Más recientemente Diane Blood, del Reino Unido consiguió dar a luz a su pequeño Liam Stephen que nació cuatro años después de morir su padre. En 1995 una meningitis aguda le había provocado a éste un paro cardíaco que lo dejó en coma profundo y sujeto a un respirador artificial. Diane, la abatida esposa, decidió aprovechar el último recurso que le quedaba para tener un hijo de su marido. Antes de que le desconectaran los aparatos que lo mantenían vivo, consiguió que los médicos le extrajeran una muestra de su semen. Para ello hubo que aplicarle un par de descargas eléctricas en la zona genital y provocarle una eyaculación. El semen así obtenido se congeló a la espera de que Diane resolviera el problema legal que todo esto le planteaba. Después de dos años de batalla legal consiguió la autorización necesaria y una clínica belga le practicó la IAC post-mortem (
El País, 15.12.98).
En el año 1994 se daban cifras acerca de los resultados positivos de esta técnica de IAC post-mortem que alcanzaban sólo el 30% de éxitos. La ley española, que se centra sobre todo en el derecho del adulto a procrear, admite este tipo de fecundación durante los seis meses posteriores a la muerte del varón y sólo en el caso en que éste lo haya dejado indicado en el testamento o escritura pública. Pero, aparte de lo que permitan las leyes de los diferentes países, ¿qué valoración puede hacerse desde la ética cristiana del respeto a la dignidad de la persona humana?
Es fácil comprender la situación emocional de una esposa joven en esta situación. Hay un aspecto positivo en el deseo de tener un hijo del hombre que se ama y de prolongar ese amor incluso después de la muerte mediante el nacimiento de un nueva criatura engendrada por él. No obstante, en ocasiones los sentimientos més nobles pueden también traicionar los juicios lúcidos y sensatos, convirtiéndose en guías ciegos que nos hagan errar el blanco. ¿Es justo y razonable traer un niño al mundo que será, de antemano, huérfano de padre? ¿Es el deseo maternal de tener un bebé lo suficientemente poderoso como para llamar a la vida a un criatura que nacerá con el inconveniente de un padre ausente? ¿Responde esta actitud a los verdaderos intereses del niño o la niña? ¿Serán suficientes el cariño y las palabras evocadoras de la madre para crear la necesaria imagen del padre en el corazón del hijo y ayudarle así a formarse, a que madure su personalidad y sepa situarse en la vida?
No nos parece que sea justo utilizar al hijo como medio para satisfacer los anhelos de la madre o como recuerdo vivo del marido ausente. Un bebé no debe tratarse como si fuera cualquier calmante para el dolor o la soledad materna. Por otro lado, frente a este tipo de maternidad ¿no sería demasiado fácil caer en la sobreprotección del hijo o en el exceso de mimo? ¿No podría cometerse el error de educarlo a la imagen del difunto padre, coartando así de alguna manera su libertad personal? Son riesgos educativos que conviene tener en cuenta.
El amor de una mujer hacia el posible hijo engendrado post-mortem, debieran ser tan grande que la llevara a reflexionar y a preferir el bien de ese hijo que puede nacer, antes que la satisfacción de sus intereses personales. El hecho de que existan muchas familias monoparentales, de hijos que viven sólo con su madre o padre, de criaturas que por accidente han quedado huérfanas de alguno de sus progenitores, o que por divorcio o separación se ven obligadas a vivir con un padre o con los abuelos, no puede justificar nunca la formación premeditada de una situación que no es la más adecuada para el crecimiento personal equilibrado de un niño. A pesar de lo que digan las leyes, no parece ético condenar a una criatura inocente a la orfandad paterna desde el mismo vientre de su madre.
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