En esas estaba cuando se encontró con Jesús. Le impactó tanto que aceptó el trato, reconoció que necesitaba el perdón, que creyendo en él podía salvarse de todo aquello que le condenaba el presente; y comenzó a ir los domingos a la iglesia. Se hizo popular enseguida en su congregación porque era un hombre muy dicharachero. Y siempre estaba alerta, siempre pendiente, siempre aprendiendo y siempre preguntando. Había leído que no bastaba con ser un buen profesional, además, tenía que hacer su trabajo
como para el Señor; pero él, sin saber muy bien cómo hacerlo, empezó a preguntar y le hicieron llegar a algunas extrañas conclusiones.
Algunos decían que su obligación era evangelizar en las casas en las que prestaba sus servicios. Y Manuel pensaba que esa era una tarea complicada: ¿cómo llevar la conversación desde “usted tiene una cañería taponada” a “usted puede tener salvación eterna” sin resultar forzado?
Otros le decían que la única manera de servir al Señor con su trabajo era trabajar gratis para sus hermanos. Eso tampoco le pareció una buena idea porque, al fin y al cabo, Manuel también debía ganarse la vida, y si sus hermanos de la iglesia de enteraban de que iba a trabajar gratis, él empezaría a perder tiempo en trabajo sin fruto. Hubo otros que le dijeron que no se esforzara, que los únicos trabajos que honran al Señor son los de misionero, pastor, o voluntario. O, tal vez, un médico que se vaya a África.
Por lo demás, debía emplear toda su energía en servir a la iglesia con las labores de los domingos y, por supuesto, arreglar la fontanería del edificio de la iglesia de forma gratuita. A Manuel no le importaba colaborar con lo que fuera, pero le dolía darse cuenta de que su profesión le servía de poco a Dios.
El dilema del fontanero cristiano es también el dilema del bombero cristiano, o del camarero cristiano, o del administrativo cristiano. En todas las profesiones posibles siempre hay un punto de inflexión en el que cada cual se pregunta qué debe hacer para que su trabajo diario pueda ser de bendición para alguien, y cada cual lo resuelve más o menos a su manera: algunos simplemente ignoran esa posibilidad, otros se obsesionan.
Pero cuando nos metemos en el terreno de las artes la cosa se pone aún más difícil.
Aunque el Arte (literatura, música, escultura, pintura, danza, cine y hacer maquetas de trenes, también) es uno de los motores de la Humanidad (y no me refiero a Humanidad como hombres, sino a la Humanidad que nos proporciona los valores y sentimientos que adquirimos en nuestra creación), y a pesar de que el Arte ha sido el medio que ha utilizado Dios para revelarse a los hombres, y
a pesar de que el Arte fue uno de los medios que hizo que la Reforma Protestante tomara fuerza y se expandiera, ha quedado relegado a un rinconcito de las iglesias en las que “hace bonito” y no molesta mientras no incordie. Por esa razón (y he aquí el momento en que voy haciendo amigos) hay tantísima literatura supuestamente cristiana de tan malísima calidad, porque se ha hecho sin tomar en cuenta la parte subversiva y reveladora del Arte. Libros vacíos de contenidos, simplones en su forma, que complacen a los cristianos menos exigentes y no alcanzan de ninguna manera a los que no creen.
Humberto Casanova prologó un libro de John Stott y lo dejó muy claro. He colgado ese texto en la web,
aquí, porque, créanme, merece muchísimo la pena perder esos veinte minutos en cambiar nuestra visión del mundo. Como dice Casanova: “
El albañil glorifica a Dios no sólo cuando evangeliza a los compañeros de trabajo o canta himnos cristianos mientras nivela una muralla, sino que Dios es glorificado cuando cultiva su profesión en una forma que dé gloria a Dios. El hecho de cultivar o desarrollar la vocación es en sí un servicio a Dios. Mi fe me debería capacitar para hacer un aporte cultural a la sociedad. Por medio del cultivo de mi profesión, cualquiera que esta sea, mi fe debería habilitarme para traer justicia y bienestar a un mundo caído.”
Porque la clave de este asunto es que desde los ámbitos cristianos no se ha hecho una literatura que sirviera para traer justicia y bienestar al mundo caído, respetando las reglas de la narrativa y no la de los panfletos publicitarios, sino que se ha hecho una literatura que, salvo contadas y maravillosas excepciones, es una justificación de una fe barata, basada en las buenas intenciones y alejada del mundo. Tanto el teatro, la poesía, la narrativa o el ensayo que se han dado por llamar “cristianos” no son más que un subgénero panfletario, para uso privado, no para alcanzar los corazones de millones.
A lo largo de mucho tiempo, este tipo de literatura ha servido para inspirar a devotos feligreses dominicales, que ya estaban inspirados de por sí, pero a nadie más.
No es que la literatura cristiana no exista, sino que no debería de existir, y más aún, no deberíamos buscarla, por mucho que nuestros amigos estadounidenses insistan. Si lo hacemos, estaremos encerrándonos en un gueto ideológico del que no podremos salir al mundo real, a ese mundo de ahí fuera, caído y hostil, que necesita nuestro mensaje. Como dice Casanova, los cristianos, seres redimidos, son los únicos capaces de mostrarle al mundo cómo es en realidad. Y ese es un perfecto y maravilloso camino que explorar por medio de la literatura. Y el próximo día, que todos habremos leído el texto de Casanova y seremos un punto más sabios y un poco más felices, hablaremos de cómo desembrollar el embrollo.
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