Siempre pensé que el fondo de armario era esa parte donde encajar camisetas de deporte, las de los conciertos (en todos acabo comprando una, puro frikismo y falta de criterio) o esos jerséis Privata del 89 (del año 1989, me refiero) que uno se resiste siempre a tirar porque, “fíjate si era bueno”, digo cuando me cuestionan su presencia, “que no tiene ni una bola”. Supongo que, en el fondo, son estrategias para no tener que pasear por un Zara, un Massimo Dutti o algún outlet más fashion y, algo peor, tener que ¡probarme ropa! en esos claustrofóbicos y angustiosos cambiadores, cápsulas del terror donde, más que probar, te peleas con perchas, etiquetas y unos extraños dispositivos de plástico para que no se te ocurra llevarte nada sin permiso.
Pero resulta que todo buen consumidor debe tener su fondo de armario, ese guardarropa básico con el que atender distintas necesidades de vestuario según el compromiso al que asistir, ya sea familiar, social o laboral. Lo admito, soy el primero en disfrazarme con corbata y camisa planchada si tengo que entrevistar a un directivo de una multinacional, pero después vuelvo a mi universo
uninacional y esa camiseta de Tom Waits vuelve sin remisión. Pero vuelvo a lo del fondo de armario: resulta que todo buen estilista nos recomienda contar con prendas básicas para hacer las combinaciones necesarias para todo eso de los compromisos. Dicho en otras palabras, que tengas, al menos, un traje, tejanos sin descosidos, camisetas blancas y camisas sin los puños llenos de rozaduras. Para eso, pues, nació el señor Amancio
Ortega, para llenar las calles principales de nuestras ciudades de espectaculares tiendas donde poder llenar ese fondo de una forma rápida e indolora.
Alguien se preguntará: ¿Y todo esto, qué tiene que ver con la televisión? Pues tiene, tiene. Soy el primero en reconocer que mi colección privada de ropa (decir “mi armario” suena cutre) ha contado con alguna chaqueta a lo
Starsky & Hutch, alguna camiseta a lo
Miami Vice o alguna otra estampada con mitos de la talla de la rana Gustavo o el conde Draco, pero ahora me entero que ha nacido una empresa llamada El Armario de la Tele (ellos mismos apuestan por el nombre EAT, siguiendo la tónica televisiva actual de DEC, GH, SLQH,…). Nada en contra hacia esa iniciativa (perpetrada por gente de empresas varias y un bufete de márketing y un diseñador gráfico), pero querer convertir la televisión en un gran escaparate, en un escaparate permanente, dista mucho de lo que debería ser el medio.
Los de EAT lo tienen claro, y quieren aprovechar el tirón de los actores (bueno, dejémoslo en “los que salen”) de Física o Química o de presentadores como Patricia Conde, el gran Wyoming o Paula Vázquez. Encontrar ese vestido que da tan bien en pantalla o seguir el estilo de ese colaborador tan ingenioso y que tantas sonrisa nos arranca es el leit motiv de EAT, que permite comprar algunas de esas piezas, aunque la oferta va mucho más allá, incluyendo hasta un mercadillo de ropa utilizada realmente en TV (EAT habla del “ropa de segunda mano con el glamour de haber estado en los platós televisivos”) o una subasta de piezas que se consideren de culto (¿una blusa de Belén Esteban? ¿un pantalón de Jorge Javier Vázquez? ¡Buf!). No voy a insistir en la necesidad de ver la tele con un equilibrio entre entretenimiento, información y hasta espíritu crítico, pero hacerlo pendientes de la falda que va a lucir Pilar Rubio (que, por cierto, se ha (trans)fugado a Tele 5, ¡snif!), pues no le acabo de ver la gracia, la verdad. De momento, El Armario de la Tele tiene acuerdos con una veintena de programas de la Sexta (como
Sé lo que hicisteis), de Antena 3 (
El Internado) o Cuatro (
Fama), aunque está en conversaciones para ampliar su particular parrilla. Hace
años, Emilio Aragón ya nos enseñó cómo vender cartones de leche, de mayonesa o pasta de sobre con el simple truco de colocar esos productos encarados hacia el público en la cocina de la Juani. Márketing directo. Ahora, el espectador ávido de parecerse a refulgentes personajes de la tele, podrá dedicar su tiempo catódico a decidir si ese jersey tan mono que pasean los habitantes de otro de los
grandes hermanos (hay varios) encubiertos de la tele (
Fama) lo puede tener en su fondo de armario en apenas 48 horas.
Y repito, no deja de ser un negocio más. Y repito, nada que objetar a eso. Lo que no acabo de asumir es que el espectador sea, cada vez más, visto como un cliente, como un comprador, como un par de ojos sin cerebro pero con tarjeta de crédito. A partir de mañana, estaré atento por la calle, a ver si me cruzo con alguien con una camiseta de Miqui Nadal, de Patricia Conde o de Ángel Martín (los tres de
Sé lo que hicisteis, vaya). Más que nada, porque es el único programa que suelo ver de los que el armario este tiene en nómina. Eso sí, si algún día subastan las botas de J.R.Ewing o la cuchara doblada por Uri Geller, igual cambio de opinión.
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