La sensación de encontrarse de golpe con el descubrimiento de un cielo nuevo es mareante en principio, y luego agradable a ratos; te sitúa donde debes estar, que es la posición de mero observador impotente y abrumado por el hecho de estar a 2400 metros, a kilómetros de toda fuente de luz y polvo artificial, ajeno al mismo desierto, bajo una noche que no deja de respirar ni de latir. Por unos momentos, puede pensarse que durante unas horas, el cielo es quien está despierto, observando, y uno es quien está a oscuras, quieto y mudo y perdido.
Aquí, para orientarse, los exploradores tienen que mirar a la Cruz del Sur, señalando hacia el polo. Brotes gamma en la oscuridad, azules si se escudriñan a simple vista, y de ricos espectros según el material que constituya el cuerpo celeste, la nébula, el gas o la fuente de vida, o la estrella de la muerte que se observe en ese momento desde uno de los dieciocho telescopios sincronizados y apuntando al abarcable infinito. Diego dice que los telescopios son espejos que reflejan a otros espejos. Y juntos nos vamos diluyendo bajo el resplandor único.
Diego es el amigo astrónomo del piloto. Cuando tuvimos el accidente, oí cómo el piloto intercambiaba chistes con alguien, y una media hora después, nos recogían en un todoterreno que había dado un rodeo por nosotros, y que se dirigía al observatorio. Por el camino, nos fueron desglosando, de un modo tan críptico como el del físico
explicando los mecanismos del universo, la colección de desencuentros y pequeñas proezas que dieron lugar tras treinta años a este complejo astronómico pionero del cono sur.
Ya se cierra el telón negro sobre las cabezas de alfiler que son los telescopios contemplados desde la lejanía. Diego me dice que hoy van a cazar planetas extrasolares. Que una sección observará los restos de explosiones de estrellas realmente lejos. Que la noche austral es fascinante. Que SN 1987A está cada día más preciosa. Pero principalmente cazan en el cielo nuevo, separando densas protuberancias de espacio profundo. Después callamos, y él sigue trabajando, mientras yo paseo entre dos telescopios, incapaz de bajar la cabeza, absorto en pensamientos pretendidamente profundos. Mañana tendré una contracción definitiva en el cuello.
Compro un lápiz a uno de los científicos, con parte del universo impreso en él. Es un poco difícil localizar algo en él, tan sólo le doy vueltas para imitar la rotación de una galaxia como plegada sobre sí misma. Y mientras siga girándola, habrá infinito. Es una responsabilidad a mi escala insignificante. Pero con todo, seguro que yo fallaré en algún momento.
Vuelvo así al principio. Nosotros somos los desorientados. Vivimos y observamos el cielo bajo una agitada troposfera. Nuestros pensamientos rozan la estratosfera en los momentos más inspirados. Nuestras oraciones apenas si alcanzan la mesosfera, surcada por restos de meteoros fundidos. Una vez pasada la crueldad ultravioleta, aunque ligera, de la termosfera, hay un frío bárbaro, libre de kriptón, de helio, y por supuesto del oxígeno y nitrógeno, esa dulce cicuta envuelta de gravedad.
Si quieres comentar o