Todos estos elementos me dejaron pasar sin demasiada atención; pero daría lo que fuera ahora mismo por estar allí, aunque sólo fuera para permanecer sentado en sus afiladas rocas, bajo el faro y contemplando perezoso las tormentas eléctricas que se pierden en el cielo del desierto. Al menos tendría rompeolas en los que quedarme absorto. Es el único aliciente que sacude las noches de este Atacama hostil, tal como debe serlo la superficie de Venus.
Me acerco a los labios la cantimplora y bebo su contenido: 0´01 centilitros de agua de la última lluvia, que se evapora antes de tocar mi lengua. Lo que no es mucho, teniendo en cuenta que un centilitro es la centésima parte de un litro. Hago este cálculo dibujándolo en la arena caliente. Nadie aparece por estos parajes que al principio resultan conmovedores, hasta inspiradores, pero poco a poco se tornan vanos primero, y después inquietantes por su silencio. Esperaba ver dunas, pero aún falta para ello, hay que ir más hacia el sur. No es tampoco el punto más apropiado, aproximadamente a mitad de todo camino, para estropear un vehículo. Claro que el todoterreno no es de la misma opinión.
Acerco la palma de la mano a la frente, palpando la capa de sudor que me recubre. Me concentro en detener el parpadeo involuntario. Oigo rumores de tormenta a lo lejos, pero aquí el cielo es tan engañoso como un corazón cualquiera. Y tan yermo como el duro suelo, que parece construido así a propósito, para crear una sensación de escenario donde caben un montón de tragedias. Cae una gota de sudor. Parece que aún queda algo de esperanza, y a ella acudo para soportar el terrible espacio apartado como una escena de una mala película de ciencia ficción ambientada en un futuro disparatado. Si algún día logro dar con la fórmula para obtener agua de donde se desee, el primer sitio donde lo probaré será este desierto.
Puestos a pedir ayuda, preferiría que me rescatara un lugareño. Los atacameños son capaces, según me informaron en Chañaral, de cultivar en esta tierra y de instalar campamentos con todos lo imprescindible para sobrevivir como lo hacen los seres invertebrados que habitan al este. Las plegarias por la lluvia no les funcionan tan bien, pero teniendo el río tan cerca, no tiene mucho sentido enfadarse.
Alzo la cantimplora por encima de la cabeza. Me tiembla el costado derecho, y me encuentro aturdido. Sueño con que llueve torrencialmente y bebo soledad. Agoto así el cinismo típico del occidental desprovisto de una de las necesidades básicas, de esas que en su medio ambiente controlado está habituado a no cuidar ni contemplar.
Un par de horas después me parece ver el comienzo del delirio. Un punto en el horizonte hacia el este viene en mi dirección. Tardará un buen rato, de modo que me recuesto en el capó del vehículo, que ya no se queja. No sé cuánto tiempo he esperado, sólo he retenido el olor a sal, y la sensación de los labios quebrados.
Lo primero que hace el espejismo al llegar es obligarme a morder una planta dulce que derrama un espeso líquido, que para equilibrar, es amargo. Huele a flor olorosa, después a especias, y luego a talco. La sombra que me socorre es alta y fina como tallo de maíz. Me palpa la frente y me toma el pulso. Una segunda sombra le ayuda a introducirme en otro vehículo, sin asientos, ardiente y con un intenso olor a tapicería ajada y ambientador de limón pasado. Una voz en español trata de hacerse entender, pero estoy muy cansado. Entre botes bruscos del coche, me deposito en un sueño arenoso. No podía ser de otra forma. Siempre acude ayuda cuando menos la espero, cuando me he cansado de despotricar contra los elementos, y me rindo a la providencia. Que esa ayuda se corresponda totalmente con mis deseos, es un asunto que no me pertenece dilucidar.
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