Hay temas especialmente atractivos por su alegría, su solemnidad, su ritmo. Voy a comentar ahora, sé que simplificando y mucho, que cada voz ofrece su aportación particular. En general, las sopranos llevan la voz cantante y el resto del coro, en muchas ocasiones, adorna lo que ellas dibujan. Los tenores, con su brillo esforzado, colorean la melodía. Cuando aparecen los bajos, lo llenan todo de profundidad. Confieso que a las contraltos nos suele tocar la parte más aburrida. Sin embargo, aun y así, lo que cuenta es el conjunto. Después de haber ensayado separadamente por voces e instrumentos, llega el momento de poner en común lo que se ha trabajado. No creo que sea necesario decir que los primeros intentos no suelen ser muy satisfactorios. Pero en ocasiones… en ocasiones se produce un milagro.
Me refiero a cuando la música ha penetrado el espíritu de los que la interpretan y, aunque comienzas cantando justo igual que la vez anterior en el ensayo, te das cuenta de que está ocurriendo algo, porque se te eriza la piel, y tienes ganas de cerrar los ojos -¡aunque el director no te deja!- y puede que se te llenen de lágrimas, y no te atreves a moverte, y sabes, sin mirar, que tus compañeras a los lados están sintiendo lo mismo que tú y que, cinco filas más adelante o más atrás, o quince columnas a la derecha, está ocurriendo lo mismo. Cuando el director indique el final y se haga el silencio, permanecerá más de lo habitual y, luego, es muy posible que haya una explosión de júbilo en forma de aplausos y exclamaciones.
Es la magia de la música, la comunión indescriptible que produce, la consciencia de haber sido partícipe de un atisbo de
gloria. Mucho más cuando lo que se entona es en adoración y alabanza al Dios creador de cielos y tierra, y Salvador de los pobres seres humanos.
Pues bien, a lo que iba, porque he empezado a contaros todo esto porque una de las veces nos repartieron el precioso tema titulado ‘Oh, la sangre de Cristo’. Una de las muchachas de la fila de delante, al tener la partitura en sus manos y leer las estrofas, comentó: ‘Caramba, qué mal gusto al escoger, ¡sangre! ¡qué letra tan desagradable!’.
Me quedé muy sorprendida, pues para nosotros los cristianos, la sangre de Cristo vertida significa el perdón de nuestros pecados, es nuestra esperanza de gloria y nuestra vida. ¿Qué es lo que no había entendido aquella chica? La canción hacía referencia, en su letra, al pasaje del profeta Isaías en su capítulo 53. ¿Desagradable, la sangre?
‘No hay parecer en él, ni hermosura; le veremos, mas sin atractivo para que le deseemos. Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado y no lo estimamos…’.
Sangre, qué asco. Eso. Eso mismo estaba ya profetizado. ¿No sabía aquella joven nada de la expiación de los pecados? ¿Nadie le habló de todo el significado, hasta donde nos es dado comprender, del sacrificio del Señor Jesús en la cruz? ¡Cuántas referencias encontramos en toda la Escritura a la preciosa sangre de Cristo derramada en nuestro favor!
Otro día hablaba yo con un grupo de jóvenes acerca de las conmovedoras y estimulantes biografías de misioneros publicadas por
Jucum, y les explicaba que a veces se me hacían difíciles de leer porque ya sabía el trágico final de algunas de aquellas vidas de valientes, en concreto aquel día la de
Jim Elliot, allí con los aucas. Y de nuevo un comentario que me dejó perpleja:
‘¿Y por qué van? ¿Están tontos o qué, si es tan peligroso?’.
¿Cómo que por qué van? ¿No saben lo que dijo el Señor, lo que nos mandó, justo antes de despedirse de los suyos hasta su segunda venida?
‘Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura…’.
Me pregunto, ahora sí, en qué hemos fallado. Y me respondo que quizá en no haberles hablado de la esencia del Evangelio: Cristo y su obra, Cristo y lo que pide de cada uno, Cristo, que siempre espera una respuesta.
Quiera Dios que por tenerles entre nosotros no estemos cayendo en confundir a nuestros jóvenes, haciéndoles creer que es lo mismo participar en
actividades cristianas que
ser hijo de Dios, del Dios Único, Vivo y Verdadero.
Que no se confundan, porque les va la eternidad en ello. Y a nosotros se nos pedirán cuentas.
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