Inusitada, excepcional, debe serlo;
de sencillez tiene poca la obra que sale publicada estos días por Noufront, de Jordi Torrents y Daniel Jándula, Pistolas al amanecer. Cuatro manos, veinte dedos, cincuenta y seis falanges y dos cerebros han tenido que ponerse de acuerdo para escribir esta inusitada novela a cuatro manos.
Gorin De Graaf escribe su diario a principios del siglo XIX. Es un soldado de la guerra de la independencia de Bélgica y por delicadas circunstancias se ve obligado a batirse en duelo con Willem, que en algún momento fue su fiel amigo. No es un secreto que ese duelo no llega a buen puerto y mientras se nos relata el final de la aventura de Gorin y Willem, se nos cuenta la historia de los descendientes de ambos, Ronald y Ernst, que transcurre en la realidad, hombres grises con vidas tristes, que deciden ponerle fin al duelo de sus antecesores sin importarles de camino ponerle fin a sus propias vidas. Para ello, se citan en la misma isla donde sus antepasados levantaron las pistolas al amanecer, y se citan, ciertamente, un amanecer.
Empecemos desde el principio: nada es lo que parece. Mientras que A.G. Porta y Roberto Bolaño se pelearon por su obra párrafo a párrafo, Torrents y Jándula se han dividido el cadáver en dos cómodos trozos (cadáver como fórmula retórica):
Jándula se encarga de la Historia, del antiguo diario de Gorin donde se nos va retratando la creciente angustia de su autor, y Torrents nos regala la narración de los hechos contemporáneos. Y sin embargo, entre ambos, Frankenstein cobra vida.
Son dos piezas independientes, por lo que no han tenido que pelearse en exceso, y sin embargo, imprescindibles una sin la otra. Las obras literarias siempre van cargadas del alma de su autor, por eso tantas obras a cuatro manos no funcionan, porque tienen media alma de cada uno, y es un alma fingida. Pero no, este no es el caso. El monstruo está vivo:
Pistolas al amanecer, dos voces, cuatro manos, veinte dedos, cincuenta y seis falanges y dos cerebros de por medio, es sola y exclusivamente una única obra. Ninguna de los partes sobreviviría sola, y juntas, forman una obra densa, compleja, cargada de ideas, sentimientos y pura literatura, pura imaginación.
Pistolas al amanecer tiene el viejo gusto de las novelas impactantes. Mucho de
Rojo y negro de Stendhal, de Balzac, de Tolstoi. Pero también mucho de esa impresión ambiental de
El club Dumas, de Pérez –Reverte, del folletín decimonónico recuperado para la ocasión, de la renovación del género que no pretende ser folletín ni novela de aventuras, sino más bien, novela de anti-aventuras, si se me permite. Más vale que me explique.
La novela tiene un par de momentos sublimes e insuperables. Uno de ellos, al comienzo de todo, es el testamento a modo de carta de Gorin de Graaf: terrible, emotivo, digno. Tiene el mismo tono de la irremediable desgracia de las tragedias griegas que, sin embargo, el hombre acepta como parte de su designio, su infortunio y el legado de las divinidades. Igualmente, Gorin de Graaf acepta su desgracia sin esperar consuelo ni respuesta, y es lo primero que sabemos de él, aunque después, cuando comience su diario y volvamos mucho más atrás en su vida, se nos presente la imagen de un hombre sensato y cabal, un buen soldado. Detrás de ese buen soldado se esconde el irremediable destino de un cobarde, pero eso solamente lo sabemos nosotros, y juega en nuestra contra. Mientras tanto, leemos con el corazón en un puño su testamento, aún sin saber por qué. De la prosa de Jándula uno siempre acaba preguntándose si la clave está en su sencillez o si esa simpleza es, en realidad, una retorcida trampa.
El otro momento sublime es la descripción del pequeño hotel de la isla donde se celebrará, por segunda vez, el mismo duelo. Llegados los huéspedes, tomadas las decisiones pertinentes sobre la vida y la muerte (que a ninguno de los dos afecta demasiado, más allá de lo significa la aventura), aquellos que leemos desde el otro lado nos vemos obligados a sufrir la misma espera que los duelistas, y nos llevan de la mano por las estancias y decoración de ese pequeño hotel dedicado al ajedrez. Esa descripción, una de las mejores que he leído nunca, tiene la capacidad de contagiarnos la sensación de espera tranquila que, deducimos, deben estar sufriendo los que se van a batir. Paso a paso, objeto a objeto, con simple y llana curiosidad de
voyeur, nos olvidamos del duelo de Ernst y Ronald y nos entregamos a otro duelo: el que tuvieron frente a un tablero de ajedrez Fisher y Spassky. Realmente nos parece una verdadera casualidad encontrarnos esa historia allí. El paseo es tan delicioso que uno se olvida de que no está allí, y de que debería dudar de que el lugar, en verdad, exista en algún lado.
El duelo, al fin y al cabo, no es más que una excusa para hablar de la desgracia y de cómo enfrentarse a ella. El duelo no se acaba de entender en ninguno de los dos casos, no por falta de pericia de los autores, sino por su voluntad: porque el duelo no es entendible, solamente es un hecho. La desgracia llevó a no ofrecer el perdón que hubiera significado acabar con el primer duelo. La desgracia, la vida desgraciada, es la que lleva a querer rememorar el segundo. En esta novela el duelo, en realidad, no es importante. No importa quién acabó con qué vida al terminar el duelo, sino qué vida estaba acabada antes de empezar.
Las obras a cuatro manos son complicadas, pero estos dos autores han sabido arreglárselas bien. Han jugado en el terreno de lo común y han sacado partido de sus irreconciliables diferencias. Cada parte tiene un tono diferente inevitable. La parte de Jándula rezuma recursos poéticos hasta casi forzar la prosa, hasta casi resultar excesivo, pero entonces, la tuerca se afloja y solamente nos queda la sensación de haber vivido algo espectacular. Algo muy propio de Roberto Bolaño y sus detectives salvajes. La parte de Torrents también parece forzada a aparentar un excesivo grado de desapego (al contrario de todo el apego y la implicación de la parte de Jándula, casi como si estuviera en el otro extremo del péndulo), pero no es más que otra ilusión óptica. Torrents, que se va hasta el otro extremo, el más lejano de la poesía, hasta los terrenos de la pura prosa, al terreno casi experimental, cuando parece que va a excederse, entonces, el péndulo regresa al lugar común y volvemos a sentirnos inundados de esa espectacularidad. Algo así también se vive en las novelas de John Connolly, en este nuevo género policiaco que empezamos a ver en grandes autores, aunque aquí el recurso está muy bien sacado de lugar y deliciosamente utilizado en una obra nada policiaca.
Pero en
Pistolas al amanecer no hay espectáculos de esos a los que nos tienen acostumbrados en la televisión y el cine, y en algunas clases de literaturas. Más bien, su espectacularidad es la de los pequeños detalles que solamente pueden disfrutar las personas felices.
Si hablamos de felicidad, si hablamos de la búsqueda de la paz tranquila que los protagonistas de esta novela no terminan de encontrar (o sí, no se sabe, tendrán que averiguarlo por ustedes mismos), yo sé que volveré a esta novela cuando necesite una de esas dosis de literatura emocionante, compleja y sencilla a la vez, de las que te hacen regresar a casa por unos instantes.
MULTIMEDIA
Pueden escuchar aquí una entrevista de Esperanza Suárez a
Daniel Jándula sobre la novela "Pistolas al amanecer".
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