Se cuenta que al final del culto en una iglesia evangélica mexicana el pastor se dirigió a un feligrés que, con otros dos, permanecía de pie al final del salón: «Usted, hermano» le dijo, «despídanos con una oración». No hubo respuesta. Mirándolos fijamente, el pastor repitió la petición una y otra vez pero ninguno de los tres entendía que se dirigía a él. Entonces el reverendo, con toda parsimonia sacó un gran pistolón y le disparó al que estaba a la izquierda; luego, al que estaba a la derecha. Acto seguido, dijo al del medio que había quedado en pie: «Usted, hermano, despídanos con oración».
Dar la cara es lo contrario a lo que hace el avestruz que, según se dice, opta por esconder la cabeza en el hueco de la arena cuando ve que algo tiende a complicársele. Resulta hasta un poco simpático imaginarse a un animal de sobre dos metros, con más de 120 kilos de peso y sin muchas plumas que cubran sus vergüenzas, con toda su humanidad al aire y con la cabeza oculta esperando que el tiempo haga desaparecer el problema que prefiere no enfrentar.
¡Cuántas veces, nosotros mismos hacemos lo del avestruz!
Dar la cara tiene sus riesgos. En ciertos casos, implica hacerse responsable de lo que se dice o se hace; en otros, obliga a exponer lo que se piensa sobre determinado asunto; y en otros, a disculparse, pedir perdón o responder por algo.
Un dicho popular que ilustra algo parecido a no querer dar la cara es aquel que habla de lanzar la piedra y esconder la mano. ¡La sabiduría popular no tiene límites! O esa frasecita tan manida que usamos con tanta frecuencia: “Me reservo mi opinión” lo que equivale a quedar bien con todos.
Hoy más que nunca antes parece ser la tendencia general el evitar dar la cara lo que implica ocultarse tras el silencio de un mutismo calculado o en medio del bullicio ininteligible de las multitudes. En el lejano pasado, cuando por las calles sin pavimentar de nuestro vapuleado Chile casi no circulaban los automóviles y solo de vez en cuando pasaba uno siempre con un grupo de niños curiosos corriendo a su lado para admirar tanta maravilla se hizo famosa la frase que decía: “Hacerse el tonto es mejor que andar en auto”. Quizás viejos tercios como el escribidor se recuerden aun de aquella frase. Eran tiempos cuando la modernidad aun no llegaba a nuestras costas.
¡Oh, modernidad! ¡Qué cara nos has resultado!
Me encuentro, por simple casualidad, con un viejo libro publicado en Argentina. Con los libros usados me pasa como con los terremotos: a donde voy me encuentro con uno. Y a cuál más interesante (los libros) y patético (los terremotos).
Cada vez que visito el taller de mi amigo Gerardo, mecánico dental instalado desde hace muchos años en la Pequeña Habana, lo esquilmo de un libro. Gerardo ama los libros pero no es egoísta con ellos. Mientras espero, leo alguno sacado al azar del pequeño estante rodeado de prótesis ya terminadas o en proceso. Dientes de porcelana entremezclados con palabras; acrílicos que imitan encías y textos que elevan a mundos fascinantes dejados atrás hace mucho tiempo, como los dientes con que nos dotó la naturaleza. Esta vez me atrae uno en especial. Lo tomo apenas haciéndoselo saber (a Gerardo). Ya hace mucho que dejé de pedirle permiso. Ahora apenas se lo comunico. Le paso (al libro) suavemente la mano por el lomo como acariciándolo y empiezo a hojearlo pero más pronto de lo que suponía, tengo que partir. Le digo (a Gerardo): “Me lo llevo”. “Está bien”, me responde. Y me lo traigo.
Se trata de
Atahualpa (El hijo del sol), de J. B. House (pasta dura, 399 págs. Editorial de Ediciones Selectas S.R.L., Buenos Aires, julio de 1964). Busco en la Internet alguna información que me diga algo sobre este J. B. House. Para mi decepción, no encuentro nada. Bueno, sí encuentro algo. Otra obra suya que está, como
Atahualpa, a la venta como libro usado, sin la cubierta y con el nombre de uno de los dueños anteriores escrito en una de sus primeras páginas:
El placer de los dioses, (336 pp., primera edición, 1968, Editorial de Ediciones Selectas S.R.L., Buenos Aires, Argentina). Leo y transcribo algo que sin la intención de ofender a nadie, me parece digno de traer a la vida cuarenta y seis años después de su publicación.
“Hablábamos” de modernidad, ¿recuerda?:
“Los hombres que pueblan estas fabulosas tierras, cíclopes redivivos, son seres simples, de telúrica raigambre, fuertes y ágiles como los pumas de sus montes, inocentes y puros como las vicuñas de sus áridas llanuras. El nativo es hijo pánico y ha nacido de la misma tierra. Está identificado con sus altiplanicies pobladas del sollozo del viento y del crujir de las rocas castigadas por el frío; con los bosques tenebrosos donde los amigos son las fieras, el monte huraño y amenazador, la jungla escalofriante. Un solo aliento para el hombre y la tierra, un solo latido de sus corazones. El nativo es el único que entiende la voz de la tierra, su madre, porque ambos se expresan en un lenguaje onomatopéyico ancestral, expresivo en su laconía, inocente y puro en su sentido. El indio es en sí mismo un libro abierto como una roca esculpida. Sólo hace falta llegar a la conciencia de la piedra cósmica, su corazón, para comprenderlo. ¡Cuánta diferencia con el hombre que llega del mundo civilizado y progresista, presuntivamente sabido y de espíritu dominado por la idea de un Dios antropomórfico! El principio dogmático está en sus labios, pero la más torpe avidez ciñe sus actos. Emergido muchos siglos ha del estado de salvaje inocencia, el hombre es ahora un lobo para el hombre. Y como tal ha echado su aguzada vista hacia los más alejados confines, ideando El Dorado y buscando el modo de llegar a él. Un capitán español, sincero y desprevenido, se adelanta a Atahualpa y le dice: “Hemos venido en pos del oro”. Un fraile se apresura a negarlo: “¡No, no!... ¡Hemos venido a difundir la idea de un Dios Único, y a cuya semejanza está hecho el hombre!” ¿Quién dice la verdad? Hace rato que la llanura, la jungla y la montaña están estremecidas. Aún resuenan los ensordecedores ecos de las culebrinas y los arcabuces y su viento de muerte inclina la copa de los árboles y el valor de los nativos. Las praderas, los montes se sacuden intermitentemente con el eco de los gritos de muerte de los conquistados y el alarido de triunfo de los vencedores. Tlaxcala… Ixtapalapa… Son nombres asociados con el horror, pronunciados con pavor, como pronto ---¡Oh dioses rojos de la montaña!--- se pronunciará el de Caxamalca en el dominio del Inca. Pero el flujo ávido continúa creciendo… Vienen hombres desbordantes de fe y de ambición antes que de verdadero espíritu de conquista civilizadora. Su moral, su justicia y verdad son
sui generis. Vienen más hombres… desprovistos de miedo, es cierto, pero también privados de escrúpulos. El afán de aventura, de oro, impulsa sus pasos. Son huestes provenientes de los estratos sociales más bajos, oscuros portales de bastardía, antros tabernarios, casas de mancebía, prisiones, orfelinatos… En su gran mayoría son hombres desprovistos de nombre y fortuna que sueñan en adquirirlas con el fruto de sus hazañas. Propósito y fin se consubstancian… ¡Por Dios y por el Rey!... exclaman alzando la cruz de la espada. Es la frase proverbial, el sentido mágico de la invasión. ¡Oro! ¡Lujuria! traduce el eco que el viento disemina por la selva, por la planicie, por los ríos, por las hieráticas montañas. El indio se estremece al oírlo, lo mismo que la tierra, su madre, de cuyas entrañas pronto brotará sangre junto con el oro arrancado a su seno. La civilización está en marcha…”
Ya he hecho mención antes a otra novela magistral,
Tenochtitlán, escrita por el costarricense José León Sánchez (quien se había dado a conocer antes con su
La isla de los hombres solos) en la que el autor arma su obra con la historia de la conquista de México pero vista desde la perspectiva del perdedor, como
Atahualpa. Vale la pena que los latinoamericanos que seguimos sintiendo en algún lugar de nuestros cuerpos ancestrales el dolor de tan sangrienta y pavorosa conquista, los tengamos en nuestras bibliotecas y los leamos y releamos nosotros y se los demos a saber a nuestros hijos y nietos. Porque lo que ocurrió hace ya más de seiscientos años se mantenga vivo en la memoria. Es nuestra historia. Nuestra triste historia. Y las cosas tristes, por serlo, también tienen derecho a recordarse…como las alegres.
Volvamos a “Dar la cara”.
En estos días hemos visto en la televisión chilena cómo los altos ejecutivos de ciertas empresas constructoras cuyos edificios no resistieron los movimientos del último terremoto se resisten a dar la cara. Cuando se les busca para que respondan a ciertas preguntas no se les encuentra. O no han llegado, o acaban de salir, o sus secretarias no saben dónde están. Algunos han cerrado sus oficinas quitando los nombres de las empresas e incluso se ha llegado al extremo que ciertos empresarios del lucrativo negocio de la construcción han desaparecido de la noche a la mañana, junto con su personal, sus oficinas y sus capitales para reaparecer en otro lado con nombres y razones sociales diferentes. Se advierte en esta acción un gran parecido con la idea de no dar la cara o con la supuesta costumbre del avestruz de esconder la cabeza en la arena dejando todo el resto del cuerpo afuera. La estrategia del avestruz parece ser infructuosa. ¿Lo será la de estos empresarios que ante la demanda de sus clientes frustrados y desvalidos, prefieren hacer mutis? Mientras esto ocurre, quienes les compraron departamentos y por los cuales pagaron millones y siguen debiendo sumas astronómicas, no encuentran respuestas en ninguna parte viéndose obligados a deambular por oficinas gubernamentales que tampoco parecen dispuestas a ofrecerles una solución.
Dar la cara. Ponerle el pecho a las balas. Decir lo que pienso. Defender eso que pienso sea que la crítica me sea favorable o desfavorable. Salir de entre la multitud dando un paso al frente. Jesús dijo: «El que no está dispuesto a dar la cara por mí y por el evangelio, no es digno de mí» (paráfrasis de
Mateo 10:37).
Dar la cara, ejercicio menos y menos practicado el día de hoy. ¡Lástima!
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