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Mirar hacia otro lado

Cuando nos detenemos, aunque sólo sea unos minutos, a considerar la actualidad de nuestras calles, de nuestra gente, ya sea ante el televisor en un momento de descanso o ante las páginas de un periódico cualquiera, uno queda consternado por los niveles de sufrimiento a los que tantas personas están sometidas. En algunas ocasiones, como es el caso más reciente de Haití o Chile, debido a catástrofes naturales; otras, por accidentes, pero con mucha más frecuencia, como consecuencia de la acción de
EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín Torralba 06 DE MARZO DE 2010 23:00 h

Ante esas situaciones, a menudo surge en las personas un instinto solidario que nos mueve, aunque sea por un momento, a plantearnos una acción real que favorezca a quien sufre en alguna manera. En ocasiones ese instinto se materializa en intervenciones como las del tristemente conocido profesor Neira, actuando de forma efectiva y comprometida ante la sospecha de que una mujer pudiera estar siendo agredida. Pero este caso, como otros, reconozcámoslo, es noticia justamente por ser la excepción que confirma la regla. La mayor parte de nosotros hubiéramos tenido miedo de intervenir en una situación así y no sin razones, a la vista de las repercusiones que tuvo sobre él y su familia.

Ahora bien, genera especial tristeza vislumbrar una realidad cada vez más alarmante y aterradora incluso que ésta y es la que tiene que ver con la creciente tendencia que estamos desarrollando a nivel social, reaccionando de manera indiferente muchas veces ante la necesidad de aquellos que tenemos más cerca. Podemos estar tremendamente concienciados respecto a los ciudadanos de Haití, pero no conocer ni siquiera la enfermedad del vecino de la puerta de al lado. Y no necesariamente por una mala intención o un deseo voluntario de no prestar atención a otros, sino por estar inmersos en una vorágine de actividad que no hace sino bloquear nuestros sentidos y que nos lleva a ignorar aquello que no nos toca directamente. Pareciera, de alguna manera, que vivimos mirando hacia otro lado.

No son pocos los casos en los que, oyendo acerca de tragedias, abusos o maltratos descubrimos que, quienes rodeaban a la víctima, vivían en el absoluto desconocimiento de qué podía estar ocurriendo en las vidas de esas personas. En la mayor parte de estos casos, la reacción que sigue a la noticia es de sorpresa; en muchos otros, de indignación y, en no pocas ocasiones, de profunda tristeza al constatar que vivimos tremendamente solos mientras todos, sin excepción, en muchos momentos, nos encontramos, sin querer, mirando hacia otro lado.

Los seres humanos en este mundo occidental y civilizado nos hemos convertido, en cierto sentido, en máquinas de vivir. Agotamos los días de nuestra vida como autómatas de la supervivencia, persiguiendo un futuro incierto sin prestar demasiada atención a la esencia de la existencia tal y como la hemos recibido de manos de Quien nos la dio. Y así, en esa lucha atroz por alcanzar un objetivo que no termina de llegar, pasamos por la vida de largo, sin más, ignorando a nuestro paso todo aquello que tiene verdadero valor, incluyendo a aquellos que nos rodean.

Nos vemos, pero no nos detenemos a observarnos; oímos, pero no escuchamos a quienes tenemos más cerca; corremos con la vista puesta en un objetivo etéreo y tremendamente alejado de cualquier tipo de realidad social, habituándonos al dolor ajeno, pero seguimos corriendo… de eso se trata, “los tiempos mandan y el tiempo manda”. Por expresarlo con las palabras del reciente tema “Tengo”, del cantante Macaco: “…y viviendo a todo trapo, olvidé caminar despacio y las heridas de mis pies sentí”. Y hasta que no nos duelen las heridas no percibimos que, en esa carrera sin sentido, se nos pasa la vida y con ella el privilegio de mirar hacia aquellos que tenemos cerca, los que, en definitiva, Dios pone en nuestro camino para que nuestra existencia tenga un sentido más allá de la pura y simple supervivencia. Se nos olvida a menudo que tenemos Su aliento y, lo que es más importante, que los demás poseen igualmente ese mismo hálito de vida que les convierte, de forma automática y real, en personas valiosas con un propósito, no sólo terrenal, sino también trascendente.

Qué triste pasar por la vida mirando hacia otro lado, como si lo que al otro le ocurre nos fuera ajeno, como si el dolor del otro pudiera pasar cerca pero sin tocarnos, sin dejar marcas ni cicatrices. Cuando algo nos pasa de cerca, aunque le ocurra a otro, siempre nos deja una herida, quizá no física, pero sí grupal, social. Esa
realidad modela nuestras expectativas respecto a lo que podemos esperar de otros en momentos de necesidad, genera en nosotros una sensación de decepción profunda hacia los demás, muy conscientes de que, si nosotros mismos mostramos poco o nulo interés hacia el dolor del otro, difícilmente podemos esperarlo hacia nosotros en momentos de necesidad. Y ahí es donde nos topamos con la realidad de una decepción mutua: la que otros generan en nosotros y la que nosotros creamos en los demás.

Hemos entrado en una dinámica social marcada por el individualismo extremo en que nuestra modernidad se mide por lo poco que necesitamos al otro o, al menos, lo poco que lo demostramos. ¡Y qué gran tragedia es que nos midamos en función de nuestra independencia en vez de nuestra capacidad para mostrar calidad humana! Agotamos a menudo en nuestro vocabulario la palabra “empatía”, tan usada en nuestros días, sin darnos cuenta de que no podemos amar al prójimo como a uno mismo sin que nos duelan sus heridas. Esta es la inercia en la que vivimos y la que nos lleva por delante, a unos y a otros.

Pero este análisis ha de llevarnos a otra perspectiva diferente, a una en la que las personas tenemos un valor, un sentido más allá de lo puramente funcional dentro de una estructura mayor que nosotros mismos. Cuando Dios, en Su sabiduría, sentenció que no era bueno que el hombre estuviera solo (Gén. 2:18), quizá no solo se refería a la necesidad de tener una Eva para cada Adán. Cuántas referencias encontramos a sentir misericordia y piedad por aquellos que nos rodean, tanto más cuando ese sufrimiento tiene que ver con razones que trascienden el tiempo y el espacio y que, por tanto, son eternas. (Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Mateo 5:7).

Jesús mismo supuso el ejemplo supremo de este cuidado y preocupación por los demás, por cada uno de nosotros individualmente. Su alma era sensible a las necesidades de otros y nada de lo que pasaba a su alrededor le era ajeno, cuánto menos cuando repercutía en aquellos por los cuales había venido a entregar Su vida. Momentos antes de alimentar a los cinco mil, Jesús, a pesar del cansancio y el agotamiento de los días anteriores, repara por un momento en la multitud y los contempla lleno de misericordia, teniendo compasión de ellos, “porque eran como ovejas que no tenían pastor”. En su orden de prioridades Jesús pone a los demás en primer lugar, como clara muestra de su entrega y su verdadera capacidad de servicio. (Marcos 8:1-9).

Si nuestro Señor, con tanto por hacer en un mundo como el nuestro, priorizó al individuo, al caso personal, hasta el punto de posponer su propia necesidad que, como hombre que era, también tenía, ¡qué claro consuelo tener, en Él mismo, no sólo un modelo, sino la certeza de saber que estamos ahí, justo donde Él mira, fija Su mirada en nuestra necesidad y en la de un mundo que sufre!

Que esto pueda inspirarnos a seguir viviendo, caminando, pero con la vista puesta en lo importante, divino y humano, evitando, siempre, mirar hacia otro lado.
 

 


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