Evidentemente,
no es un tema novedoso. Ya en la antigüedad la cuestión de la mente y el alma, esa parte de nosotros que parece no estar sujeta a la materia y que nos aporta un “algo especial” que los humanos tenemos, despertó el interés en figuras de la ciencia y el pensamiento como Hipócrates, Platón, Aristóteles o Descartes, entre otros muchos.
Esta cuestión del alma, su localización, su significado,
ha sido durante siglos uno de los puntos donde tanto filósofos como científicos, estudiosos o legos, creyentes como no creyentes en el pasado y en el presente han depositado su vista para considerar qué papel juega este elemento o, incluso, si verdaderamente existe o es, más bien, un invento de “mentes débiles” que necesitan buscar el ya mencionado “algo más” para que su existencia tenga sentido.
Parece, sin embargo, y a la luz de las últimas investigaciones sobre el asunto, que ya no podemos considerar el alma como una cuestión ajena al cuerpo o a la mente, sino que, tal como compartía con nosotros el profesor Jeeves, se encuentra encarnada y forma parte de ese todo que constituimos las personas. Junto al cuerpo y la mente da lugar, pues, a una unidad íntegra, indivisible, que dota de sentido y de carácter a cada persona, a cada individuo y le permite relacionarse de forma directa y cercana con su Creador.
Éste es precisamente uno de los elementos que a una servidora, particularmente, le resultó quizá más clarificador:
después de tanto tiempo cuestionándonos qué es lo que nos hace ser verdaderamente humanos respecto al resto de criaturas, descubrimos que no es ya la capacidad para razonar o el sentido moral, como durante tanto tiempo creímos, sino justamente la posibilidad de tener una relación personal con Dios, de ser imbuidos con Su aliento y establecer una forma de contacto estrecho, íntimo, eterno, con Quien puso en nosotros la vida.
Este contacto, por supuesto, no es igual de bien recibido por todos los seres humanos. De hecho, muchos de ellos deciden alevosa y conscientemente rechazar esa posibilidad, lo cual no elimina la realidad de que, como criaturas creadas por Dios mismo, sigan teniendo opción de volverse y reconsiderar su postura. Tal y como dice Jesús en las propias Escrituras:
“El que a mí viene, no le echo fuera” (
Juan 6:37).
La espiritualidad misma parece, entonces, tener un sustrato neuronal que hasta ahora desconocíamos. Neurotransmisores como la serotonina, implicada directamente en todo aquello que está relacionado con el estado de ánimo, forman parte del complejo entramado que parece estar tras las experiencias de tipo religioso que el ser humano es capaz de vivir. El lóbulo temporal del cerebro se muestra a través de los últimos avances en esta área como parte implicada igualmente y los enfermos de Alzheimer manifiestan, no sólo la sintomatología propia de una demencia y la pérdida de su memoria a corto plazo, con todo lo que ello implica, sino también alteraciones en su vida espiritual como consecuencia del deterioro de ciertas áreas cerebrales. Por poner algunos ejemplos, las evidencias científicas nos hablan en estos pacientes de sensación de separación de Dios, culpabilidad, sentimiento agobiante de pecado o pérdida de interés en la oración y en el estudio de la Biblia.
La ciencia avanza, qué duda cabe, y con ella nuestra percepción de estas cuestiones. Pero este asunto parece, a simple vista, poner en una encrucijada, una vez más y como no podía ser de otra manera, a los que creemos firmemente en que existe un único y soberano Dios que ha estado y sigue estando dispuesto a entrar en relación con nosotros.
Tal cual lo expresan algunos eruditos en la materia, como Fingelkurts: “¿Está nuestro cerebro programado para percibir a Dios o para producir a Dios?”.
Para muchas personas, el hecho de que bajo ciertas experiencias religiosas se encuentre un determinado funcionamiento neuropsicológico que las sustente, será el argumento perfecto para justificar que Dios, entonces, no es más que el producto de la propia mente humana, que puede ser inducido por determinados niveles de ciertos neurotransmisores implicados en la cuestión o, incluso, que es el resultado de un defecto en el funcionamiento cerebral de algunos fanáticos.
Pero… ¡qué mente tan limitada la nuestra, que aún sigue pretendiendo reducir al Dios Todopoderoso a una cuestión de simple experiencia religiosa o mística! ¡Como si pudiéramos abarcar con nuestra capacidad las implicaciones que tiene que Dios se haya acercado al hombre para reconciliarlo con Él! Nadie duda hoy día de que los fenómenos de este tipo, los relacionados con la espiritualidad, son viables al margen de creer o no creer en un ser superior. Ciertas prácticas como la meditación trascendental, el yoga o las filosofías orientales favorecen este tipo de experiencias pero, por supuesto, muy al margen del Dios revelado en la Biblia. Y esto es inapelable. Es más, es la pura esencia de los enfoques que las sustentan.
Ahí es, justamente, donde creer o no creer se convierte en una cuestión trascendental.
Según la Biblia, no hay experiencia religiosa que salve en sí misma. La religión era el punto fundamental en la vida de muchos, como los fariseos, que pretendían acercarse a Dios por sus propios medios, pero sin tener en cuenta a la persona misma a la que pretendían acceder. La Palabra revelada y, por ende, quien está detrás de ella, el Dios Todopoderoso, sólo reconoce una vía para la salvación de las personas. Y ésta no tiene que ver con experiencias religiosas tal cual el ser humano las entiende, sino con una relación personal con Jesucristo como Señor y Salvador de nuestras vidas.
Tener una experiencia religiosa sin Dios parece ser, en esencia y a la luz de lo que se nos ha revelado, la incoherencia más absoluta, el método más vacío e ineficaz para enfocar ese elemento diferencial y privilegiado que se nos ha proporcionado al ser llamados a relacionarnos con el Altísimo. ¿Cómo podemos entender una relación, por tanto, cuando eliminamos “de un plumazo” a una de las partes? Podremos ser, gracias a la dotación de nuestro cerebro, seres con una cierta capacidad para lo espiritual. Pero no nos quepa duda que es en la relación con Dios donde nuestra espiritualidad tiene sentido, justamente porque, a través de Jesucristo, se encuentra con la Suya.
Creer o no creer. Esa es (y no otra) la verdadera cuestión.
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