En el documento de abril de 1871, Aguas argumenta que a la comprensión de la Palabra debe acompañarle el seguimiento cotidiano de Jesús. Como otros y otras que se han entregado al estudio intelectual, emocional y comprometido de la Palabra, Manuel Aguas logra hallar “la fe que justifica y que conduce a la gloria, esa fe que ha sido oscurecida por Roma con multitud de trabas que le ha puesto para avasallar las conciencias y arrebatarnos la dulce libertad que Jesús nos ha alcanzado con su preciosa muerte”.
Tiene muy claro que las obras eran innecesarias para alcanzar la salvación en Cristo, pero que el resultado de la redención necesariamente debería producir buenas obras. Tiene conciencia de que los libros neotestamentarios de Romanos y Santiago se articulan: “Se me exige que mi fe no sea falsa, ilusoria, que no sea muerta sino viva, esto es, animada por la caridad; que crea sin dudar un momento en esta redención; que espere con entera confianza este perdón; que ame con toda mi alma al Dios misericordioso que así me ha agraciado; que aborrezca con odio eterno mis crímenes pasados, y que no vuelva a cometerlos; que ame no sólo de palabra sino también de obra a todos los hombres, porque todos son mis hermanos; que los ame y perdone aunque sean mis mayores enemigos, y me hayan hecho los mayores agravio; que sea misericordioso, limosnero y caritativo con los desgraciados; y que, por último, guarde los verdaderos mandamientos de mi Dios que se encuentran en las Santas Escrituras. Porque el Señor que me manda que crea para ser salvo, me ha dejado un criterio, un medio seguro para que yo conozca si mi fe es verdadera y salvadora. Me ha dicho: el árbol bueno se conoce por sus frutos, lo mismo que el malo. De modo que si yo os digo tengo caridad, y no tengo fe y que estoy salvado, y que no tengo caridad, y no tengo buenas obras, no me creáis aunque haga milagros y pase un monte de un lugar a otro”.
Hacia el final de su intensa carta dirigida al sacerdote católico Nicolás Aguilar, y que pronto fue reproducida y puesta a circular en las calles de la ciudad de México, Manuel Aguas confirma lo que ya se sabía en los corrillos de la catedral metropolitana y en las altas esferas eclesiásticas católicas de la urbe. Lo hace sin ambages, “hermano mío, en vuestra carta me preguntáis si me he adherido a la secta protestante. Rechazo la palabra secta, a no ser que se entienda por ella seguidor de Cristo; creo que mejor se debe aplicar a vos esa expresión, mientras seáis romanista, porque seguís a Roma y no a Jesús”.
Aguas sabía que al romper de forma tan tajante con el catolicismo
le esperaban jornadas difíciles. Por lo mismo, además de confirmar las sospechas de sus anteriores superiores eclesiásticos, anuncia que va a integrarse a la
Iglesia de Jesús, en calidad de ministro de la Palabra: “¿He de negaros que soy protestante, es decir, cristiano, y discípulo de Jesús? Nunca, nunca quiero negar a mi Salvador. Muy al contrario, desde el domingo próximo voy a comenzar a predicar a este Señor Crucificado en el antiguo templo de San José de Gracia. Ojalá que mis conciudadanos acudan a esa Iglesia de verdaderos cristianos, Si así sucede, como lo espero en el Señor, se ira conociendo en mi querida patria la religión santa y sin mezcla de errores, idolatría, ignorancia, supersticiones ni fanatismos; y entonces reinando Jesús en nuestra República, tendremos paz y seremos dichosos”.
En efecto, Manuel Aguas inicia sus predicaciones en el lugar dado a conocer en la carta. Sus dotes de gran expositor atraen un importante número de interesados en escuchar de viva voz a quien los vendedores callejeros de impresos y volantes se refieren de distintas maneras, casi siempre usando expresiones descalificadoras sacadas de los dichos de prominentes eclesiásticos católicos.
No tardaría en arreciar la reacción del obispo Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, ante la cual Manuel Aguas se mantiene incólume e incluso intensifica su compromiso con la difusión del protestantismo mexicano.
En escritos posteriores a la carta que hemos citado en varias ocasiones, Manuel Aguas agrega a los argumentos bíblicos enseñanzas y argumentos de teólogos protestantes del siglo XVI. La opinión pública de 1871 conocería, entonces, una evaluación distinta de, por ejemplo, Martín Lutero tantas veces estigmatizado en México durante los siglos anteriores.
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