Con mi mujer y mi hijo (tranquilos todos, no amenazo con ningún pase-encerrona de diapositivas)
hemos pasado estos cuatro meses en Guinea Ecuatorial, en el corazón de África, trabajando en un proyecto de formación de profesorado en una escuela de la Misión Bautista (otra vez tranquilos, no voy a lanzar discurso solidario).
Y allí, en el corazón del país, en una zona rodeada de selva, sin agua corriente, con restricciones de luz…y sin televisor. Lo de la tele suena a reto. Y lo es. La costumbre de encender el aparato para romper incomodidades, aburrimientos y ganas de no pensar o trabajar más es un recurso habitual en nuestras vidas, reconozcámoslo.
¿Qué hacemos un domingo por la tarde, después de comer y antes de afrontar las que dicen que son las horas más deprimentes de la semana? Ponemos la tele, a ver si echan alguna peli facilona de Robin Williams para pasar el rato. ¿Qué hacemos un día cualquiera de la semana, por la noche, cuando los niños duermen, los vecinos callan y las obras de enfrente ya no retumban? Alguno contestará que ponerse a leer un libro de apologética, de acuerdo, pero yo suelo optar por seguir alguna serie (que las hay muy buenas, que conste) o los resúmenes de mi equipo de fútbol (el Pep Team nos está acostumbrando muy mal) y dejarme mecer por esos efluvios tan relajantes que inducen al sueño.
No voy a caer en el discurso
neohippy sobre la necesidad de vivir sin televisor. Pero sí que quiero constatar que se puede. Y se está muy bien, la verdad. El problema, pues, no radica en el aparato en sí, sino en sus contenidos. Lo que más me ha deprimido al volver ha sido confirmar el descenso en picado a la telebasura más cutre que nuestro país está sufriendo desde la irrupción de las cadenas privadas (allá por el año 1990), y que se ha reforzado con la llegada de la gran-mega-chachi-revolución de la televisión digital, o sea, la TDT.
En su día ya hablé en esta columna sobre el gran engaño del tema (
La TDT, ese engendro, 5 de julio de 2009), pero los cuatro meses de paréntesis, de descanso catódico, de desconexión total con los medios de comunicación (todo periodista debería hacerlo) me llegaron a hacer pensar que al volver quizá se hubiera producido un cataclismo, una verdadera revolución. Pero no, Belén Esteban sigue ahí (bueno, dicen que es ella, pero yo sólo veo a una clon de Ana Obregón con unos labios después de haber pasado una tarde con Mike Tyson), los engominados intereconómicos siguen tuneando los platós (y los comentarios) de la forma más casposa que pueden y la teletienda y los “concursos” estafa siguen campando, impunemente, a sus anchas. Y luego dicen que la TDT ha sido un avance. Un avance fue el belcro para para las zapatillas de los niños, el bocata de aceitunas con anchoas, el reloj con calculadora Casio o los imanes para nevera, pero no la TDT.
Desde que regresamos he empezado a superar una especie de adicción extraña que tenía a las noticias, a estar informado, a tener que leer varios periódicos al día. En la primera semana en casa (con el televisor allí, llamándome con sus cantos de sirena) no he visto un solo
informativo entero (!!) ni he comprado ningún periódico, además de no haberme adentrado (no demasiado, vaya) en la jungla cibernética para saber qué está pasando por el mundo. Y creo que soy algo más feliz.
Me he zambullido más en la literatura (acabo de descubrir a Alfons Cervera, aviso), aunque tampoco he renunciado al 100% a apalancarme ante la pantalla de marras, que tampoco se trata de vender la imagen de un eremita contrario a las tecnologías. Lo que sí he ido confirmando con el paso del tiempo es un mayor distanciamiento con la dictadura de esas tecnologías: algunos dirán que eso es demagógico. Puede ser, pero no veo nada de libertad en alguien enganchado a su iPhone cada cinco minutos, preocupado por si algún día puede realizar la compra desde un ordenador conectado a la nevera (lo he oído, lo juro), obsesionado con tener un resumen matinal de catorce periódicos o dedicado a ver si le han mandado e-mails varias veces al día.
Soy y seré un aficionado a internet, a la prensa, a la televisión y a la radio, pero espero no ser nunca un adicto ni volver a sentir esa sensación de no poder llegar a todo (la he tenido) lo que se me ofrece. El exceso abruma (la escasez también aísla, lo admito), pero el equilibrio pasa por saber estar unos días sin tele (y volver a ella voluntariamente y con un objetivo definido) o, simplemente, adentrándose en esa pila de libros pendientes que siempre está ahí, agazapada como un gato joven, con la mirada puesta en tu conciencia día tras día. Lo he decidido: hoy continúo con el desenganche televisivo. Bueno, mañana, que hoy es miércoles y dan
Muchachada Nuí.
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