Noé nos es presentado en una introducción que lo conecta con la historia de la creación: “Comenzamos por el final, porque habría podido ser el final no sólo de un episodio, sino de la Historia: si el universo había devenido casi silencioso, si el apocalipsis fue alguna vez casi una realidad, fue justamente en este momento, al comienzo del mundo, en el ciento setenta aniversario de la vida de Noé” (p. 12). El inicio mismo del cosmos es una gran contradicción: el creador está al borde de la desolación por verlo no como hubiera deseado. La vertiente ecologista, que inevitablemente viene a la mente al leer estas líneas, aparece como un telón de fondo de la existencia de un personaje legendario cuya fe es celebrada por el texto bíblico.
El texto del Génesis, dice Wiesel, tiene “un tono desengañado”. La creación estuvo en peligro cuando Yahvé se arrepintió de haberla llevado a cabio, cuando, en su soledad misteriosa y majestuosa reflexiona sobre los alcances y limitaciones de aquello que ha salido de sus manos: “Dios no tiene ninguna intención de revocar la orden que se ha dado a sí mismo”. (
Ídem). Lo único que podría cambiar las cosas sería la conversión humana. El mundo
ya vivía en decadencia desde entonces y la pregunta sobre la presencia de la justicia en el mundo recaía en la posibilidad de que una sola persona la practicase. Es Noé, por supuesto.
Estos extremos narrativos, tan pocas veces tomados en serio por muchos estudiosos, llevan a Wiesel a subrayar el realismo del texto, que parece, dice, un informe científico. Después de Caín, Dios está a punto de acabar con la humanidad que ha seguido sus pasos. Los sentimientos de Dios salen a flote al contemplar lo que ha pasado con el mundo: “En este momento de la Historia, otra tristeza, una tristeza diferente, aparece en la Escritura: la que refleja la tristeza cósmica, la tristeza del Señor” (p. 15). ¿Un Dios
triste, consumido por lo que está a punto de realizar? Raras veces puede leerse algo así. El autor supera los acercamientos dogmáticos (tan criticados por gente como Harold Bloom y Jack Miles) y plantea las sensaciones del Creador desde su lado más oscuro.
Pero Wiesel también profundiza en los sentimientos de Noé: lo ve como un ser mesiánico, aislado en su obediencia de los mandatos divinos: “Noé, un desconocido, surge de las profundidades de la memoria colectiva de la humanidad pecadora para salvarla del aniquilamiento” (p. 16). Y lo ve también como un hombre justo y práctico que obedece las increíbles instrucciones divinas para salvar al mundo, a
su mundo. “Dos sentimientos lo dominaban: la cólera y el agradecimiento. […] El superviviente se distingue en él por su don, más que por su amargura. […] Superviviente de una catástrofe cósmica, no es dichoso. ¿Cómo podría serlo? Atormentado, traumatizado por los recuerdos de enormes horrores, huye entre el sueño y los sueños. Y en la embriaguez” (pp. 28, 29).
Noé, ya salvado, interroga a Dios, en el Midrás, y le pregunta sobre su misericordia. Dios le responde que lo halló justo para que se preocupara e intercediera por la humanidad amenazada. El superviviente, en efecto, cambió: se sintió con la fuerza espiritual para interpelar a Dios y, después, dar continuidad a la vida que estuvo cerca de desaparecer para siempre. De acuerdo con el Talmud, se había negado a tener hijos, pero trae inocentes al mundo recuperado: “Es un superviviente activo, enérgico, que intenta edificar un reino sobre las ruinas de una aventura frustrada” (p. 23). Noé demostró su verdadero valor durante el trance mismo del Diluvio, en la obediencia que lo llevó hacia la práctica y la organización. Se hará más caritativo y enérgico que nunca y tendrá que enfrentar la enorme empresa que Dios le ha encargado. La observación teológica de Wiesel es casi anatómica: “Sombra de la sombra de Dios, Noé sigue a Dios, sólo a Dios. Cierto que sus relaciones con el prójimo han cambiado, pero no su relación consigo mismo. […] Ante dios, Noé sigue siendo el mismo. Obediente como antes. Servidor del Señor como antes” (p. 27).
Esta lectura de la obediencia de Noé, acompañada de una observación concienzuda de sus reacciones ante Dios y el resto de la humanidad rompe también con las miradas convencionales que hacen del patriarca un personaje plano, sin sustancia. Wiesel destaca los rasgos esenciales de su fe y esboza un panorama que le servirá para ahondar en la vida de los demás personajes que ha seleccionado. Con todo, la paradoja vive instalada en la historia humana y Dios no escapa a ella. Le dice a Noé, según el Midrás: “¿Crees que me gusta ganar batallas? Cuando gano, pierdo; cuando pierdo, gano. ¿No he perdido ganando contra la generación del Diluvio?, ¿no he perdido el mundo que Yo mismo había creado?” (p. 29).
El retrato de Noé y su labor concluye con la observación de que, a diferencia de Abraham, Noé ha sufrido sin protestar. Evocar a Abraham, subraya, “nos hará partícipes de su pasión, de su fuego, de su animosa generosidad, de su fidelidad, en una palabra, de su rebelión sagrada en nombre de un poder que le sobrepasa, que nos sobrepasa todavía y que nos permite vivir. Y esperar” (p. 30). No obstante, Wiesel no se ocupará directamente de Abraham, sino de Sara y Agar…
| Artículos anteriores de esta serie: | |
| | | | |
| 1 | | Wiesel, el celebrante judío | |
Si quieres comentar o