio de autocrítica vayamos a descubrir que vivir al margen de cualquier forma de autoridad, incluyendo la Divina, no sólo no nos nutre, sino que más bien nos convierte en esos niños caprichosos que tanto nos molesta ver y tener que soportar en nuestra vida diaria.
¿No será, me preguntaba, que el gran problema que el ser humano tiene para aceptar a Cristo, no sólo como Salvador, sino como Señor de su vida es, en definitiva, un serio y profundo problema con la autoridad?
Ahí queda la pregunta. Dejo al lector la respuesta.
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