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La ejecución de Servet en el V Centenario de Calvino

Los principales festejos por los cinco siglos del nacimiento de Juan Calvino ya han tenido lugar. Se han valorado sus contribuciones a la teología protestante, y ensalzado su obra de distintas maneras. Entre ellas no han faltado los exámenes equilibrados, pero tampoco han estado ausentes los acercamientos hagiográficos y acríticos, que de manera mecanicista quieren transportar y aplicar el pensamiento calviniano a las complejidades del siglo XXI. El regreso a la vida y obra de Calvino está incom
KAIRóS Y CRONOS AUTOR Carlos Martínez García 31 DE OCTUBRE DE 2009 23:00 h

El asunto del disidente español debe contextualizarse en el ensayo de articulación eclesiástica-política que impulsa Juan Calvino en Ginebra, sobre todo en su segundo periodo en la ciudad (1541-1564). Para el asunto son de particular ayuda los trabajos de William G. Naphy, Calvin and the Consolidation of the Genevan Reformation (Westminster John Knox Press, Louisville-London, 2003); y “Calvin´s Geneva”, en Donald K. McKim (editor), The Cambridge Companion to John Calvin (Cambridge University Press, Cambridge, 2004).

Paulatinamente, conforme sus seguidores obtienen más espacios en las instancias del gobierno ginebrino, el prolífico teólogo y gran predicador logra que las autoridades reduzcan en distintas maneras a sus adversarios. Cuando los esfuerzos de persuasión no prosperan, Calvino encomia que se haga uso del castigo y la fuerza para reducir a los contumaces. En ello, así lo deja asentado, sigue el ejemplo de San Agustín contra los donatistas en los primeros años del siglo V: “espantar sin enseñar no sirve para nada, pero enseñar sin reprimir puede conducir a que los fieles se acostumbren, llegando a perderlos” (Paráfrasis de Denis Crouzet, Calvino, Editorial Ariel, Barcelona, 2001, p. 254).

La sentencia de muerte contra Miguel Servet, y su cruenta ejecución el 27 de octubre de 1553, ha sido explicada por partidarios de Calvino, en el siglo XVI y ahora, como una excepción necesaria o resultado de las tendencias socio históricas prevalecientes en aquella época, la unión Estado-Iglesia (católica o protestante, según fuera el caso). No fue una excepción, sino el caso más conocido y que cuando fue perpetrado levantó severas críticas contra Juan Calvino por haber sido el principal instigador de la condena contra Servet.

Incluso en la vertiente más proclive a exculpar a Calvino del terrible asesinato de Servet, que sostiene la carencia de poder político alguno del reformador francés para pugnar por la sentencia de muerte contra el autor de La restitución del cristianismo, no puede evadirse el hecho de que Juan Calvino justificase teológicamente la aniquilación de quien él consideraba un hereje. Desde su perspectiva el error debía erradicarse incluso por la fuerza, y en el caso Servet fue congruente con esa premisa. La cual defiende ante sus críticos tiempo después del asesinato de Miguel Servet.

En la línea de la excepción (sólo fue Servet y nadie más), está lo escrito en 1565 por Teodoro de Beza, quien justificara plenamente la persecución y asesinato de Servet: “Hay pocas ciudades suizas o alemanas donde no se haya dado muerte a anabaptistas de acuerdo a derecho: aquí nos hemos conformado con el destierro. Bolsec blasfemó contra la providencia de Dios; Sebastián Castellion blasonó los libros de las Sagradas Escrituras; Valentín blasfemó contra la esencia divina. Ninguno de ellos está muerto, dos fueron desterrados, el tercero fue absuelto con una multa honorable para Dios y para la señoría. ¿Dónde está la crueldad? Sólo Servet fue condenado al fuego. ¿Y quién fue jamás más merecedor que ese desdichado, que durante treinta años de tantas y tantas maneras blasfemó contra la eternidad del Hijo de Dios, atribuyó el nombre de Cancerbero a la Trinidad de las tres personas en una sola esencia divina, destruyó el bautismo de los niños, acumuló la mayor parte de todos los hedores que jamás Satanás vomitara contra la verdad de Dios, sedujo a infinidad de personas y, para colmo, sin haber querido nunca arrepentirse y así dar lugar a una verdad por la cual tantas veces había estado convencido o dar esperanzas de conversión” (tomado de Bernard Cottret, Calvino: la fuerza y la fragilidad, biografía, Editorial Complutense, Madrid, 2002, p. 197).

El recuento de Beza es muy favorable para su causa, pero no guarda relación con los resultados de la política enderezada contra los rebeldes a las directrices de Calvino. En Ginebra tuvo vigencia la divisa de los regímenes autoritarios, donde se hacen “magnánimos” ofrecimientos a los heterodoxos: encierro (cárcel), destierro (expulsión) o entierro (sepultura). Por ejemplo, en febrero de 1555, tras ser elegidos en Ginebra algunos síndicos contrarios a Calvino, éste y sus partidarios se reorganizan para revertir las circunstancias que les son desfavorables. Desde el púlpito Juan Calvino lanza tajantes invectivas contra sus detractores, los
 
demoniza y estigmatiza con el fin de descalificarles ante su audiencia.

Tras ataques y contraataques de uno y otro lado el episodio concluye con una victoria para el bando de Calvino. En la purga teológica y política, que Crouzet denomina “juego calviniano de manipulaciones y contramanipulaciones”, añade el mismo autor, “fueron objeto de persecución sesenta y seis personas en las que, efectivamente, los calvinistas veían enemigos de Dios. De entre ellas sólo fueron ejecutadas ocho, pero porque otras quince, también condenadas a muerte, pudieron fugarse. Cuatro individuos se vieron afectados por destierros de un total de entre tres a diez años… Calvino justificó además todas las sentencias y su propia acción contra [los disidentes] al proclamar que el predicador que no hace de ´buena atalaya´, que incumple por tanto su vocación de ser centinela de Dios frente a los enemigos, conscientemente o por negligencia, es el primer culpable” (Op. cit., p. 249-250)

La cita anterior proviene de un autor, Denis Crouzet, cuya biografía sobre Calvino ha sido bien reconocida por teólogos calvinistas como el cubano Reinerio Arce, rector del Seminario Evangélico de Teología en Matanzas. No se trata de una obra que pueda ser señalada de anticalviniana. Después de analizar cómo enfrentó Calvino los casos de disidencia en Ginebra, Crouzet describe los mecanismos de control empleados para reducir a sus adversarios: “En Ginebra, el calvinismo se impone gracias a la maquinaria que desarrolla Calvino y a la agresividad bíblica que utiliza para que los ´malvados´ se sometan al yugo de la ley… De manera incansable hay hombres que se lanzan contra Calvino y los suyos. Los años pasan y se parecen, y esas actitudes de rechazo, de agresividad expresa o de violencia contenida pueden explicar la voluntad del reformador, hasta su muerte, de no dejar pasar nada, de someter a Ginebra al nuevo orden mediante una tarea de corrección, de delación y de castigo tanto de la herejía como de la idolatría” (pp. 229 y 261).

Desde que Miguel Servet es apresado en Ginebra, el 13 de agosto de 1553, su destino hacia la sentencia de muerte estaba decidido. Todo lo demás, el juicio y sus encuentros cara a cara con Calvino, la consulta ginebrina a líderes eclesiásticos y magistrados de ciudades suizas (Berna, Basilea, Zurich y Schaffhouse), no le librarían de la hoguera. Al contrario, solamente fueron eslabones confirmatorios de lo que Calvino le había escrito a Guillermo Farel (13 de febrero de 1546) cuando recibió un adelanto de lo que sería La Restitución del cristianismo: “Servet acaba de enviarme con sus cartas un grueso volumen con sus delirios. Si se lo permitiera, vendría aquí, pero no le empeño mi palabra, pues caso de venir, si es que mi autoridad sirve para algo, no toleraré que salga vivo” (Roland H. Bainton, Servet, el hereje perseguido, Taurus Ediciones, Madrid, 1973, p. 152).

Con dolor y lucidez por la atroz muerte de Servet, y la decidida participación de Calvino en la condena, Sebastián Castellio escribe en 1554 una demoledora crítica a la conjunción de poderes que terminaron con la vida de aquel hombre. El título de la obra es elocuente, Sobre los herejes y si puede la autoridad civil perseguirlos a muerte. Sí Castellio estuvo en lo cierto, cuando afirmó que “Matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre”. Un recuento de la encendida controversia entre el reformador francés y su enjundioso oponente es el de Stefan Zweig, Castellio contra Calvino, conciencia contra violencia (Acantilado, Barcelona, 2005). Por cierto que Zweig incurre en una exageración y en un anacronismo, al delinear similitudes entre Calvino y Hitler, pero tal conclusión, que “no escapa incluso a una persona iletrada” (Herman J. Selderhuis, John Calvin: A Pilgrim´s Life, IVP, 2009, p. 205) no debiera servir de pretexto para desdeñar el estrujante escrito de Zweig.

Dado que como dice el calvinólogo y calvinista mexicano Salatiel Palomino, en la visión eclesiástica y política de Calvino en Ginebra “el brazo civil con su poder coercitivo se encargaría de implantar el orden moral decretado por el brazo religioso” (Introducción a la vida y teología de Juan Calvino, AETH-Abingdon Press, Nashville, 2008, p. 79), entonces los críticos o decididos adversarios de la fe oficial ginebrina se transformaron en enemigos teológicos y políticos. La vigilancia y hostigamiento contra ellos y ellas fue llevado a cabo por los pastores y los magistrados. Y sobre ambos la influencia de Calvino era evidente. Él, personalmente, o mediante representantes suyos de toda confianza, estaba presente en las deliberaciones y sentencias aderezadas contra los enjuiciados en el Consistorio, el Pequeño Consejo y en el Consejo de los Doscientos. De tal manera que podemos decir que el suyo era un poder panóptico.

Claro que para la construcción de tal poder contó con la participación de múltiples fuerzas, eclesiásticas, políticas y ciudadanas que convergían en las propuestas calvinianas. Sería un error ver el preponderante papel de Calvino en Ginebra sólo como resultado de su férreo carácter. Sin duda que tuvo en su favor apoyos de distinto tipo que le permitieron ser una voz autorizada, y escuchada tanto por encumbrados magistrados como por sencillos feligreses.

Dos grandes protestantes españoles en pleno siglo XVI se distanciaron de Calvino por haber éste dado su aval para la ejecución de Miguel Servet. Uno de ellos fue Antonio del Corro, inicialmente un decidido seguidor de los principios teológicos forjados por Juan Calvino, aunque preservó para sí una distancia crítica que se evidencia en posturas alejadas de las enseñanzas calvinianas. En los últimos diez años de su vida (1581-1591) del Corro prefiere desarrollar su ministerio en la Iglesia anglicana, en Londres, y se aleja del calvinismo del que, por otra parte, nunca fue un incondicional. Debió contribuir a su distancia crítica el hecho de que él mismo, hacia 1562-1563, recibe acusaciones por parte de calvinistas que le consideran “servetista”.

En noviembre de 1566, cuando Antonio del Corro llega a la ciudad de Amberes, la comunidad valona le pide signar la confesión reconocida por todas las iglesias calvinistas de los Países Bajos. Se trataba de la Confesión de Fe redactada por Guy de Brès en 1561, y que había sido adoptada por el Sínodo de Amberes en ese mismo año de 1566. Antonio del Corro se niega a firmar el documento, lo hace por no compartir el tono anti anabautista de los artículos 34 y 36.

El otro español que supo por propia experiencia el significado de lo que es ser perseguido, y que reprueba el cruel asesinato de Servet es nada menos que Casiodoro de Reina, el traductor de la Biblia al castellano. En 1557 Casiodoro, junto con otros doce integrantes del núcleo evangélico conformado en el monasterio de San Isidoro del Campo, en Sevilla, huye y evade a la Inquisición. Se instala en Ginebra, de la que decide salir porque consideraba que la ciudad se había vuelto “una nueva Roma” (Justo L. González, Luces bajo el almud, Editorial Caribe, 1977, p. 60).

Casiodoro de Reina se opone al radicalismo imperante en la Ginebra de Calvino, y “llega a criticar públicamente el haberse condenado a la hoguera unos años antes a su compatriota Miguel Servet” (Enrique Fernández y Fernández, (Las Biblias castellanas del exilio, Editorial Caribe, 1976, p. 113). Cuando se le pregunta a Casiodoro de Reina la razón por la cual había sido quemado Servet, responde: “por falta de caridad”.
 

 


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