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El sexo femenino

Mujeres en la literatura (III)

Primero, un poco de Historia: a finales de los años 70 las mujeres afroamericanas de EE.UU. decidieron dejarse crecer el pelo a lo afro. Parece un detalle insignificante. Hasta entonces, sufrían y se martirizaban planchándoselo, alisándoselo, suavizándoselo para que quedara lo más parecido al de sus coetáneas de piel blanca y de largas melenas rubias que poblaban los suburbios de clase media con preciosas casitas
EL ALMA DEL PAPEL AUTOR Noa Alarcón Melchor 05 DE DICIEMBRE DE 2009 23:00 h

Y llegaron los años 70 y dijeron que se iban a dejar el pelo a lo afro, que hasta allí habían llegado, que ya se habían cansado de aparentar lo que no eran, que ya se habían cansado de disimularse, que eran mujeres negras con el cabello negro y la piel oscura, y que eran bonitas tal y como eran.

Cuando los movimientos por los Derechos Civiles en EE.UU. explotaron por aquel entonces y se pusieron en marcha, el mundo literario reaccionó dando paso a una generación de profundos y brillantes escritores. Ya se sabe, es imposible saber quién fue primero, si el huevo o la gallina. No sabremos si primero surgió el movimiento feminista y después esas mujeres liberadas comenzaron a escribir sus preciosas obras, o si esas mujeres empezaron a escribir sus preciosas obras y entonces el mundo tuvo un material sobre el que montar todo su movimiento liberador. Eso es difícil de analizar, pero dejémoslo en que, más o menos, sucedió todo a la vez. En 1977 Toni Morrison, mujer y afroamericana, publicó una surrealista novela llamada Song of Solomon, una pequeña obra maestra, compleja y exquisita. Casi veinte años después le darían un Premio Nobel. Sobre esta década las mujeres comenzaron su independencia en todo el mundo occidental. Se pusieron de pie en sus mesas de la cocina y dijeron: “ya estamos hartas de estar sentadas”.

Si se echa un vistazo rápido sobre las literaturas occidentales (e incluso sobre las literaturas orientales y del mundo árabe) hasta los años 80 no hubo una presencia literaria femenina con suficiente voz como para hacerse notar. Y entonces llegaron ellas: ocuparon las estanterías y, lo más importante, los hombres empezaron a leer sus obras. Se puso de moda un tipo de mujer independiente, valerosa y valiente, autónoma, trabajadora y aún así, muy femenina. El cine se llenó de ellas, la literatura se llenó de ellas.

Y sin embargo, fue precisamente en esta época, a finales de los años 70, cuando resurgió y floreció otro tipo de literatura que, aunque heredera de obras clásicas y folletines kiosqueros de principios del siglo XX, aunque surgida de este movimiento cultural feminista, poco tenía que ver con su espíritu (digan lo que digan las defensoras): la literatura romántica moderna. En 1972, con La llama y la flor, Kathleen E. Woodiwiss instauró esta gran industria que se vendía en ediciones baratas en las grandes superficies y en los kioscos. Vendió más de dos millones de copias de esta novela en menos de cuatro años. Y de ahí, todas sus seguidoras hasta el día de hoy.

Aunque temas sentimentales se venían escribiendo desde que se inventó el escribir (porque el amor es una de las fuerzas motrices de la Humanidad), este tipo de literatura que surgió en los albores de la liberación feminista tenía unas características comunes que la hacían poco práctica a los efectos de la liberación. Siempre son heroínas valientes, independientes, igual que las otras, pero su misión en la vida (sea cual sea esa vida, enmarcada en una novela histórica del siglo XIX o en una historia de piratas o en la Francia de Luis XVI) siempre es la misma: encontrar el amor, un amor que les dure toda la vida, un hombre fuerte, valeroso y masculino que les dé seguridad e hijos.

Ninguna de las premisas de esta literatura es mala en sí misma, lo verdaderamente curioso es que surgiera precisamente en el mismo momento en que las mujeres del mundo (otras mujeres del mundo) intentaban salir del cascarón de siglos y siglos de aislamiento y sometimiento inútil al hombre. Mientas las otras mujeres del mundo empezaban a escribir obras literarias que reflejaban con dignidad la visión de la realidad desde una perspectiva femenina (no mejor, ni peor, sino diferente; que existe un ojo izquierdo y uno derecho y ambos, aunque ven lo mismo, lo ven de diferente manera, complementándose), otras mujeres usaban esa libertad económica, laboral, social y sexual para escribir historias en las que todo se supeditaba a encontrar el hombre perfecto. Si todas las literaturas son los esqueletos sobre los que se sustentan las sociedades, necesariamente las mujeres que viven por la literatura romántica carecen de sensibilidad hacia los grandes temas de la Humanidad en los que la mujer debía empezar a opinar en este momento: solamente les seguía interesando su vida privada, y la única sensibilidad posible era la enfocada al romance.

Veinte años después, a finales de los 90, junto con el cambio social, apareció otro subgénero de literatura femenina llamado Chik Lit: literatura de chicas. Apareció dirigida a mujeres jóvenes y solteras, urbanas, con carreras profesionales afincadas, con un grupo social muy formado, que igual que sus predecesoras, solamente están obsesionadas por conseguir a su propio caballero andante: un hombre guapo, atractivo, con una buena profesión, rico y estupendo. Se le ha llamado literatura postfeminista, rizando el rizo, y no nos vamos a poner a analizarlo aquí en tres páginas (pero sería una buena idea para un ensayo crítico, por si alguien se anima. Igualmente, en Wikipedia lo explica muy bien).

Porque en este momento histórico en que las mujeres empezaban a ser escuchadas y tomadas en cuenta, aún alcanzadas todas sus libertades, solamente unas pocas abandonaron las cocinas para sentarse dignamente en el salón: algunas se fueron directamente a los dormitorios. De todas las libertades posibles, solamente la libertad sexual fue tomada en cuenta, y no como libertad, sino como libertinaje, y de ahí, como otro tipo de esclavitud. El mundo, piensan, a pesar de todo, sigue siendo un tema de hombres. De eso, principalmente, va la Chik Lit. De eso, principalmente, va toda la obra de Marian Keyes, y las novelas de Bridget Jones de Helen Fielding (y por extensión, las películas y series de TV que han surgido de ellas, como ese absurdo de Sexo en Nueva York). De eso siguen yendo las obras de Nora Roberts, de Danielle Steel, de Stephenie Meyer, de Corín Tellado.

En todos estos despropósitos se esconde que, al fin y al cabo, las mujeres no son más que la mitad de la población mundial: no tienen nada de maravilloso, ni de místico, ni de misterioso, ni existe el instinto femenino. No somos más que seres humanos, desprovistos de gracia y de redención. Que esa delicada condena de la que hablaba Betty Friedan en La Mística Femenina, esa misteriosa y delicada superioridad femenina de las mujeres, esa perfección sublime de su género, es totalmente falsa. Cuando Betty Friedan se quejaba de que los hombres no dejaban a las mujeres ser libres atándolas a su mística femenina (que eran incomprensibles y debían seguir siéndolo), las feministas, en vez de acercarse a la realidad, tomaron el papel de los hombres y empezaron a defender su propia mística: que por ser mujeres eran mejores personas, y mucho más sabias, y que eso era un misterio y debía seguir siéndolo.

La falsa idea que se desprende de la literatura romántica es que todas las mujeres son especiales por ser mujeres, no por ser personas. Y eso es esencialmente falso. Hasta aquí, ese extraño y heterogéneo movimiento feminista ha dado a partes iguales maravillosas escritoras al mundo y estupideces a patadas. Ha dado igualdad, serenidad y dignidad a las mujeres y también las ha vuelto a poner (y eso lo han hecho las propias mujeres) en una posición de inferioridad intelectual. Las mujeres de la Chik Lit no están completas hasta que tienen un hombre, pero los hombres pueden estar completos por sí solos y las mujeres no son más que accesorios que les sientan bien.

Y por supuesto, nadie sabe qué fue primero, si el huevo o la gallina. Porque a la par de las heroínas de estas novelas han surgido por el mundo millones de mujeres que se piensan independientes, que tienen buenas carreras, y que bordeando la treintena se sienten desdeñadas por no haber encontrado pareja, y se obsesionan por parecer hermosas, despampanantes, jóvenes y frescas. ¿Quién fue primero, las mujeres modernas que no encuentran la pareja perfecta y entonces Helen Fielding escribió su Bridget Jones pensando en ellas, o esas mujeres se formaron a sí mismas leyendo cómo Bridget Jones debía seguir las reglas no escritas de unas relaciones humanas endiabladamente complicadas?

No me lo invento. Hace unos días hablaba con una de ellas. Me habló acerca de un cierto amigo suyo, con el que había salido, con el que había intimado, que era un cielo de persona, un encanto, dulce, atento, cariñoso, que se reía con él, que era fantástico. Y al día siguiente me la encuentro pidiéndole salir a otro hombre. Y le pregunté el por qué (ingenua de mí, pensando que el mundo es sencillo): porque no se quería encaprichar de su amigo, le daba miedo enamorarse, me dijo. “¿No dices que es una persona maravillosa y que congeniáis de maravilla?”, le pregunté yo un poco estupefacta. Y me dijo: “Es que tú no tienes ni idea de nada… ese no es de los hombres que se comprometen, y no quiero llevarme una desilusión después”. “¿Se lo has preguntado?”, le dije. Y se me quedó mirando con los ojos muy abiertos: “¡No, mujer!”, me dijo ruborizada, “¡no se habla de esas cosas con un hombre, que lo espantas!”. “¿Y entonces cómo sabes que no quiere comprometerse contigo?”, le pregunté. Y me dijo que esas cosas las sabía una mujer por instinto.

Creo que, en su caso, ninguna de las dos relaciones acabó funcionando. Luego suspiraba por las esquinas: “¿Por qué los hombres son tan complicados?”, me preguntaba. Y yo no sabía qué responderle. Con el mío siempre ha sido muy sencillo. Intenté hablar con ella, que comprendiera que no podía pedirle a nadie compromiso si ella no se comprometía. Pero en vez de escuchar los consejos de gente que tiene relaciones serias y largas, prefiere seguir leyendo sus libros y viendo sus películas.

Que al fin y al cabo, las mujeres no somos ni misteriosas, ni tenemos conocimientos ocultos, ni una sabiduría ancestral: que la mayor parte de las veces, solamente somos la mitad de esta Humanidad cabezota y simple.


Artículos anteriores de esta serie:
 1De mayor quiero ser Ana María Matute 
 2La mística femenina 
 

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