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Actos de abrumadora belleza

Por qué la literatura cristiana no existe (III)

Hay un documental, que no sé dónde se puede conseguir ni dónde se puede ver (pero si pueden, véanlo) que se llama Man on Wire, que relata parte de la vida del equilibrista Philippe Petit, que en 1974 se las ingenió para cruzar andando, sobre un cable de acero, de una azotea a otra las dos Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York. El documental se llevó un Oscar en 2008, y es impresiona
EL ALMA DEL PAPEL AUTOR Noa Alarcón Melchor 09 DE ENERO DE 2010 23:00 h

El día que vi el documental había caído sin ganas en el sofá, y la pereza hizo que me quedara. Me perdí el principio, un poco ausente, pero poco a poco me fui enganchando a la historia. Todo el tiempo me venía a la cabeza que aquello debía ser el invento de un abrumado cuentista, porque no me sonaba de nada. Pero entonces aparecieron las fotos de archivo, las viejas grabaciones, los documentos, los testimonios, y comprendí que Petit y su compañía, todos locos e insensatos, de verdad que habían hecho aquel esfuerzo sobrehumano, jugándose el cuello, y habían montado el tinglado más grande de la historia para realizar un acto absolutamente carente de sentido.

Petit, casi al final del documental, contaba la experiencia de ser capturado por la policía de Nueva York, ser llevado a aquella comisaria y que un comisario con pocas buenas intenciones le preguntara una y otra vez “por qué”. Y Petit se quejaba: “les he regalado”, decía, “un acto de absoluta y abrumadora belleza, y esta gente sólo es capaz de preguntar el por qué”.

Como los pragmáticos americanos, cuando desde las iglesias nos hemos sentado a apoyar, o no, ciertas representaciones artísticas que han salido de nuestros bancos, siempre hemos preguntado lo mismo, una y otra vez: por qué, para qué. Y al igual que los pragmáticos americanos, no hemos caído en la cuenta de que hemos desterrado de nuestras cotidianidades los actos de absoluta y genuina belleza. Tal vez mantengamos lo “bonito” y lo “agradable”, e incluso lo “hermoso”. Pero la Belleza, en sí misma, esa cualidad divina que se nos otorgó al ser creados a Su Imagen, esa la hemos desterrado igual que los inquisidores medievales desterraron la misericordia de Dios de sus almas para combatir en nombre de Dios.

Es comprensible, que habiendo rechazado la labor vivificadora del Arte (no digo en nuestras vidas de cristianos, sino en nuestras vidas en general), hayamos rechazado con ello también la búsqueda de la belleza que el Arte promueve. Es comprensible, porque del esfuerzo de huir de las garras de esta llamada posmodernidad que nos envuelve, hemos acabado en sus brazos sin darnos cuenta. Buscando evitar la pérdida de valores, hemos perdido uno de los más importantes.

En las últimas décadas se ha intensificado tanto el culto a la belleza que nos hemos acabado creyendo que podemos deshacernos de todas sus representaciones y quedar inmunes. Es cierto que, como dicen las películas de Disney, hay que mirar en el interior, que eso es lo que a Dios le ocupa y le preocupa, que la belleza física o la belleza de los objetos no tienen, en realidad, significado alguno. Y también creo que envilecerse por ese tipo de belleza es un pecado que ofende a Dios. Pero no es la única belleza posible. Existe, además, la belleza de Dante cuando describe el Infierno y el Paraíso, esa belleza apocalíptica de las visiones de Ezequiel, la belleza de los rostros iluminados de los retratos de Rembrandt.

Existe la belleza de los lugares santos. Como protestantes, nos sentimos orgullosos de sentir, entender y vivir que Dios no está en los lugares sagrados, sino en el lugar, cualquiera que sea, donde algunos se reúnan en su nombre. Pero de desacralizar los lugares, hemos pasado a quitarles su valor. Ocurrió en la Catedral de Santa María del Mar, en Barcelona, aún atestada de turistas (especie conocida comúnmente como guiris). Llovía tantísimo afuera que nos refugiamos allí dentro en medio de una misa. Ni los curas, ni los cantos, ni nada de eso impresionaba mucho (no a alguien con una sólida educación protestante), sino el lugar en sí: allí dentro, en medio de las luces tenues, los cirios de colores, las paredes altas hasta el cielo, y picudos arcos góticos, casi carentes de decoración, con el sonido amortiguado de los truenos de fuera y la seguridad de piedra de allí dentro, no pudimos evitar emocionarnos al pensar que, fuera como fuese, alguien diseñó y construyó aquel lugar porque era su manera de hacer la realidad omnipotente de Dios más alcanzable. Aquel lugar estaba levantado en honor a Dios, al menos en teoría, pretendiendo buscar sus atributos por medio de la arquitectura. Y lo consiguieron: no es que fuera un lugar santo, es que lo parecía, estaba hecho para que los que entrasen allí dentro glorificasen a Dios. Podemos mirarlo como mero diseño, Historia del Arte, o como sea. Pero no podemos desprender de la obra su sentido primigenio. Esa catedral está hecha con esmero y dedicación, buscando emular la belleza de Dios en los elementos naturales, en las piedras, los vidrios, los espacios.

¿Dónde hemos dejado la belleza en nuestra común poética cristiana? En pos de lo servil, de lo pragmático, como aquellos americanos que preguntaban el por qué, hemos sacrificado uno de los atributos de Dios en manos de la practicidad.

Cuando se habla de actos de abrumadora belleza, de esos que le dan sentido al adjetivo “humano”, siempre me viene a la mente ese episodio del Evangelio de Juan, cuando María derrama el perfume sobre los pies de Jesús y los discípulos se quejan de que podría haber dado ese dinero a los pobres. Y Jesús les reprocha: “a los pobres los tendréis siempre con vosotros”. Y parece que de repente Jesús se nos había vuelto frívolo, cuando, en realidad, nos estaba enseñando, a su manera, que los actos de absoluta y abrumadora belleza, como aquel del momento de enjuagar sus pies con el perfume, aquel momento simbólico e íntimo de una María que adoraba a su Señor, también tenían sentido y cabida en su Reino.


Artículos anteriores de esta serie:
 1Libertad creativa 
 2Haciendo amigos 

 

 


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