Me vuelvo a resfriar debido a que pasé prácticamente la noche a la intemperie. El té caliente con miel llegó tarde, como sucede a menudo. No obstante, mereció la pena ser espectador de la caza nocturna de lugares extrasolares y únicos. Los espejos que reflejaban otros espejos, trajeron el entumecimiento de los sentidos que a su vez provocan la hilarante necesidad de observar los alrededores sin detenimiento, con una rara música lejana en el interior de la cabeza, con una propensión a los pensamientos frágiles y a la distorsión de las imágenes. La pastilla última del botiquín de la nueva avioneta prestada para continuar el viaje bajo el sol frío. Las gotas traslúcidas derramadas en el cristal que son las lágrimas de ese sol. La sensación de hacerlo todo mal, todo el tiempo. La necesidad de echarse la culpa de las torpezas. La impresión de estarse repitiendo, mezclada con el hecho de pasar las páginas sin buscar nada en concreto. Mirar sin mirar. Falta de oxígeno. Enturbiado oxígeno.
La intención de justificarse incluso cuando uno se sabe perdonado. La conciencia que hiberna en días largos. La humedad reside dentro de uno, y lo obliga a analizar la superficie, imposibilitándolo para comprender lo que hay más allá. Así, desde la avioneta que parece una versión anterior de aquella con la que nos estrellamos en el desierto, con los defectos de un intento infructuoso, observamos en silencio el suelo, temiendo su abrazo y sus espinas.
Salvador, su amigo astrónomo, el piloto y yo nos apretamos en la cabina. Casi no podemos movernos. Casi tememos también el movimiento. Nuestras chaquetas sucias suenan como un papel ligero con la fricción débil de la incomodidad. Pero estamos demasiado cansados para quejarnos. El ronroneo de los motores, supervivientes de guerras que no van con nosotros, nos ayuda a contemplar el paisaje como una maqueta despoblada, cálida a la vez. Nos turnamos para vigilar que el piloto no cabecee.
Mientras tanto, se extiende bajo nosotros La Paloma. Entre el Río Grande y el Huatulame. Allí mueren un poco. Comenta el piloto, en lo que parece su primera frase en varios años, que es el embalse más grande de Chile, que es vasto y profundísimo, y que en su interior contiene un monstruo. Le propongo jugar a que yo adivine de qué monstruo se trata, por medio de preguntas y respuestas. Acepta. No es una leyenda, ni urbana ni de ningún tipo. Hay material fotográfico sobre el mismo. No se ha investigado en revista científica alguna. No causa temor a los habitantes de la ciudad. Es manso, y viejo. No tiene ojos, ni aletas. Ningún turista va a visitarle, pues jamás emerge del fondo.
El desenlace me sorprende mientras nombro las formas que encuentro en la gran laguna artificial: una letra hebrea, un bañista que salta al vacío, un delfín curioso que entra en una cueva. Una grúa, dice el piloto. No le veo forma de grúa, contesto. No, el monstruo del embalse es una grúa, dice. Cuando finalizó la construcción del embalse, parte de la maquinaria se enterró bajo el embalse, y otra parte se hundió en el mar, cerca de Tongoy. No era rentable devolver las máquinas a Estados Unidos, de modo que se sumergieron.
Sonreímos. El resfriado es entonces la enfermedad del mundo que teme descubrir que ya no es invencible.
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