Me incorporo, más lento que el sudor, antes que el polvo termine de asentarse y aparezcan los buitres, aunque aquí no haya buitres, pienso más tarde. Tiene la culpa de esto el hambre y el calor. Pero también el montón de chatarra que nos ha depositado de un modo nada amable en este punto que ha elegido por puro abatimiento, cansancio, o lo que sea.
Poco ha cambiado, además, el paisaje desde el despegue. Avanzamos unos 30 kilómetros al sur. Las montañas quizá un poco más lejos, cubiertas de espejismo, absolutamente hermosas y ausentes, inalcanzables. Son de una belleza metálica conmovedora que hace que se me salten las primeras lágrimas. El piloto y Salvador se encuentran bien. La avioneta tiene partes de cobre oxidado. Se tambalean, como si hubieran bebido antes del fin de la primavera, pero ninguno lo ha hecho desde hace días. Se me resiente el tobillo del esguince, pero sólo para llamar un poco la atención. Cosas de mi geografía, la de este cuerpo que parece tener cada órgano donde corresponde.
Otras cosas de otra geografía. Levantamos el vuelo y dejamos atrás una flecha amarilla que deja de significar algo en cuanto tomamos altura. Pasamos unas grietas en el suelo que a pie hubiera significado duras penas e inversión descomunal de tiempo. Vemos dunas que ya no estarán ahí en estos momentos, sino que otras dunas las habrán reemplazado con la fuerza y el
dolor del ocre y los pigmentos del mundo que no podría nombrar sin inventármelos sobre la marcha. Vemos rocas que se hacen migajas, y yo juego a soplarlas desde mi altura, o a sostenerlas entre mis huellas dactilares que las erosionan.
Grande puede volverse el orgullo del hombre en cuanto se eleva por encima de la cordura, en cuanto ve montañas debajo. Y rápidamente puede desvanecerse ese orgullo cuando oye el silencio de un motor estropeándose en alto aire.
Gracias a la pericia del piloto, joven pero con experiencia, conseguimos planear y deslizarnos con un par de saltos bruscos sobre el suelo. Es en terreno llano, con el chasquido de una rueda, donde viene el golpe aparatoso que vuelca el anciano aeroplano. Mirando atrás, mareados y apretando los dientes, nos sigue una columna de humo negro que nos convierte en un fragmento de roca como vomitado del interior de un volcán en actividad.
La radio funciona. La ayuda vendrá pronto, aunque aquí un día son mil años, y mil años como un día. Quiero decir que no se puede fijar el tiempo a nuestro antojo, pues los días aparecen cuando y como quieren. Una hoja sale volando del interior del aparato y se me acerca. La sostengo con firmeza entre las manos y me pongo en cuclillas. Me sitúo en la fecha. Once de enero, dicen las letras grandes, y dos unos como dos cuchillos. Tiene cierta gracia que descubra el día en el que estoy tras un accidente. Salvador se acerca tambaleándose, con mi mochila. La tira junto a mis pies, y me da una palmada en el hombro. El piloto está entretenido, intentando apagar el motor, que ya no arde, pero sigue humeando. Reímos, porque estamos a salvo. Al menos, nos queda agua suficiente. Yo me siento del todo, y escribo estas líneas sin saber de su coherencia, sin prestar demasiada atención. En verdad, ha pasado poco tiempo desde el aterrizaje, y casi sin pretender algo determinado, hago garabatos en el cuaderno, con pocas páginas ya.
El viento pasa sin decir nada. Y he aquí que miro hacia el lugar de donde venimos, y prácticamente es igual. Las montañas a lo lejos aún más borrosas, quizá. De eso, parte de la culpa la tiene el accidente; otra parte no es culpa de nadie.
Si quieres comentar o