En aquella sala estaba viendo personas de diferentes nacionalidades y le recordó que medio mundo vive en pobreza. A sus años echaba en falta el testimonio de haber servido a algún desconocido, de haber ayudado al necesitado, en definitiva de haber amado al prójimo. Se reprochaba llegar a las puertas de la muerte sin ver la sonrisa de alguien a quien hubiera servido desinteresadamente.
- Se lo puedo decir más fuerte pero no más claro. Se oía detrás de la única mesa de la sala de Servicio al Ciudadano. Por el color de la piel del que escuchaba cabía suponer que entendería bien poco, aún en alta voz.
Saliendo de aquella oficina el abuelo debía hacer en esa mañana unas compras y después preparar la comida para él y para su hijo que trabajaba en un taller de discapacitados. Criar cinco hijos no había sido fácil. Empleado y pluriempleado le pasaron los años como un suspiro. La grave enfermedad de su esposa le ocupó y preocupó ocho largos años desde su jubilación.
Allí sentado pensaba si su vida podría haber sido diferente o ya estaba todo escrito, porque su antiguo anhelo no era solo servir a la familia, eso no dejaba de ser una acción egoísta. Aunque a decir verdad, cada vez le era más difícil atender a su hijo retrasado, él ya era muy mayor y sus progresos imposibles.
Había oído que se podía beneficiar de la ley de Dependencia y allí estaba para informarse y solicitarla por su hijo. El tono desagradable de la funcionaria seguía siendo el mismo fuera cual fuera el color de los usuarios.
Por fin le tocó el turno al abuelo. Lo primero que le dijo la enojosa mujer fue que esperase sentado mientras iba a almorzar. El abuelo aguantó paciente los ¾ de hora que tardó en volver saciada pero no contenta. Preguntó al abuelo que quería.
- Vengo para solicitar la ayuda de dependencia por mi hijo al que atiendo?, dijo el anciano.
- ¿Quién le ha dicho que había de pasar por aquí? replicó molesta.
- Una vecina? contestó él.
- Pues dígale a su vecina que no vaya mal informando a la gente. Lo único que consigue es que perdamos el tiempo tontamente ustedes y nosotros? reprendió ella?, tiene que pedir hora a la trabajadora social.
- Pero, ¿por qué no me lo ha dicho antes de irse a desayunar? protestó el anciano.
- Oiga, el desocupado es usted, algo tiene que hacer para matar el tiempo de su jubilación, ¿no le parece? espetó la desagradable funcionaria.
El abuelo sabía que debía protestar y defenderse de aquel maltrato. Sus canas merecían mayor consideración. Pero calló, de nuevo fue amable, se despidió deseándole un buen día. Incluso dibujó una sonrisa en su rostro al ponerse en pie. Ese gesto tan natural en algunos ancianos y que nos parece que no les cuesta nada. Ella no reparó en ese detalle.
Nada más salir de la oficina de Servicio al Ciudadano olvidó el descaro de aquella mujer, y mucho más su mansa reacción. Después de comprar, aún seguía recordando el bien que no hizo, por hacer el obligado bien. Y es que este abuelo padecía una enfermedad de reciente catalogación, muy común en personas de avanzada edad: les afecta a la memoria, olvidando lo mucho y bueno que han aportado a la vida.
Hagamos entre todos que recuerden.
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