La empresa, por cierto, se llamaba Basura, un nombre más que adecuado para hablar de cierto tipo de televisión. Otro día hablaremos del gran engaño sobre las series de TV (lo resumo, aunque pospongo el artículo: nos hacen creer que nos encontramos en la era dorada de las series. Falso. Y ahí lo dejo), pero
hoy quiero centrarme en una de las imágenes más cercanas a la telebasura que jamás he visto. Y no, no surge de ningún “debate” casposo de Tele 5 (aunque mira que se esfuerzan), ni de un programa de sucesos estilo Gente o de supuesto reporterismo en plan Callejeros. No. Se trata de algo mucho más marciano y retorcido:
la retirada de la figura de Jaime de Marichalar del Museo de Cera de Madrid.
Resulta que al director de dicho museo no se le ocurrió nada mejor que convocar a la prensa el día que tan regia (o ex regia) figura descendía a los abismos. O mejor dicho, al sótano de ese museo que, si la parte que se puede visitar a mi ya me da como pánico, imagínense cómo debe ser: puestos a imaginar, me viene a la mente una escalera de madera crujiente, con puerta estrecha arriba y poca luz abajo, con la única presencia de un par de bombillas, estantes llenos de polvo y figuras a medio tapar con sábanas que en su día fueron blancas. Terrorífico, vaya.
Pues bien,
los señores del museo pensaron que era de interés público abrir sus puertas para que la canallesca pudiera regodearse con ese escarnio público, con ese destierro simbólico. De hecho, era un segundo destierro, ya que la Casa Real ya obligó a retirar esa estatua del salón donde Juan Carlos y Sofía presiden la estampa de tan singular familia. Así, el ex duque de Lugo (consorte, que resulta que ni era duque), ex esposo de infanta y ex Grande de España (sí, eso todavía existe) ya llevaba unos meses en…¡el salón taurino del museo! ¿Por sus dotes toreras? No, no caeré en el chiste fácil de los cuernos, pero pasar de la Zarzuela (al lado de los Reyes e infantas) a un burladero (allí se encontraba el pobre Jaime, con el brazo tieso como un toallero) desde el que observaba los envites de Jesulín y Ortega Cano (en realidad no sé qué toreros hay en esa sala, pero yo cito a éstos, que para algo son
mediáticos), pues tiene delito.
¿El pecado de Marichalar? Pues divorciarse de la infanta Elena, ya ven. Por cierto, nuestro amigo tampoco aparecerá más en la página web de la Casa Real, que para eso existe el Photoshop.
Tampoco piensen que voy a desenvainar una férrea defensa del señor Marichalar, pero lo cierto es que es el único miembro de la Casa Real Española que ha dado alguna alegría a la parroquia. Siempre he sentido envidia de casas reales como las nórdicas (con sus guapas princesas que parecían surgidas de una película de Disney), la británica (con ese candidato al trono de la señora color pastel que decidió cambiar la princesa del pueblo por una señora más bien tirando a poco agraciada) o, especialmente, la de Mónaco, que tuvo a Grace Kelly, así como a una de las princesas con más glamour de la historia (Carolina, a pesar de terminar con un pájaro como Ernesto de Hannover) y, atención, con Estefanía, la princesa rebelde, la Jeanette de la monarquía, la Modern Talking con diadema de diamantes, capaz de vestir al límite la horrenda moda de los ochenta (sí, ¡del siglo pasado!) y que llegó a tener una curiosa carrera musical, de la que me quedo con su pegadizo hit
Huracán (¡quién diga que no lo llegó a tararear en esa época, miente!).
Y mientras, aquí, aburridos con un rey lleno de orgullo y satisfacción, una reina que casi ni sabemos qué voz tiene, unas infantas sin demasiado caché, un jugador de balonmano, varios niños (he perdido la cuenta de todos los santos), un príncipe pasmado, una que dejó el Telediario para prejubilarse y, por fin, un personaje que supo revitalizar esa real casa: Jaime de Marichalar. Nuestro hombre (al que Anasagasti calificó como “un vago profesional”) introdujo el frikismo (¡esos viajes en patinete!) y la excentricidad (esas chaquetas rosas, esos pañuelos de flores, esas bermudas imposibles), además de reavivar una serie de leyendas urbanas que, en esa casa, tan sólo supo mantener el mismo rey. Del monarca se habló de su idilio con esa señora que se casó con un domador de leones o que se escapaba de noche con motos de gran cilindrada burlando a sus propios guardaespaldas, aunque la mejor era la historia que narraba como un motorista desconocido ayudaba a una chica que se había quedado tirada en mitad de la nada y sin gasolina. Cuando el motorista salvador se despide de la chica, se levanta la visera y ¿adivinan quién es? Exacto, Juan Carlos. Historias que le valieron estar a la categoría de las de la muerte de Paul McCartney, la chica de la curva, la filiación pro-etarra de La Oreja de Van Gogh o la criogenización de Walt Disney.
Pues bien, alrededor de Marichalar también empezaron a circular historias y rumores, algo que ningún otro miembro real consiguió. ¿Y cómo se lo pagan? Con la estatua de este hombre descansando para siempre en el sótano del Museo de Cera de Madrid, algo que su director ya se encargó de hacer público más allá de sus tenebrosas salas.
Los medios se agolparon en masa para asistir al destierro, a la humillación, al pisoteo de un muñeco rígido que no podía protestar. No estoy defendiendo al personaje (su estilo de vida, del que no voy a citar ejemplos escabrosos y harto conocidos, no era precisamente ejemplar), pero el padre de dos de los nietos del Rey, ni nadie, merece algo así. ¡Eso sí que es telebasura!
De entrada, alguien que en su nombre cuenta con hasta siete palabras (cuando la mayoría de plebeyos tenemos tres, cuatro como mucho) no me inspira demasiada confianza: Jaime de Marichalar y Sáenz de Tejada. Tampoco lo hace el hecho de arrimarse a una de las familias que considero menos útiles (recordemos que la Casa Real tiene un presupuesto “oficial” de unos 9 millones de euros al año, sin contar otras “dietas”). O sea, que no pretendo defender a alguien al que sólo doy el mérito de atreverse a vestir con esas bermudas antes citadas, pero, repito, la emisión en distintos medios de comunicación de las imágenes de los dos empleados del museo, impertérritos y asustados ellos, arrastrando al pobre Jaime con una carretilla y bajándolo a la sala de los olvidos es, repito, basura de la buena. Bueno, de la mala, pero ya se entiende. Hasta la Agencia EFE (poco sospechosa de fomentar la telebasura) decía en su pieza informativa que la estatua acabó “en el almacén, junto a otras esculturas en desuso”.
Y todos tan panchos, pero es que cada vez son menos los que creen en los cuentos de princesas.
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