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De mayor quiero ser Ana María Matute

Mujeres en la literatura (I)

Estos últimos días me acompaña una sensación de congoja que toma la palabra en mi mente en los silencios previos a subirse al autobús o al metro, o justo antes de que el semáforo se ponga en verde para cruzar. Por un lado, he hecho mucho el vago esta última semana, y mi videoconsola es testigo de ello. Por otro lado, lo último que he leído me ha dolido un poco en mi amor propio.
EL ALMA DEL PAPEL AUTOR Noa Alarcón Melchor 07 DE NOVIEMBRE DE 2009 23:00 h

Vuelvo a Henry James. Vagueando un día, remoloneando en vez de dedicarme a algo útil, entré en una librería y encontré un volumen perdido con tres obras menores del gran maestro, y me lo llevé a casa compulsivamente.

Uno de esos cuentos era La lección del maestro. Está escrito en 1888 y reeditado en 1892, y posteriormente, una y otra vez, reescrito y reeditado por ese afán compulsivo de Henry James que nunca daba una obra por terminada, ni aunque pasaran diez años. En su línea, lo que mueve la trama no son las acciones de los personajes, sino sus psicologías, en un delicado juego de ambigüedades y sutilezas.

Paul Overt es un escritor novel, con su primera obra publicada, que viaja un fin de semana a una casa de campo inglesa donde va a encontrarse con un admirado escritor, Henry St. George, autor de reconocido prestigio, aunque sus últimas obras, inexplicablemente, no sirven ni para avivar el fuego de las chimeneas. El señor St. George fue la fuente que inspiró al joven Overt a escribir, y se sume en un estado cercano al éxtasis cuando puede, por fin, entablar una larga conversación con él, todo esto acompañado de las extrañísimas reglas de sociedad de la Inglaterra victoriana.

El relato, de unas cien páginas, nos va desgranando poco a poco la relación que se establece entre estos dos personajes con el pasar de los meses y la señorita Fancourt, una joven apasionada de la literatura, entusiasta de los dos escritores, un extraño espécimen femenino para la época. Hasta aquí, parece un precioso alegato a la escritura, pero en realidad es otra cosa. Y a partir de ahora voy a cargarme el secreto del cuento, así que si quieren conservar la sorpresa, pasen de este artículo, vayan a una biblioteca, consíganse un libro de relatos de Henry James, léanse La lección del maestro, esperen, impaciéntense, sorpréndanse y entonces vuelvan a este link y terminen el artículo, si quieren.

Después de páginas y páginas desesperándome por encontrarle un sentido a todo lo que Henry James decía, como ocurre con todas sus obras, después de esperar e imaginarme cuál podría ser la lección del maestro, el maestro va y le dice a Paul Overt que su secreto es que la culpa de que Henry St. George haya dejado de escribir bien la han tenido las mujeres. Las mujeres, incultas, caprichosas, quisquillosas, son las culpables de la desaparición del Arte. El maestro se casó y tuvo que renunciar a la inspiración artística para darle a su mujer (quien fallece al poco tiempo) todos los caprichos que su vida burguesa acomodada requería. El consejo del maestro es que Paul Overt no renuncie a su don literario por el amor de la señorita Fancourt, porque no merecerá la pena. Es una lección muy difícil de aprender. La sorpresa es que Overt renuncia, abandona Inglaterra, se va a Suiza una temporada y cuando regresa, St. George se ha casado con su enamorada en su ausencia. El golpe es tan terrible que Overt comienza a dudar de si fue una sucia artimaña del maestro o no. Y termina el relato sin que sepamos la verdad, así nos deja Henry James, el maestro, en ascuas.

A Henry James se le reconoce cierta homosexualidad reprimida (sin que se haya podido demostrar, por supuesto), y una misoginia galopante. En La lección del maestro nos abandona al final a nuestra suerte con la idea de que las mujeres (su egoísmo, su incultura y sus caprichos) son las causantes del mal que azota a los hombres, incapaces de reconocerse a sí mismos y salvarse por medio del Arte y la Literatura. Ahí está su gran heroína, la protagonista de La vuelta de tuerca, a la que no le pone ni siquiera nombre y a la que no se sabe muy bien si se debe tratar como psicópata, reprimida, pervertida o pederasta. La mujer se encuentra sola en aquella casa de campo con dos niños que se van volviendo cada vez más malvados según avanza la trama, con un par de fantasmas que se ausentan y se presentan en la mansión y en sus jardines a su antojo, que intentan acercarse a los niños, eso sí, siempre bajo la mirada de la niñera, sin que sepamos si todos los demás ojos pueden verlos, o solamente los ojos maltrechos de la mujer.

Las mujeres que no sirven para nada están muy presentes en la obra de Henry James, y al igual, en la obra de muchos de los grandes literatos universales. La mujer hermosa que engaña, seduce y condena está ya en la Biblia. Las mujeres como personajes fatales, como desencadenantes de desgracias, como portadoras de maldad son, en realidad, un tema universal. En la literatura clásica nunca se las dio voz. Tal vez me equivoque, pero la única mujer escritora que tuvo algo que decir en la Antigua Grecia se llamó Safo, y era lesbiana. Después de eso, siempre han sido personajes secundarios, poco desarrollados; itinerantes, caprichosas, totalmente despreocupadas por las grandes cuestiones morales o filosóficas, seres absolutamente pragmáticos, apegados a la cotidianidad, a la casa y a los niños. Aunque algunas de ellas destacaron en el XVIII, hasta el siglo XIX no fueron nunca nada más que una excusa para hablar de otra cosa.

Algo tuvo que cambiar entonces para que la mujer empezara a tomar otra forma como idea, como principio y como personaje. El advenimiento de la ciencia moderna, la prolongación de la esperanza de vida, hicieron que desapareciera la urgencia. Tal vez fuera que al mejorar la calidad de vida, al morir menos niños, las mujeres dejaron de ser vistas como meras criadoras de futuros súbditos. Ahora no necesitaban ocupar todo su tiempo en la crianza, ahora las nuevas niñas que nacían no tenían la necesidad de ser educadas para ser buenas madres: también ellas podían educarse, ilustrarse, preocuparse por otros temas y lugares que aparecían más allá de los muros de la casa. Por supuesto que su fin era conseguir un buen marido, pero ya no era su único fin. Entonces las mujeres empezaron a ser interesantes, porque al acceder a la cultura se dieron cuenta de que su visión de la realidad aportaba muchos matices deslumbrantes. Entonces apareció Madame Bovary, y empezó a aparecer en la literatura esa visión femenina del mundo: no necesariamente más feliz y edulcorada (eso es una enorme mentira), sino una visión mucho más práctica y realista. De ahí que una de las mayores exponentes en España del realismo fuera una mujer: Emilia Pardo Bazán. Sé que si lo digo sonará extraño, pero me lo voy a permitir: que a las mujeres nos educaron durante milenios hacia lo conciso, lo inmediato y lo práctico. Algo de eso debe quedar.

Dicen que el siglo XXI es el siglo de las mujeres. Empezó a serlo en el siglo XX y ahora recogemos la herencia. Ahora las mujeres están de moda (porque como humanos que somos, no entendemos el equilibrio). Llevan de moda varias décadas, más o menos desde los años 70. Pero antes de todo eso, antes de la Segunda Guerra Mundial, antes incluso de la Primera, las mujeres levantaron su pluma. Ya no querían seguir siendo vistas como personajes interesantes. Ya no querían que los escritores hablaran de ellas: ahora eran ellas las que querían hablar. Virginia Woolf dijo por entonces: “una mujer debe tener dinero y una habitación propia si quiere escribir ficción”, en Una habitación propia (1929).

Y sin embargo, años después, conquistado el dinero, el prestigio y una habitación propia, las mujeres siguen teniendo serios problemas para acercarse a la literatura en igualdad de condiciones que el hombre.

 
Y de eso es de lo que me gustaría hablar en las próximas semanas.

Se me olvidaba: lo del título. De mayor quiero ser Ana María Matute porque el año pasado, con sus ochenta y largos años, publicó una novela. La escuché hablar en varias entrevistas y tenía una vitalidad asombrosa. Lleva toda su vida escribiendo y no sabe si ésta sería su última novela. En vez de alzarse a lo alto de un púlpito y creerse en la posición (merecida) de aleccionar a todo bicho viviente sobre lo que es la vida, ella se bajó al último peldaño de la escalera, se metió en el cuarto del servicio, por la puerta de atrás, y habló de un tema más que insospechado para una anciana: la infancia. Su infancia, por supuesto, en los años 20. Con más de ochenta años, volvió a ponerse en los ojos de alguien de poco más de cinco para mirar el mundo. Y con ochenta, o con cinco, es lo mismo: el mundo sigue siendo ese lugar incomprensible.

La grandeza de esta escritora es impresionante. Y por ser mujer, no la han hecho mucho caso, aunque debemos dar gracias de que la pusieran en un merecido asiento en la Real Academia de la Lengua. A lo largo de su vida, a pesar de los vaivenes que ha tenido que sufrir por su condición, en el momento histórico que le tocó vivir, no dejó que se mancillase su integridad intelectual, y eso es algo que pocos han sabido hacer, y aún muy pocos siendo mujeres. A Matute, que en dimensiones míticas y épicas se la puede comparar con Tolkien, siempre la han considerado un personaje de segunda fila. No sé si por ser esto España, o si por ser mujer, o por ambas cosas juntas. Pero de mayor quiero ser como ella, tener ochenta años y seguir sin querer subirme a ningún púlpito a darle lecciones a nadie: estar abajo, junto a la tierra, observando desde su misma altura las caras de los hombres (y las mujeres), y seguir aprendiendo.
 

 


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