Desde los días de Darwin
los evolucionistas creen que la evolución es un hecho fundamental de la biología. No obstante, a nuestro modo de ver, cometen una extrapolación inaceptable. Una cosa es el cambio evidente que experimentan todas las especies de este planeta, y que se pone de manifiesto por la increíble diversidad de razas, variedades e incluso especies similares dentro de determinados grupos, algo real que no ponemos en duda y que puede deberse a las mutaciones más la selección natural del ambiente, y otra cosa muy distinta, los múltiples cambios generales que propone el darwinismo entre una microscópica célula primitiva y un científico de la NASA, por ejemplo, pasando por los millones de especies biológicas que habitan o habitaron en algún momento la biosfera.
La microevolución es un hecho, mientras que la macroevolución entre los grandes grupos de organización de los seres vivos sigue siendo una teoría. No existe demostración científica de que los mecanismos que actúan en la primera hayan sido los responsables también de la segunda. Extrapolar la selección gradual de pequeñas diferencias, debidas a mutaciones puntuales y cromosómicas que ocurren dentro de grupos como las mariposas o los pájaros, a las enormes divergencias que requiere el origen de las aves o el de los invertebrados, es un gran acto de fe evolucionista.
Otro problema importante para la teoría surge de la improbabilidad de que se originen estructuras complejas por el simple azar. Tradicionalmente esta dificultad se soslayó apelando a los elevados períodos de tiempo que propone la evolución (centenas o millares de millones de años), así como al poder de la selección natural para escoger y conservar lo adecuado frente a lo erróneo. Se dice, por ejemplo, que un chimpancé tecleando al azar podría escribir
El Quijote, si dispusiera de todo el tiempo del mundo y cada vez que acertara una palabra por casualidad, el ordenador la guardara sistemáticamente y la colocara en su sitio. La ardua labor del simio representaría el papel de las mutaciones, mientras que la selección natural sería el trabajo de la computadora. Por tanto, dicha selección de la naturaleza, sin intencionalidad ni reglas, tendría un significado fundamental en el mantenimiento de las variaciones. La naturaleza crearía orden a partir del desorden. No obstante, esto implica también que todo paso intermedio probable entre una especie biológica simple y su descendiente más compleja debería presentar alguna ventaja selectiva. Si no se considera así, la explicación no respetaría la propia teoría darwinista.
Dejando de lado la pertinencia del ejemplo del mono (ya que un ordenador que selecciona y guarda palabras es precisamente un objeto diseñado por un agente inteligente, mientras que la naturaleza desde el punto de vista evolucionista carece de previsión e inteligencia), podemos decir que Darwin no tenía ni la menor idea de cómo era una célula viva por dentro, ni de los complejos procesos que ocurrían en su interior. En la actualidad, la ciencia que estudia las células, la citología, ha descubierto un mundo liliputiense formado por complejas y precisas máquinas moleculares que interactúan entre ellas, planteando un reto fundamental a los principios del darwinismo.
Sabemos que la materia de la que estamos hechos los seres vivos no tiene nada de misteriosa. Las células vivas están constituidas por moléculas formadas por elementos químicos simples como el carbono, el oxígeno o el hidrógeno. Hasta aquí todo parece normal. Sin embargo, lo verdaderamente extraordinario es que tales moléculas y las relaciones que llevan a cabo entre sí, constituyen un sistema altamente complejo y organizado, distinto de todo lo que la naturaleza nos había mostrado hasta ahora. Cuando la información contenida en los genes es desvelada por las proteínas, no se trata solamente de la traducción automática de unas secuencias de letras a otras correspondientes, sino de un proceso complicado en el que las enzimas involucradas “parecen saber” lo que están haciendo o “haber sido programadas” para hacerlo. Desde luego, este comportamiento no habría podido originarse jamás mediante un lento amontonamiento de moléculas a lo largo del tiempo, como propone el darwinismo.
Este misterioso comportamiento de la bioquímica celular es con frecuencia soslayado por los biólogos reduccionistas que pretenden que la aparición de la vida y la complejidad de las células parezcan algo banal e inevitable, que podría ser explicado fácilmente en términos de mutaciones al azar y selección natural. No obstante, las especulaciones por muy creativas que sean nunca podrán alcanzar el estatus de ciencia. Hablar de cosas que “ocurrieron” en el pasado, sin describir cómo es que pudieron haber sucedido a la luz de los conocimientos actuales, es no decir nada desde el punto de vista científico. Esto es precisamente lo que afirma Behe en su polémico libro. De ahí que se le haya criticado tanto, porque sus objeciones suponen un importante desafío para la teoría de la evolución.
Los principales procesos que sustentan la vida, como la fabricación de proteínas, el mecanismo de coagulación sanguínea o el propio sistema inmunológico, así como también todos los órganos complejos como el ojo, las membranas celulares o los flagelos de las bacterias, son procesos y órganos
irreduciblemente complejos (en palabras de Behe). Es decir, en los que esa complejidad no se puede haber formado por mutaciones aleatorias en el código genético y por selección natural, como afirma el darwinismo. En una naturaleza que carece de intención, las fases intermedias de cualquiera de estos órganos y procesos, que no sirvieran para nada, no tendrían por qué perdurar. Si no suponían ninguna ventaja para la supervivencia del organismo en cuestión, la propia selección natural se habría encargado de eliminarlos. Y por otro lado, la probabilidad de que ocurriera una mutación al azar conjunta de todas las partes de cualquier órgano, para generarlo completo de una vez y funcionando bien, es completamente nula.
La conclusión a la que llega Behe, (que es en realidad lo que peor ha sentado al estamento evolucionista tradicional) después de reconocer la incapacidad del darwinismo para dar cuenta del origen de la vida, es que probablemente no existe ninguna explicación natural para este fenómeno y que, por lo tanto, sólo queda apelar a una explicación sobrenatural. Un diseñador inteligente que estaría más allá de las posibilidades de la ciencia humana.
Las primeras palabras de la Biblia ya lo dicen con una claridad meridiana: En el principio creó Dios. Sin embargo, la pregunta sigue en el aire para quienes se niegan a aceptarlas. Si Dios no es el Creador inteligente de este mundo, ¿cómo se forman, mantienen y cambian los seres vivos, poseedores de estructuras extremadamente complejas que no se someten a las explicaciones de Darwin? ¿Por qué el universo parece tan exquisitamente diseñado? ¿Es la conciencia humana un mero producto de la materia? El esférico está en su campo. Ellos son quienes deben responder y demostrar lo contrario.
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