Desde las ventanas me gusta contemplar los atardeceres. Son amarillos, con esa luminosidad cegadora a ratos que desdibuja el paisaje. Sé de otros lugares donde son rojos o verdes. Incluso púrpuras, como el vino. Aquí el sol se despide limpio y claro y, sólo en contadas ocasiones, cuando está especialmente cariñoso, lo hace en naranja o en rosa, y nos tiñe el panorama como diciéndonos: “
¿Qué os parece?”.
Tenemos muchos vecinos y amigos. Algunos vinieron de lejos hace muchos años, incluso antes de que yo naciera. Hemos trabajado los mismos campos, cuidado los mismos rebaños, pescado desde las mismas barcas. Nos hemos ayudado a edificar los hogares, las escuelas, los hospitales, los jardines. Hemos compartido las angustias de las sequías, los temores a las trombas de agua, las heladas traidoras. Y en innumerables ocasiones hemos celebrado nuestras alegrías juntos.
Como el otro día, en la Gran Fiesta. Estábamos todos contentos y agradecidos porque Tú nos has dado esta bella hacienda. Porque nos has provisto de todo lo que necesitamos y porque nos tenemos los unos a los otros para sostenernos y gozarnos. Llegó el momento más importante de la celebración y le rogamos a uno de los nuestros que dijera las palabras para el brindis. Todos asíamos, expectantes, la copa con nuestra mano, dispuestos para alzarla.
Comenzó recordando tu generosidad, tu entrega y tu gran renuncia por amor a cada uno de nosotros. Y entonces nos dijo que, siguiendo tu ejemplo, los que habíamos nacido en la finca, debíamos empezar a sacar de las paredes las fotografías de los abuelos y bisabuelos. Y a tirar para siempre el vestido de novia y el ajuar heredados de nuestra madre. Y que volviéramos a arrancar de los campos los árboles que apenas están comenzando a cobrar fuerza después de la Época Oscura, en que casi todos fueron quemados. Y que nunca más volviéramos a entonar las dulces nanas doradas que oímos en nuestros primeros sueños. Por amor a ti, decía. Como Tú habías hecho, exhortaba.
Y se hizo el silencio. Y pensábamos en tus palabras, en cómo nos has mandado honrar a nuestros padres y venerar la buena herencia recibida. Todavía con la copa en la mano, masticábamos atónitos lo acabado de oír por boca de éste que consideramos un hermano. Porque él sí tiene sus fotos familiares colgadas, y planta lo que quiere, y guarda en sus armarios lo que le apetece, y canta, palmea y zapatea según su gusto. En su casa con ricas puertas y ventanas forjadas, en la finca que le hizo un hueco para vivir en paz. En la tierra donde cantará si es necesario esas nanas despreciadas para hacer un buen negocio.
Porque te amamos a ti, Señor, y porque la fiesta era tuya, como tantas veces antes nos tragamos el nudo que se nos había hecho en la garganta y las lágrimas, alzamos la copa y brindamos en tu honor.
Pero sabemos que no era tu voz la que hablaba en el brindis. Por enésima vez se usaba tu Nombre en vano, y se nos insultaba de nuevo. A nosotros, Señor, que por contentarnos con las alegrías del hermano también hemos batido palmas complacidos, con la sonrisa en los labios y el espíritu gozoso, para que no se duela de sus ausencias. Porque le amamos, porque nos sentimos uno con los todos los tuyos.
Si Tú nos dices que arranquemos los cuadros, que quememos las flores, lo hacemos, Señor. Conoces nuestro corazón, y lo sabes. ¿Pero por quiénes hablan los que se expresan así, pretendiendo que lo hacen en tu Nombre? De fincas lejanísimas nos llegan a veces los mismos requerimientos. Y no entendemos nada. Los más condescendientes nos permiten colgar una foto de familia y tener un pequeño tiesto con un raquítico arbolillo de nuestros campos en la cocina: pero fuera de ahí ya puede ser una ofensa para alguien. Y seguimos sin comprender.
Porque la finca es tuya, oh Señor de todas las tierras. Y la administramos con responsabilidad, como mejor entendemos, sabiendo que es a ti a quien tenemos que rendir cuentas. Y sigue siendo hermosa.
Sé que cuando amanezca mañana desde detrás de ese mar gastado, y las aves comiencen a entonar sus cantos, si yo alzo mis ojos tristes y cansados, veré tu luz clara de nuevo llenando el día de paz y nuevas fuerzas. Y podré escuchar, como antaño, como cada día, tus palabras tiernas. Esta vez no dirán
abba, ni
talita cumi ni
Elí, Elí, sino:
Vine, descansa en els meus braços, que jo t´estimo sempre…
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