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Así habló Westinghouse

Quien escribe un libro, si no tiene bien controlados sus ímpetus interiores (vanidad, exceso de autoestima, orgullo, auto complacencia), corre el riesgo de transformarse en una especie de caballo desbocado. Quiere que aunque sea por un minuto el mundo gire en torno de él. Que la gente se apresure a comprarlo y se sumerja en su lectura. Como en el fondo el escritor sabe que muy poco de lo que le gustaría que ocurriera sucederá, se las arregla para ver cómo puede conseguir que alguien de nombre lo
EL ESCRIBIDOR AUTOR Eugenio Orellana 10 DE ABRIL DE 2010 22:00 h

O le escriba el prólogo.

Yo, dejándome llevar por esta corriente, busqué al mejor prologuista de mi mundo circundante con lo cual pretendí asegurarme una buena venta. Porque para eso se pide a las celebridades que escriban el prólogo. Y para eso se incluyen sus nombres en la cubierta: Prólogo de… Y ahí viene el golpe de efecto. La ecuación que no falla: Nombre famoso igual a venta segura, a lo menos en teoría porque en la práctica las cosas suelen ser bien diferente.

Y a propósito de prólogos y prologuistas. Tony Ramos cuenta la historia de aquel autor a quien se le ocurrió escribir un libro tipo panegírico sobre Rafael Leonidas Trujillo, el dictador dominicano. Y le pidió a un connotado amigo de ambos que le escribiera el prólogo. Así lo hizo éste y, para complacer a ambos, autor y dictador, se esmeró porque lo que finalmente saliera de su pluma estuviera a la altura del libro de marras. Pues nada, que cuando el libro salió a la luz pública, a Trujillo no le gustó y, además de echársele encima al autor, quiso atrapar al prologuista. Este, que por ese entonces vivía en España fue notificado por los servidores del dictador que tenía que presentarse urgentemente en Santo Domingo. Sospechando que lo que se le venía encima no era nada de bueno, se le ocurrió anticiparse a los hechos y envió un mensaje escueto a Trujillo, con el que esperaba calmarle la ira. El mensaje decía: «Escribí prólogo. No leí libro». Eso lo salvó.

Pues, en cuanto a mi libro La bicicleta de Noé si bien cumple el requisito del prólogo, alguien tendría que comentarlo. Porque también del comentario es el reino de las ventas. Alguien, sin embargo, que estuviera a la altura de la calidad de mis escritos. Eso significaba que no podía ser cualquiera. Sin embargo, después de barajar un sinfín de posibilidades, he tenido que llegar a la triste conclusión que no hay nadie digno de comentarlo. Por tal motivo, he decidido concederle este privilegio a mi amigo Westinghouse. Westin, que así le digo cuando estamos en confianza, me tiene en gran estima. Lo reconozco. Y estoy seguro que sus comentarios serán cualquiera cosa menos objetivos. Les advierto, para que no se vayan a molestar. Él, como aquel relator de fútbol que era fanático de River, declara abiertamente su parcialidad hacia su amigo. ¿El relator deportivo? Pues, sí. Por esos años, el hombre era el mejor relator del fútbol argentino. Pero era un incondicional de River, de modo que para ser justo con sus radioescuchas, cada vez que se aprestaba a relatar un partido donde jugara su equipo favorito, hacía la siguiente advertencia: «Como saben mis radioescuchas, soy un hincha fanático de River lo que significa que mi relato será totalmente parcializado. Por lo tanto, invito a quienes no son de River a que sintonicen otra radioemisora y busquen un relator que esté más de acuerdo con sus preferencias».

Por lo menos el hombre era honesto.

Después de haber recibido el encargo y de haberse ausentado por un tiempo bastante prolongado pero que estimé aceptable si se me ocurría esperar algo de calidad, Westinghouse regresó y me dijo:
«A ver qué le parece esto: “Su prosa es como la lluvia: un aluvión de palabras impresionantes, sabias, deslumbrantes y asombrosas. Estoy seguro que este libro realzará las vidas de millones de personas”».

«¡Un momento, Westin!» ¿De dónde has sacado eso? Me suena a plagio. Y tú sabes que, como digo en la página 85, nosotros no comulgamos con esa práctica pues no queremos correr el riesgo de que, por vestirnos con ropa ajena, nos desvistan en la calle».

Un poco avergonzado, mi amigo Westin tuvo que confesar que había copiado esas frases de la contracubierta de la novela de Paulo Coelho La bruja de Portobello pensando que yo las aprobaría.

«Ya me lo suponía», le dije. «¿Cómo se te ocurre compararme con tan insigne y famoso escritor?»
«No es que lo esté comparando con nadie, solo que quiero hacer mi trabajo más fácil».
«¡Westin, por favor! Dejáte de payasadas y ponte a escribir en serio».

Volví a mis asuntos y Westin a lo suyo.

Al rato, apareció de nuevo.

«Escuche esto», me dijo. «A ver si le gusta».

Y me leyó:
«Conmovedor, capaz de la tristeza, la ternura y de la más profunda sátira en una misma página La bicicleta de Noé es la epopeya de un hombre que, bajo las condiciones más adversas, consigue salir de la gris oscuridad a la que parecía condenado. Con un sentido del humor invencible y un dominio de la escritura superior, Eugenio Orellana se alza con una obra maestra, un libro emocionante y divertido, un asombroso ejercicio de estilo que nos ofrece la mejor literatura de la mano de historias singularmente intensas y atrapantes».

Mientras mi amigo Westinghouse ponía el mejor de los énfasis en leerme aquella nota, mi molestia con características de enojo iba subiendo de color.
«¡Westin!» casi le grité. «¿Qué te propones? ¡No puedes seguir con estas cosas! ¿De qué libro copiaste lo que me acabas de leer?»
En una especie de susurro y con la vista clavada en el suelo, me dijo: De la contracubierta de ¡Ajá! Sí lo es, de Frank McCourt.
Luego, me hizo un comentario que no dejó de hacerme pensar.
«Es que usted me está pidiendo algo casi imposible. Comentar su libro no es fácil. Si bien mucho de lo que dice en sus artículos sobreviviría si se lo confronta con la verdad su enfoque es derrotista, perdedor. Pocos de sus lectores estarían dispuestos a apoyar públicamente sus afirmaciones aunque en lo íntimo estén de acuerdo con usted. ¿Me entiende?»
«Sí, te entiendo, ¿pero crees que yo espero que todo el mundo esté de acuerdo con lo que escribo?»
«Yo sé que no todo el mundo, pero algunos por lo menos».
«Dime, francamente, Westin. ¿crees que mi libro esté condenado al fracaso?»
«Depende de lo que usted entienda por fracaso. Si cree que la gente va a correr a comprarlo, ni lo piense. Fracaso. Si cree que sus amigos le van a decir algo en relación con su libro, olvídese. Y de sus enemigos, porque también debe tenerlos, no espere nada. Doble fracaso. Si aquellos que pudieran comprar un ejemplar estiran la mano para que se los regale, eso ocurrirá. Aunque no lo lean. Fracaso. Si cree que los mapuches chilenos a los que dedica el libro se lo van a agradecer, quién sabe, si alguno llega a saber de su existencia (digo, de la existencia del libro). Otro fracaso. Si espera mailes poco amables por algo que dijo acerca de los poderosos con o sin uniforme, es posible que lleguen, lo que le garantizaría más fracasos. Si nadie dice nada y a usted le parece que su libro pasará por el mundo sin pena ni gloria. Otro fracaso.
Como para detener la retahíla de fracasos, lo interrumpo para decirle:
«¿Entonces no crees que haya algo que valga la pena en esas trescientas ochenta y cinco páginas? ¿Algo rescatable?»

Westhinghouse se rascó la cabeza. Dirigió su mirada al piso, luego la alzó y la posó en mis ojos. Se quedó así unos cuantos segundos que me parecieron horas, y me habló para decir:
«¿Escribió usted para complacer a los demás?»
«¡No!»
«¿Escribió para cambiar el mundo?»
«¡No, aunque algo pudiera lograrse en determinadas áreas!»
«¿Espera hacerse famoso con este libro?»
«¡No!»
«¿Espera ganar dinero?»
«¡Por supuesto que no!»
«¿Para qué escribió, entonces, lo que escribió?»
«Lo escribí porque creo que nuestro paso por esta vida debe ser algo más que simplemente vivir. Lo escribí porque hay cosas que me gustan y lo digo, así como hay otras que me parecen reprobables y también lo digo. Lo escribí porque creo que el hombre debe tener convicciones firmes y debe ser igualmente firme para sustentarlas y defenderlas. Lo escribí porque no le temo a la confrontación si se trata de defender ideas. Si alguien me pone en el pecho una pistola calibre 38 salgo corriendo, pero si alguien me dice que estoy equivocado en lo que pienso, le hago frente y lo invito a discutir el asunto. Lo escribí…

Ahora fue Westinghouse quien no me dejó seguir:
«Entonces, mi amigo Escribidor, su libro no es un fracaso aunque no venda ningún ejemplar, aunque todos aquellos de quienes esperaba una palabra, buena, regular o mala, sigan silenciosos, aunque el único que disfrute leyendo vez tras vez las mismas páginas sea usted.

En esto último, Westhinghouse acertó. Primero, porque me gusta leer lo que he escrito sobre todo si está bien expresado y, a mi juicio, son verdades incontrarrestables; y segundo, porque sigo pensando que lo que dije valió la pena y que, en ciertos casos, alguien tenía que alzar la voz sobre todo cuando se trata de hablar a nombre de los que no tienen voz. Para el autor de los artículos que conforman La bicicleta de Noé esta es también una manera de hacer patria. Y dejar para la posteridad una huella, más allá que hijos y nietos. Dejar un libro, o varios libros, es como ponerle sentido a aquella frase del Eclesiastés: «Y puso eternidad en el corazón de ellos».

Nota: La bicicleta de Noé, (2010, 385 páginas) publicado por la Asociación Latinoamericana de Escritores Cristianos, ALEC, es una selección de artículos que originalmente fueron escritos por el autor para y que aparecieron en P+D, salvo los cinco cuentos que conforman la tercera parte.
 

 


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