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Libertad creativa

Por qué la literatura cristiana no existe (I)

Llevo meses planeando estas palabras. Ando unos pasos, escribo unas pocas, y vuelvo para atrás. Las releo y unas veces me parece que están bien y otras veces me parecen abominables: no las palabras en sí (las palabras pocas veces tienen la culpa de nada), sino las ideas que llevan escondidas en su sombra.
EL ALMA DEL PAPEL AUTOR Noa Alarcón Melchor 12 DE DICIEMBRE DE 2009 23:00 h

Pretendía empezar esta serie hablando de todas las cosas que hicimos y que hacemos mal, puntos de vista que contradicen nuestras creencias y que aún así conservamos por inercia. Pero, como ocurre siempre, leer a otra gente me ha hecho ver que no siempre es bueno empezar por las malas noticias. Así que me llevo la contraria a mí misma y, en contra de lo que yo quería hacer, voy a empezar hablando cómo mejorar el estado de las cosas.

Es posible que este artículo y los siguientes interesen poco a los lectores que no hayan aceptado que creer en Jesús puede transformar una vida personal de manera radical, sean cristianos o no. Por esa razón, en primer lugar, hablaremos de la libertad, la misma libertad con la que es sencillo cerrar esta página y pasar a otra cosa.

Pienso constantemente en el versículo de Gálatas 5:1: “Estad firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres y no estéis otra vez sujetos al yugo de la esclavitud”. Porque cuando nos sentamos a escribir, aquellos que nos sentimos cristianos, pocas veces caemos en la cuenta de que nuestra condición de hijos de Dios nos ofrece una libertad única con la que trabajar. El escritor no es alguien aséptico, no es ajeno al mundo y a sus circunstancias: cuando se sienta a escribir lo hace con todo su pasado y su presente en la mesa. Y a veces sus circunstancias son agobiantes, pesadas, y tiene problemas, dilemas y dudas que van más allá de lo literario, que tienen que ver con lo vital, e inevitablemente esa angustia se filtra en las obras.
Todos sufrimos esa angustia, hecha de nuestros errores y pecados pasados y presentes, hecha de las dudas y dilemas que nos causa el mundo. Aprendemos a vivir más o menos con ese peso encima, o desistimos. Pero los que nos sentimos cristianos encontramos la liberación de Jesús: que toda esa angustia se convierte en pasajera, que no se tomarán en cuenta eternamente nuestros errores pasados, ya no. Que lo que hizo Jesús tiene sentido y funciona. Entonces, como dice en Gálatas, encontramos la manera de deshacernos de nuestras esclavitudes, de ser verdaderamente libres en este mundo donde nadie lo puede ser por sí mismo.

En uno de sus últimos artículos, Antonio Muñoz Molina hablaba precisamente de cuando él, siento un joven aspirante a escritor, encontró la libertad que le faltaba y que no sabía que le faltaba. No era algo estrictamente espiritual, pero se le parece. A finales del franquismo, siento un estudiante de instituto, cuando ser intelectual y ser marxista estaba de moda, le llegó a las manos un pequeño cuento de Cortázar. Y después Borges, García Márquez, y toda la horda de escritores latinoamericanos: “Estaba escrito en una lengua que era la mía, y que sin embargo tenía una flexibilidad, una música desconocida, entre lo coloquial y lo abstracto, muy ajena a la de los escritores españoles a los que yo leía por entonces”. Pero en realidad lo que a él le preocupaba era todo el anterior mundo literario, al que se tenía que enfrentar para poder dedicarse profesionalmente a la literatura: “Escribir había sido un juego y ahora era, opresivamente, una misión y un tormento. El doble cepo de la ortodoxia ideológica y la coacción vanguardista me paralizaba. La literatura tenía que ser un arma en la
 
lucha contra la dictadura y contra el capitalismo; la literatura tenía que romper con las convenciones burguesas del costumbrismo y el realismo, con la utilería decrépita de los personajes, de los argumentos, hasta de la sintaxis, todo tan muerto como la pintura figurativa después del triunfo irrevocable de la abstracción”…


Muñoz Molina se encontraba atrapado en unas normas y en unas reglas sociales que le coartaban y le angustiaban, y encontró la libertad creativa que le hacía falta mirando a la literatura hispanoamericana que se desarrollaba en un ambiente mucho más violento, pero mucho más insubordinado que la España franquista. Y no me refiero a la subordinación al poder de Franco, sino también a la subordinación al poder de la izquierda intelectual clandestina en España.

No puedo evitar ver un paralelismo entre esta historia del descubrimiento de Muñoz Molina y nuestra realidad como escritores hoy en día dentro de una sociedad evangélica. Hay un problema insalvable; aquellos que nos sentimos cristianos y queremos escribir nos vemos obligados a entrar dentro de los preceptos y los corsés comúnmente establecidos como “cristianos” para ser aceptados y tener una voz y un lugar donde escribir. Es decir, que si no queremos que se nos tache de algo así como herejes, nos vemos obligados a ceñir y limitar nuestra obra, cuando, en realidad, siendo verdaderos cristianos, somos los únicos capaces de eliminar los límites y las esclavitudes por la libertad que Cristo nos dio. Es la paradoja de la paradoja. Debemos escribir una literatura que hable de la libertad en Cristo coartando nuestra propia libertad creativa. Y eso ni es posible ni es cristiano.

Muñoz Molina critica que en su primera época se entendía la literatura como “…un arma en la lucha”, como “una misión”. Y tuvo que descubrir que tenía libertad moral y creativa para escribir, en realidad, lo que le viniera en gana. Había otros, que habían sido sus fuentes, que dictaban unas normas que no tenían nada que ver con el Arte, ni con la Literatura, sino con la política y la ideología. Y no podemos evitar pensar cuánto hay de política y de ideología en esas directrices invisibles que nos empujan a los cristianos a tener que escribir literatura, simplemente, como “un arma evangelística”, como “una misión”… ¿Y dónde queda la libertad creativa a la que Cristo también nos llamó? Porque creo firmemente que dentro de esa nueva libertad que todos deberíamos ejercer, se encuentran todas las libertades posibles del hombre que hemos ido perdiendo en los siglos de civilización humana, desde el origen, y que Jesús vino a restaurar. No es descabellado pensar que también tenemos derecho a ejercer nuestra libertad creativa. Que somos escritores, que tenemos valor por nosotros mismos, que no somos los forjadores de las armas de nadie.

Otra cosa es que hablemos de cuestiones espirituales en nuestra obra. Pero eso es inevitable, porque seguimos siendo humanos: nosotros también nos sentamos a escribir a la mesa con nuestro pasado y nuestro futuro, y en todo esto siempre está presente nuestra realidad cristiana. No hay que forzarlo. Es en nuestra libertad, o en nuestra falta de libertad, donde se ve lo realmente cercanos (o no) que vivimos a Dios. No es en nuestros temas, ni en nuestros tratamientos, ni en nuestra sintaxis, ni en nuestro vocabulario. Ni tampoco en que nuestros personajes sean más o menos cristianos, o digan más o menos un verdad edulcorada. Inevitablemente, si sólo la Verdad nos hace Libres, todo lo que esté escrito lejos de esa libertad será forzosamente Falso.

Debemos trabajar en ello. El peso de las circunstancias y de la sociedad es como el agua que rodea al buzo: parece que está libre nadando en el océano, pero en realidad tiene encima de sí cientos de toneladas de agua que no puede vencer solo. Pensamos que somos libres, incluso los que de hecho somos libres en Cristo, pero incluso en nuestro cómodo y familiar ambiente evangélico encontramos ideologías que echan por tierra todo el trabajo liberador de Jesús. No tenemos que vencer a ningún Goliat para luchar contra esa opresión intelectual y ofrecer lo mejor de nosotros mismos al mundo: es que, asombrosamente, Goliat ya está vencido, ya somos libres para ejercer esa libertad. Sólo tenemos que creérnoslo y empezar a trabajar como si nos lo creyéramos.

Actuemos y sintámonos libres, que es bien más preciado del hombre y a nosotros se nos ha regalado, porque si así lo creemos, tendremos al final una hermosa garantía: “Pero el que mira atentamente en la perfecta ley, la de la libertad, y persevera en ella, no siendo oidor olvidadizo sino hacedor de la obra, este será bienaventurado en lo que hace” (Santiago 1:25)

Continuará…
 

 


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