Dicen algunos expertos en el campo de la traducción literaria que el “gran hermano” (
big brother) de Orwell tendría que haberse traducido por “hermano mayor”. Es decir, que se cayó en una literalidad excesiva para, seguramente, darle más contundencia al asunto, ya que la idea de un Gran Hermano como ser omnipresente capaz de controlar las vidas de los demás tiene más fuerza que la de un Hermano Mayor. La novela de Orwell, con los años (recordemos que se escribió en 1948, de ahí que el autor eligiera simplemente invertir los dígitos para dar idea de futuro), fue incrementando su leyenda de profética, al augurar una sociedad que busca un pensamiento único y con una neolengua (¿qué es, si no, el inglés?) con un léxico que acaba imponiéndose al de los demás idiomas. Qué sí, que ya vuelvo a la tele, pero antes quiero insistir en esa idea, en la de la grandilocuencia que emana de una idea como la de “Gran hermano” (que suena casi a dictatorial) ante otra como “Hermano mayor” (que se acerca más a un sentido protector, de cercanía).
Ahora sí, retomamos el hilo televisivo y al más puro estilo McGuffin hitchcockiano, o sea, lanzar un señuelo en el guión para derivar hacia otro foco de atención:
no sé si es resultado de una de esas extrañas coincidencias o paradojas de la tele, pero el caso es que en la programación conviven actualmente un espacio llamado Gran Hermano (Tele 5) y otro, claro, Hermano mayor (Cuatro). El primero, barriobajero, soez, cutre, basado en mostrar (exhibir) la vida de un grupo de aspirantes a famosillos casposos, narrar como pasan del sofá a la cama mientras se lanzan improperios, sueltan lágrimas de cocodrilo o enseñan algo de cacho para aspirar a ser portada de Interviú o, al menos, pasear palmito (y sacar buena tajada por ello) por platós de la
cadena amiga y, lo peor de todo, por discotecas de esas de carpa y cubata de garrafón. Si, además, queremos preservar la memoria de Orwell como lo que fue (un gran escritor), ese uso del Gran Hermano para un
reality (aunque cada vez hace más tufillo a preparado, guionizado y calculado al milímetro) es de juzgado de guardia. De hecho, dudo que nadie vinculado a “esa cosa” tenga la más mínima idea que, en el libro, esas dos palabras simbolizan la tiranía y el lavado de cerebros, aunque bien mirado, tampoco está tan lejos del artefacto de la tele de los horrores por excelencia. La Milà acaba ejerciendo ese papel dictatorial y empapado de paternalismo barato, rodeada de un grupo de personajes ligeros de cascos.
Pero vayamos ya a Hermano mayor, una de las más agradables sorpresas televisivas de los últimos años, en una oferta plagada de bodrios insufribles. Alguien dirá que el programa no es más que una evolución de
Supernanny. Pero para mí, es mucho mejor, ya que
Supernanny intentaba vendernos algo más científico, basado en
fundamentos pedagógicos y con una conductora, Rocío Ramos-Paúl, que se presenta como psicóloga especializada en niños, pero que acababa, prácticamente, haciendo caso omiso a esos mismos niños y dando cuatro recetas, casi siempre las mismas, basadas en el refuerzo positivo y el negativo.
Hermano mayor, en cambio, no tiene al frente a nadie con un título rimbombante convertido en una especie de espectador ajeno a lo que está ocurriendo. Nada de eso.
Hermano mayor acaba de estrenar su segunda temporada (los viernes en Cuatro, a las 21,30) y repite la fórmula de abordar casos de chicos con vidas al límite, normalmente relacionados con el consumo de drogas, con una actitud violenta hacia su entorno y, lo peor de todo, hacia ellos mismos, en una carrera autodestructiva a tumba abierta.
El encargado de interactuar (ahí está la diferencia con Supernanny) es Pedro García Aguado, también conocido como Toto), con más de 500 partidos a sus espaldas con la selección española de waterpolo, con la que ganó el oro olímpico en Atlanta (1996) y se proclamó campeón del mundo un par de años después. Él mismo, en cambio, no se define ni como medallista olímpico, ni como deportista de élite, ni tan sólo como consultor (a lo que se dedica actualmente en un centro y visitando escuelas). Él, en más de una ocasión, dice que se considera “un adicto en proceso de recuperación”, ya que mientras sonreía a cámara con alguna medalla colgada al cuello, rodeado por la que se definió como la
generación de oro del deporte español (entre ellos, también estaba su amigo del alma, el portero Jesús Rollán, fallecido hace casi cuatro años, después de adentrarse en una espiral autodestructiva por culpa de las drogas) y aplaudido por miles de personas, su cabeza sólo pensaba en el alcohol, la droga y la fiesta nocturna. Vivió al límite, y después de tocar el cielo deportivo, bajó al peor de los infiernos y tuvo que ingresar en una clínica de desintoxicación. Rollán no pudo, pero Toto salió de esa ciénaga y, desde entonces, ha querido transmitir su experiencia a chicos que empiezan a andar por su mismo camino. El mismo Toto ha narrado en más de una ocasión que durante la entrega de medallas en Atlanta, si alguien se fija en su rostro verá que está ausente, lejos de esa piscina, pensando más en el alcohol y la fiesta que le esperaban al cabo de unas pocas horas.
El programa, de acuerdo, utiliza técnicas parecidas a las de otros
realities, como puede ser la repetición a cámara lenta de algunos momentos de agresividad de los chavales, pero se trata de algo muy lícito, ya que el fondo de cada capítulo es otro. Toto acompaña, aconseja, abraza, grita, busca una reacción y enfrenta a cada uno de los chicos con sus propios fantasmas, los de la droga, la violencia y la, a menudo, automarginación. Toto no mira a cámara sentando cátedra con una solución, una receta para tratar a ese chico. No. Toto interactúa con él (o con ella), le brinda la posibilidad de reflexionar sobre su vida, con terapias de choque que pasan por llevar al chaval a un ring de boxeo (y allí descargar su rabia incluso sobre el mismo Toto) o llevarle a un centro de rehabilitación de toxicómanos, donde conocer de
primera mano (más allá de la de la misma experiencia del conductor del programa) como será su futuro si sigue flirteando con los porros o la cocaína. En ese momento,
Toto se convierte en una especie de fantasma del futuro (al más puro estilo del Cuento de Navidad), que quiere regalar lo más difícil de conseguir: una segunda oportunidad. Toto (y todo su equipo, claro) manejan cada caso con respeto, con autoridad y con la suficiente habilidad para tratar con gravísimos conflictos y encontronazos personales, familiares y sociales.
El día a día de esos chicos es un retrato crudo, directo, un derechazo en el hígado que nos muestra parte de la realidad de nuestras calles, de nuestros barrios. Así,
mientras la Milá experimenta con sus ratoncitos y los Cantizano y Jorge Javier de turno se frotan las manos con los beneficios que les reportará la basura que salpique Gran Hermano, los del espacio de Cuatro (sin renunciar a buscar buenas audiencias, ojo, que hablamos de televisión en horario de prime time) se adentran en un terreno muy pantanoso, y lo hacen con respeto.
Hay quien critica que los casos se abren pero no se cierran, pero la pretensión de Toto no es la de extender una receta de terapeuta, y sí la de acompañar y provocar una reacción y una salida como la que él consiguió. En cada caso nunca sabemos (ni sabremos) si ese chico adicto al hachís, violento con sus padres e incapaz de mantener más de dos días un trabajo acabará sus días como el pobre Rollán, pero su amigo Toto, al menos, habrá intentado que no sea así.
Otras voces críticas exponen que la propuesta de Cuatro no es más que la confirmación del fracaso de las recetas de Supernanny. Es decir, los niños insufribles que aparecían en el programa de Ramos-Paúl ahora son esos jóvenes al borde del abismo, con unos padres igual de perplejos y desorientados.
Pero, repito, mientras la psicóloga llenaba la casa de cartulinas con horarios y hablaba a los padres casi sin mirar a los niños, Toto coge a esos jóvenes por el cuello (a veces, literalmente) y les enfrenta a una palabra que deben aplicar tanto a su familia como a ellos mismos: respeto.
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