A un lado del tórrido paisaje cubierto por una bruma anaranjada, hay dos largas y finas carreteras, líquidas como contempladas a través de un agua invisible y vertical. Una pasa junto al campo de fútbol, que se vacía cada año, a medida que se agota el recurso al que conduce la otra carretera, más larga, más delgada: la mina de cobre. Allí el suelo está sembrado de cicatrices y arrugas abiertas a un cielo de nubes tártaras.
La mina supura bolsas de melaconita, mientras que para extraer otros minerales como la pirita o la calcosina, es necesario arañar un poco más. Gracias al sulfuro, los minerales darán paso, tras varios procesos complicados de enriquecimiento y purificación, a aleaciones de latón y alpaca. El noble cobre se usará quizá para obtener el cadmio de pigmentos para óleo. En los tendidos eléctricos habrá cobre. En mi sangre hay cobre. Cuando como nueces, ingiero cobre. Las plantas necesitan cobre para su fotosíntesis, aunque no haya demasiada vegetación aquí, y para verla, haya que ascender un tramo de los Andes. Todo alrededor tiene la apariencia del cobre sin oxidar, pero de un cobre apagado, marciano.
Esto lo he descubierto hace tan sólo un par de horas. Hasta entonces, no era más que el cuerpo durmiente de un viajero que no pudo elegir entre ser rescatado por habitantes de la reserva, y por un autobús arcaico conducido aún peor que por un camionero de la carretera angosta boliviana. Lo primero que recibí cuando recobré la consciencia fue un baño de agua helada del subsuelo. Sin rechistar, dejé que me espabilaran, me alimentaran, me vistieran y dejaran desorientado en una habitación yerma salvo por unas cortinas blancas de olvidable encaje velado. Al cabo de un rato, un hombre de profundos ojos grises y del mismo cobre sin deteriorar que había estado viendo todo el tiempo, me sostuvo la mirada, y dijo:
- Su corazón se puso furioso anoche, amigo.
- ¿Cómo dice?
Y repitió la frase en inglés. Me sonrió con unos dientes espectacularmente
blancos, y con un rápido movimiento del brazo, me indicó que le siguiera. Enfilamos así una de las carreteras, la que conducía a la mina, y me quedé asombrado de lo diferente que era aquél tipo de mina a lo que me había imaginado. Durante todo el tiempo él permaneció callado, de modo que decidí romper el hielo, una vez descubierto que podíamos conversar en el mismo idioma, y que de continuar con aquél ritmo, acabaríamos por convertirnos en nogal, o en piedra ambulante.
- ¿Dónde estamos?
- Allí está Llullaillaco – señaló al nordeste, y aunque yo no vi el volcán, sí quedé convencido de que allí estaba –. Allí la Laguna Verde – dijo, desplazando al sureste su índice, enhiesto como una espiga, hacia la izquierda –. Allí los Ojos del Salado – y de igual modo quedé seguro cuando su mano se movió tan sólo unos centímetros más –. Al sur, si espera unos meses, verá un desierto de flor lleno de garras de león y un mar de púrpura… pero también puede ir al aeropuerto – sugirió finalmente, más cercano a la realidad, girando casi 90 grados su brazo hacia la dirección del aeropuerto, donde se ponía el sol –. Puede ir donde quiera, yo le acompañaré.
- Gracias – dije, sin dejar de mirar al horizonte, bajo el cual, en la arena, había dispuesta una montaña de hilos de cobre del que sobresalían brazos como gorgonias del Caribe.
Y ahí quedó el diálogo. Decido ir al aeropuerto. No haré más preguntas sobre mi rescate. Cuando a uno lo rescatan tantas veces, deja de hacer preguntas superficiales del tipo “Por qué”, o “Cómo”. Tan sólo acepta los acontecimientos, y se lanza de nuevo al siguiente paso. Quizá lo que se pregunta es cuándo volverá a encontrarse en apuros.
He dado un rodeo largo, esa es la cuestión, y tengo que continuar adelante cuanto antes. El que me ha rescatado (Salvador se llama) también sabe cuáles son las reglas, y no tengo más que agradecerle su ayuda. Dice: “al aeropuerto, entonces”. Pues al aeropuerto.
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