Una abuela tiene capacidad para dar a luz a su nieto y una mujer puede ser, a la vez, madre y hermana de su propio bebé. Es factible, por tanto, alquilar el claustro materno y parir por otra mujer, cediéndole después el hijo a cambio de dinero.
Las últimas técnicas de inseminación artificial permiten fecundar con semen del marido o de algún donante anónimo; con espermatozoides frescos o congelados; a mujeres casadas, solteras, viudas o a parejas lesbianas.
Y todo ello sin entrar en el resbaladizo terreno de las posibilidades que se esbozan con la clonación humana. ¿Qué nuevos problemas éticos plantean tales tecnologías? ¿qué efectos psicológicos pueden originar en las criaturas nacidas mediante ellas? ¿dónde está el límite ético entre lo que "puede" y lo que "debe" hacerse?
Ante el desarrollo de toda esta tecnología biomédica es normal que surjan dudas y dificultades que sólo mediante un análisis sereno y serio podrán irse despejando. Existe, no obstante, el riesgo de precipitarse y adoptar posturas restrictivas o demasiado intransigentes. Pero el peligro de que se cometan abusos no debiera impedir que se valoren adecuadamente aquellos aspectos positivos que aporta la nueva tecnología. Todo lo que contribuya a intereses verdaderamente humanos y a paliar el sufrimiento debe ser bienvenido.
No se trata de cerrarse en banda a la investigación que pretende luchar contra la esterilidad humana, sino de exigir que se actúe con moderación y sentido ético. La ciencia sin conciencia sólo puede conducir a la ruina moral del propio hombre, de ahí la necesidad de humanizarla o adecuarla a los intereses y valores auténticamente humanos.
Una reacción de la que se debe huir, por simplona y poco fructífera, es la de creer que, al manipular las fuentes de la vida, la ciencia está violando un espacio sagrado que sólo le pertenece al Creador. Es una equivocación pensar que todos los científicos aspiran a ser como dioses y que están robando algo así como la fruta prohibida del árbol bíblico del bien y del mal. No responde al verdadero carácter del Dios que se revela en la Biblia, ni a la idea del hombre como imagen del Creador.
El Dios que nos manifiesta Jesucristo no es alguien que defiende celosamente ciertos espacios de su poder, en los que el ser humano no puede penetrar. Él desea que su imagen "señoree" y "someta la tierra". El hombre tiene, por tanto, la obligación de seguir investigando y descubriendo los misterios de la vida y del cosmos. El que la ciencia haya llegado a poder hurgar en los gametos y cromosomas, para luchar contra la enfermedad o vencer la infertilidad, no atenta contra el Dios de la Biblia, ni le hace sombra, sino que es el reflejo de la libertad con que se dotó al ser humano.
Esto no significa, por supuesto, que todo lo que se hace en nombre de la ciencia sea éticamente correcto. La libertad puede usarse para el bien o para el mal y, por desgracia, la historia del siglo XX se encarga de recordarnos que en demasiadas ocasiones se ha usado para el mal. De ahí que los nuevos avances médicos supongan un serio reto a la responsabilidad del ser humano. El científico actual debería hacer suya la antigua oración del joven Salomón que le pedía a Dios sabiduría para gobernar justamente a su pueblo.
Desde el nacimiento de la primera niña-probeta, Louise Brown, en 1978, cada año se ha venido incrementando el número de investigaciones y descubrimientos en el terreno de esta moderna tecnología de la fecundación. Tales hallazgos crean con frecuencia la polémica, o el debate popular, ya que remueven los cimientos morales del ser humano. Es como si todo aquello que se relaciona con los grandes interrogantes eternos de la existencia, es decir el nacimiento y la muerte del hombre, generase interés y destapara los sentimientos más arraigados del alma humana.
Pero, por otro lado, es lógico que así sea, puesto que la procreación es una de las más importantes manifestaciones vitales que los humanos compartimos con el resto de los seres vivos. No es, pues, extraño que las parejas o matrimonios estériles procuren transmitir vida y superar, mediante la tecnología médica, aquellos inconvenientes que les impiden hacerlo.
Alrededor de un 15% de las parejas que desean tener descendencia ven frustrado su propósito, debido a que uno de los dos cónyuges -muy raramente los dos- presenta problemas de esterilidad o subfertilidad.
El número de bebés nacidos mediante estas técnicas resulta difícil de determinar con precisión. No obstante, parece que desde aquél primer nacimiento por fecundación “in vitro” de 1978, han nacido ya cerca de dos millones de niños por este mismo método. Tal número de éxitos produce cierta euforia en los matrimonios estériles y contribuye a que la opinión pública crea que todas las parejas no fértiles pueden beneficiarse automáticamente de las técnicas de reproducción asistida. Generalmente se suele hacer poca referencia a los fracasos, pero existen y son numerosos. Éstos dependen sobre todo de la edad de la mujer. La tasa de éxito de la fecundación “in vitro” con óvulos propios oscila entre el 49% para mujeres menores de 34 años y el 18% para mujeres que tienen entre 41 y 43 años. En cambio, para la inseminación artificial con semen del cónyuge los éxitos son inferiores, oscilando entre el 28% y el 1%.
En ocasiones, cuando las esperanzas de las parejas se ven defraudadas se producen situaciones sumamente dolorosas que pueden desembocar en traumas personales.
Matrimonios que tenían ya asumida su esterilidad han visto como el recurso a la reproducción asistida les volvía a abrir una antigua herida. Las burocracias hospitalarias, la tensión de la espera y el desengaño ante los resultados negativos, influyen en la relación entre los cónyuges, tanto en la mujer como en el marido. Se trata de inconvenientes que aunque no sean decisivos, sí deben ser tenidos en cuenta a la hora de valorar todo este asunto.
Continuará…
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