Nacido en Rumania en 1928, y luego de estudiar filosofía y literatura en Francia, se trasladó a Estados Unidos, adonde ha publicado una gran cantidad de libros, entre los que figuran
La noche (1958),
El alba (1960) y
El día (1961), trilogía sobre el holocausto,
Un mendigo en Jerusalén (1970),
El juramento (1973),
El testamento (1981),
Contra la melancolía (1996), y sus memorias,
Todos los torrentes van hacia el mar (1996),
Y el mar nunca se llena (1999). En sus obras ha recurrido al jasidismo y la mística judía para afrontar la desesperación y el horror. El presidente estadounidense James Carter lo puso al frente de una comisión sobre el holocausto. Después de que ganó el premio Nobel redobló sus esfuerzos a favor de los derechos humanos y la tolerancia a través de un ejercicio persistente de la memoria y estableció una fundación que lleva su nombre.
En el medio evangélico latinoamericano, donde lo judío produce una fascinación rayana en lo patológico (baste con observar la obsesión por los atuendos sacerdotales y el tabernáculo del desierto), acercarse a pensadores de la talla de Wiesel, quien como antes Martin Buber, Abraham Heschel o André Neher ha expuesto aspectos esenciales de la fe bíblica, resulta sumamente refrescante y aleccionador, pues buena parte de las comunidades evangélicas “consumen” una suerte de caricatura del ambiente y la cultura judías. No puede haber mejor acompañamiento que el de autores cuya calidad literaria y religiosa es indiscutible. En 1983, el teólogo Robert MacAfee Brown escribió el libro
Elie Wiesel: mensajero a toda la humanidad, un análisis de sus escritos que dimensiona muy bien los alcances de la reflexión sobre el holocausto, una causa que en ocasiones es defendida muy superficialmente.
Particularmente estremecedora es esta cita de
La noche: “Nunca olvidaré esa noche, la primera noche en el campo, la cual convirtió mi vida en una larga noche, siete veces maldecida y siete veces sellada. Nunca olvidaré aquel humo. Nunca olvidaré las caras pequeñas de los niños, cuyos cuerpos vi convertirse en espiral de humo bajo un silencioso cielo azul. Nunca olvidaré estas llamas que consumieron para siempre mi fe. Nunca olvidaré ese silencio nocturno el cual me privó, para toda la eternidad, del deseo de vivir. Nunca olvidaré aquellos momentos en los cuales asesinaron a mi Dios y mi alma y convirtieron mis sueños en polvo. Nunca olvidaré estas cosas, aunque esté condenado a vivir tanto como Dios mismo. Nunca”.
Como en Celebración bíblica, Wiesel intenta nuevamente actualizar la tradición, por medio de una lectura profunda de varios personajes del Antiguo Testamento, para lo cual no se asume como historiador ni exegeta, sino como un lector atento y sensible. Wiesel narra con nueva voz algunas leyendas e historias bíblicas que, escribe en aquel libro, “nos afectan a todos, pues nos afecta tanto la historia del primer homicida como la de su primera víctima, y no tenemos más que releerlas para darnos cuenta de una cosa: son de actualidad sorprendente”.
La introducción expone las razones para escribir un libro así: “Personaje fascinante en varios aspectos, el profeta o la profetisa (la profecía no está reservada al varón) es un ser profundamente humano consciente de su debilidad, incluso de su incompetencia ante la tarea que debe cumplir. […] Eternamente aplastado, prisionero entre dos fuerzas, no conoce un momento de respiro. Mezclándose en los asuntos del Estado y de la sociedad, sin temer a nada ni a nadie, es perseguido tanto por el cielo como por el pueblo” (p. 9). Este retrato apasionado del profeta encarna a través del extraordinario y sensible repaso de 18 personajes antiguos: desde Noé hasta Ester, pasando por Sara y Agar, Moisés, Miriam, Jefté, Sansón, Elías, Jonás, Jeremías y Ezequiel.
Fruto de conferencias presentadas sobre todo en Francia y Estados Unidos, Wiesel anuncia su intención de que cada texto ayude a conocer mejor y escuchar a los personajes escogidos. “En cada capítulo plantearemos preguntas. Preguntas turbadoras, estimulantes —¿no lo son todas siempre?— que nos proponemos explorar, tal como lo hacemos desde que intentamos perfeccionar por el estudio el arte de preguntar” (p. 11). Líneas más adelante, invita a entrar a su libro de una manera muy peculiar, al mismo tiempo que subraya su método, siempre acorde con el ejercicio intenso de la memoria: “Entramos en el estudio como se entra en la oración: con un sentimiento de gratitud y también de exaltación. Porque allí, en el interior de las páginas amarillentas por el paso del tiempo, nuestra búsqueda nos pone en presencia de amigos conocidos o desconocidos que, también ellos, buscan comprender, conocer, trascender el tiempo o, al menos, la percepción del tiempo” (p. 12).
Acompañémoslo, pues, en esta peregrinación espiritual e inevitablemente teológica.
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