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La mística femenina

Mujeres en la literatura (II)

En 1963 apareció un libro en Estados Unidos, un libro que con el paso de las semanas y de los meses empezó a colarse furtivamente en los hogares de clase media de los suburbios de las grandes ciudades, un libro que las amas de casa no colocaban junto a los demás en la librería del salón, porque no querían que los vecinos supieran que lo estaban leyendo. Más bien, ese libro se quedaba en las mesillas de noche, debajo de p
EL ALMA DEL PAPEL AUTOR Noa Alarcón Melchor 14 DE NOVIEMBRE DE 2009 23:00 h

Un libro que se leía furtivamente mientras la cena se hacía en el horno, pasando la aspiradora o en el cuarto de baño. A pesar de los casi cincuenta años que han pasado, The Feminine Mystique, de Betty Friedan, es un libro que impresiona. Sin proponérselo, esta mujer sentó las bases de los movimientos feministas que un decenio después empezarían a recorrer las calles de Estados Unidos y del resto del mundo.

A Betty Friedan se la llama precursora del feminismo. Particularmente, no soy muy feminista, porque a partir de los años 80 ese movimiento lo abanderaron las asociaciones de mujeres que pretendían “derrocar el imperio del hombre” en vez de unirse en igualdad de condiciones a él, y yo nací cuando los derechos de la mujer ya estaban más que asegurados en este país (los derechos legales, aunque la desigualdad, hoy por hoy, sigue siendo más que evidente). Aún así, mi madre decía que el feminismo es lo mismo que el machismo, pero al revés, y nos enseñó que teníamos que tener respeto a todo el mundo, y que no teníamos que pretender ser buenas mujeres, sino buenas personas. Defender la igualdad de la mujer no es ser feminista, de la misma manera que defender la igualdad de todas las razas no es ser racista.

Así, después de Betty Friedan muchas mujeres usaron su libro para defender que era superiores al hombre, y eso no fue lo que Friedan quiso decir. Ella escribió un libro en el que criticaba la política social de los años 50 en Estados Unidos y cómo después de la guerra la mujer había perdido todos sus derechos hasta convertirse en un ser humano de segunda categoría, que no podía aspirar a proyectos, ilusiones ni ideales propios. Los que controlaban la opinión pública de entonces aseguraban que no había nada mejor ni nada vergonzoso en defender la femineidad de la mujer, esencialmente diferente al hombre.

Ella dijo: " La mística de la feminidad afirma que el valor más alto y la única misión de las mujeres es la realización de su propia feminidad. Asegura que esta feminidad es tan misteriosa e intuitiva y tan próxima a la creación y el origen de la vida que la ciencia creada por el hombre tal vez nunca llegue a entenderla. Pero por muy especial y diferente que sea, no es en manera alguna inferior a la naturaleza del hombre; incluso puede que sea, en algunos aspectos, superior. El error, afirma la mística, la raíz de los problemas de la mujer en el pasado, estriba en que las mujeres envidiaban a los hombres, intentaban ser iguales a ellos, en vez de aceptar su propia naturaleza, que sólo puede encontrar su total realización en la pasividad sexual, en el sometimiento al hombre y en consagrarse amorosamente a la crianza de los hijos." Llamar sublimación femenina a la eterna diferenciación genérica con respecto a la masculinidad no es más que un eufemismo del machismo, y eso es lo que ella denunció. Lo peor es que se incidía en esa diferencia en nombre de la creación, con lo cual la separación entre hombres y mujeres se convertía en un asunto de fe, que se aleccionaba desde las Escuelas Dominicales de las iglesias, donde se enseñaba a las señoritas a ser buenas cristianas, buenas esposas y buenas madres, porque era esa, y no otra, la indudable voluntad de Dios. No importaba el mensaje de Jesús al respecto, mucho más impactante en los evangelios una vez que se estudia bien y en su contexto. Aunque Jesús hubiera elevado la dignidad de la mujer en su momento, bien esos pasajes podían malinterpretarse u omitirse por el “bien general”.

Y aunque en los últimos cincuenta o sesenta años se ha trabajado para romper esa barrera de género, los problemas siguen siendo muchos y muy graves. Las mujeres occidentales de este siglo han conseguido la igualdad en el papel; en la práctica sigue habiendo muchas lagunas, pero aún así, saben que con esfuerzo pueden reclamar lo que ya les pertenece. Los problemas derivados de esa igualdad descompensada, ahora, son otros diferentes.

El primer logro ha sido la independencia: la social, la económica y la sexual (en cierta medida). Aunque haya
 
estudios que denuncien que las mujeres cobran menos salario que los hombres por el mismo trabajo, aunque la temporalidad laboral se cebe en las mujeres jóvenes, aunque aún se conserven estigmas sociales sobre cuál debe o no debe ser un trabajo para mujeres, de hecho, todas esa problemática, aunque presente, es accesoria, y a pesar de la discriminación positiva en ciertos sectores muy demagogos de la sociedad, las barreras ya no están hechas de alambres de espinos, sino, más bien, de murmullos de desaprobación.

Pero aún así, la mujer no es aún igual al hombre, y para verlo solamente hay que acercarse al mundo de la Literatura. A la par que la violencia de género es un problema surgido de la ciertas reminiscencias relacionales que no han podido adaptarse a los nuevos mecanismos sociales que han cambiado tan rápido (rápido hablando desde un punto de vista antropológico), esas mismas reminiscencias las encontramos en cierta parte de la producción literaria actual. Los grandes reformadores, los grandes premiados, las figuras importantes, siempre son hombres. Claro que hay grandísimas escritoras, y las ha habido siempre, y de eso ya hablaremos en otro momento. Pero el problema es que a pesar de todas las independencias, no se ha alcanzado aún la independencia intelectual.

Y creo que, a pesar de todo, la culpa es de las propias mujeres. Si pueden elegir escribir sobre cualquier tema, nunca apuestan por una innovación, un desarrollo sugerente, una temática sorprendente ni nada arriesgado, y hablo de mujeres, sobre todo, hispanoamericanas y de la nueva generación, aunque echando un vistazo sobre la literatura internacional el panorama puede ser más o menos el mismo. Es cierto que la literatura que hacen las mujeres hoy en día, la literatura seria, y hablo en general, tiende a una sensibilización extrema, algo siempre alejado de las corrientes literarias de “los hombres”.

Echando un vistazo general, salvo contadas excepciones, pocas mujeres quieren hablar de cosas que no tiendan a resaltar esa feminidad misteriosa e intuitiva que criticaba hace tanto tiempo Betty Friedan. Hay avances, hay adelantos, pero siempre se hacen de la mano de lo que algún escritor-hombre ha hecho antes, de algo que ha experimentado y ha buscado por su cuenta. Hay muy pocas mujeres que hayan dado el primer paso de la innovación, y en parte, sin duda, es culpa de no luchar por la defensa, además de todas las independencias, de la independencia intelectual. Contadas y brillantes excepciones existe, por supuesto, pero son los casos raros.

Sin duda, antes de los años 80 es muy difícil hablar de esto. Pero ya han pasado treinta años desde entonces, y la verdad es que los movimiento feministas le han hecho un mal favor, en ciertas instancias, a la igualdad femenina. En algunas ocasiones, y en lo que se refiere a literatura, las mujeres lucharon para que los hombres dejaran de insistir en la mística de su feminidad, y entonces empezaron ellas a hacerlo. No fue un cambio de ideas, sino un cambio de voces. Me refiero, en definitiva, que pocas mujeres, casi ninguna, se hubiera atrevido a escribir una obra tan impactante y salvaje como Las benévolas de Jonathan Littell, porque habla de la guerra y del salvajismo y a las mujeres “no se les da bien” hablar de esas cosas.

Y sin embargo, por otro lado, les resulta muy fácil a ciertas escritoras querer deshacerse de este cliché sin querer caminar el recorrido intelectual que les llevaría a hacerlo, sino buscando el simple y vacío resultado. Ahora escriben historias de asesinos en serie, describen actos violentos con un sadismo casi enfermizo para demostrar que ellas saben ser “modernas y misóginas” (como explica muy bien este artículo). Pero el recorrido no lo han realizado. No lo hacen por defender el contenido, sino por defender el modelo, el continente. Por encajar en el género sin querer encajar sus ideas previamente.

Por otro lado, no creo que las historias intimistas y sentimentales estén hechas para ser escritas por mujeres. No creo que el amor sea un tema femenino, y hay ejemplos claros de que no es así: El primer siglo después de Béatrice (1992), de Amin Maalouf, uno de los libros que me llevaré a la isla desierta donde me destierren como Napoleón. En clave de ciencia ficción nos cuenta la historia de un hombre que, en un mundo donde se ha descubierto la clave para que las mujeres solamente tengan hijos varones, él sueña desde su juventud con su hija, a la que sabe que llamará Béatrice. Una apología de la paternidad y el amor, donde los sentimientos están a flor de piel pero no son gratuitos. Emocionante y tierna, y está escrita por un hombre.

Tal vez todo esto solamente dependa de mi punto de vista, que no me he terminado de creer nunca que las diferenciación biológica de los géneros pueda afectar al intelecto. En realidad, los estudios demuestran que aunque funcionen de maneras diferentes, el cerebro del hombre y el de la mujer es capaz de llegar al mismo destino por distintos caminos. Somos biológicamente diferentes, pero estamos biológicamente capacitados para las mismas tareas intelectuales. Es algo tan obvio que suena a ofensa, pero las mujeres, algunas mujeres, algunas mujeres que escriben, no se han terminado de dar cuenta. Y es más que razonable pensar que esta diferenciación literaria pueda ser fruto de más de lo mismo: clichés sociales.

Y si no, cabe preguntarse por qué solamente existe literatura romántica para mujeres. De eso ya hablaremos otro día.


Artículos anteriores de esta serie:
 1De mayor quiero ser Ana María Matute 
 

 


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