En el mensaje de Jesús la vida humana aparece como un bien fundamental pero no constituye nunca un valor absoluto.
El único absoluto es siempre la extensión del reino de Dios en la tierra, para lo cual fue incluso necesario que el Hijo del Hombre padeciera y diera su propia vida terrenal.
En cierta ocasión, en la que el Maestro reveló a sus discípulos su próxima muerte y su posterior resurrección al tercer día, les dijo:
"Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, éste la salvará" (
Lc. 9:23-24).
Lo más importante para el Señor Jesús no era la vida biológica y temporal del hombre sino su disponibilidad para ofrecerla en la causa del Evangelio. Lo que se solicita aquí al discípulo cristiano es el testimonio de la propia vida no sólo en el martirio, que en ciertos momentos de la historia ha sido inevitable, sino también en la lucha diaria frente a la incredulidad de este mundo.
Perder la vida por el reino de Dios es, en el pensamiento de Cristo, gastarla por la liberación del hombre y avanzar hacia la vida definitiva. En el fondo es ganarla de verdad. Pretender, sin embargo, realizarse al margen de Jesucristo y del reino de Dios es colocarse fuera de la vida y de la historia, sin tener ya esperanza de salvación.
El mensaje del Maestro es pues un desafío directo a la muerte. Con Él se puede vencer el poder del mal mediante la renuncia al yo egoísta que sólo aspira a "ganar" la propia vida por medio de logros grandiosos realizados a expensas de otros. Jesús, por el contrario, propone "perder" la vida en la entrega a los demás.
El ejemplo de Jesucristo, el Buen Pastor que ofrece su vida por sus ovejas (Jn. 10:11), constituye el modelo supremo para todo cristiano. Tal como recuerda el apóstol Juan, el amor del Señor se muestra sobre todo en que
"él puso su vida por nosotros" y, por lo tanto,
"también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos" cuando sea necesario (
1 Jn. 3:16).
Es obvio que los creyentes debemos respetar la vida, pero tal respeto no tiene por qué alcanzar fórmulas idolátricas y absolutizadoras. La vida humana no es el bien supremo o absoluto que habría que salvaguardar y proteger por encima de todo. Es cierto, en efecto, que la Biblia considera la vida del hombre como un valor fundamental, pero también enseña que hay que estar dispuesto a darla cuando sea menester.
El apóstol Pablo les comentaba a los cristianos de Corinto:
"Porque nosotros que vivimos, siempre estamos entregados a muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. De manera que la muerte actúa en nosotros, y en vosotros la vida" (2 Co. 4:11-12). Aquí se señala claramente que la causa del Evangelio tenía más valor para Pablo que su propia vida humana. El gran apóstol de los gentiles era perfectamente consciente de que estaba poniendo en peligro su existencia terrena por amor a los corintios y a su ministerio pastoral. Estaba llevando a la práctica las palabras de Jesús:
"nadie tiene mayor amor que éste, que uno ponga su vida por sus amigos" (
Jn. 15:13).
En la ética del Maestro, por tanto, la vida de la criatura humana constituye un valor fundamental, pero nunca absoluto. El único absoluto para el Señor Jesús es la causa del reino que Él trajo a la tierra.
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