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Hay cosas que es mejor no decir

Hay quienes hablan como dando estocadas de espada:
Mas la lengua de los sabios es medicina (Proverbios 12:18)

Por descontado que la prudencia y el sentido de la oportunidad no constituyen, justamente, la dotación de serie de la mayor parte de los seres humanos (metámonos todos y sálvese el que pueda). Cuando nos
EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín Torralba 10 DE ABRIL DE 2010 22:00 h

Cierto es que la capacidad para la rectificación es un bien admirable; es más, debiera ser en nosotros una virtud a potenciar, qué duda cabe. Pero más llamativa y preciosa es aún la habilidad para evitar hacer o decir aquello por lo cual uno luego habrá de arrepentirse. Y es que hay cosas, en definitiva, que es mejor no decir.

Hace unos días me levantaba con la noticia, llamativa como mínimo, de la solicitud de Arnaldo Otegui de reconsiderar la prudencia de mantenerle en prisión debido al estado emocional que su encarcelamiento estaba produciendo en su hija, que no soporta verle en esa situación, según la exploración psicológica de un profesional hecha a este efecto y que luego resultó pertenecer al mismo entorno de ANV.

Esto, que no tiene nada de extraño cuando se considera desde la perspectiva de la menor que, como toda niña que quiere a su padre, lo quiere cerca, adquiere tintes sorprendentes cuando se analiza desde la posición del padre mismo. Muy al margen de análisis políticos en los que no tengo por objetivo entrar, llama la atención por lo inadecuado y desafortunado de su argumentación, sobre todo teniendo en cuenta que el círculo con que Otegui está directamente relacionado es justamente el causante de muchos niños huérfanos que, como algún comentarista radiofónico muy inteligentemente destacaba, no han tenido ni siquiera la oportunidad de visitar a sus padres en una cárcel, sino que se tienen que conformar con llevar flores a sus tumbas en un cementerio.

Desde luego que a mí la noticia me pilló en “fuera de juego” y supongo que muchos, como yo, al principio no sabrían muy bien como tomárselo. Tras la estupefacción y el esfuerzo por comprobar si uno ha oído correctamente, le surge en el primer momento la tendencia a interpretarlo, simplemente, como otro cualquiera de los muchos actos de cinismo que nos toca contemplar a diario, en el que quien defiende alguna causa es justamente quien menos fuerza moral tendría a sus espaldas para poder hacerlo.

Sin embargo luego, pasado ya el fragor de las primeras impresiones, uno llega a la conclusión de que, más allá de un juicio de valor acerca de las intenciones de la persona, Otegui en este caso, que nos son desconocidas aunque sospechosas, lo que es inapelable es la falta de empatía y sentido de la oportunidad de la frase en cuestión. Faltó misericordia, probablemente cierta dosis de vergüenza y, principalmente, capacidad para ponerse en el lugar de otros.

Quiero pensar que Otegui, en su defensa de los intereses de su hija, no sopesó suficientemente el dolor que causaría a las víctimas del terrorismo de ETA con un argumento tan lleno de base, por una parte, y tan falto de fuerza moral a la vez. Pero esto no es un problema de Otegui en exclusiva.

Este incidente no es más que la excusa perfecta para hablar de algo que, en nosotros, es muchas veces más la regla que la excepción. Pensemos, si no, y por poner sólo un ejemplo, en lo que yo llamo las “frases de tanatorio”, sentencias fáciles que, lejos de producir calma y sosiego en quien las recibe, dan lugar a un dolor punzante justo donde se encuentra la herida abierta. “Era lo mejor”, “No te preocupes”, “No tienes razones para llorar, está en un lugar mucho mejor” o frases “iluminadas” por el estilo que, aunque dichas desde la mejor intención, quedan lejos de ser un bálsamo para el dolor y se constituyen como la fuente principal de una curación aún más dolorosa y retardada.

No es difícil, por otro lado, encontrarse en la consulta situaciones en que alguna de las partes le dice a otra las cosas de tal manera que crea un profunda herida. Padres que llaman a sus hijos “inútiles”, hijos que llaman a sus padres “enfermos” cada vez que quieren controlarles, parejas que se cuestionan entre sí cuando las cosas no son como creen que deberían ser… Incluso el terapeuta, el médico o el cuidador pueden caer en el error de decir las cosas de tal forma que, en vez de ser terapéutica su intervención, dé lugar a mayor dolor. Pensemos, si no, qué ocurre ante un diagnóstico dicho “a quemarropa”, ante una manifestación de agotamiento del cuidador de un enfermo en que sólo el peso emocional es el que se pone en evidencia o qué ocurre cuando estamos hartos de soportar una determinada situación, por ejemplo en nuestra familia y directamente claudicamos, incluso, de nuestra pertenencia a la misma.

Hay afirmaciones que, con que se digan una sola vez, duelen hasta lo más profundo. Y da igual que más tarde llegue la disculpa, el arrepentimiento o los más variados intentos por enmendar lo sucedido. En la memoria queda una huella y en el corazón también ¿Cómo no va a ser así, si sabemos que detrás de nuestros actos se ocultan nuestras emociones y nuestros pensamientos, de los cuales muchas veces ni siquiera somos conscientes en una mínima parte? Cuando alguien dice o hace las cosas en determinados términos, los demás no tienen por menos que preguntarse qué intenciones hay detrás, qué implicaciones tiene la frase o el acto en cuestión y, lo que es más importante, en qué sentido todo ello determinará la manera en que nos relacionaremos con esa persona de entonces en adelante.

Una vez escuché a un conocido decir ante una salida de tono de alguien presente en ese momento que “el mérito no está en controlarse cuando uno está bien, sino en hacerlo cuando uno está mal”. Y esa frase viene una y otra vez a mi mente, sobre todo en aquellos momentos en los que me resulta más difícil controlar el genio o el carácter, el cansancio o los deseos de que llegue un cambio. Porque controlarse, posponer las palabras o incluso callarlas, es complicado, pero muy a menudo, sin duda, beneficioso.

Me viene a la mente la frecuencia con que, para estas cosas, nos escudamos en un supuesto argumento de sinceridad. Como si ser honesto significara decir las cosas de la forma más hiriente posible. Y me recuerdo a mí misma a menudo el principio bíblico que toma como referencia la actitud de Cristo mismo cuando se nos llama a seguir la verdad en amor y crecer en Aquel que es la cabeza, esto es Cristo mismo” (Efesios 4:14).

Esto nos hace tener que reconsiderar la manera en que nos relacionamos unos con otros, cómo no, y volver, como no puede ser de otra forma, a tener la gracia y sólo la gracia como base de partida y como punto de llegada.
 

 


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