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Fundamentalismo, integrismo, terrorismo y religión

Toda clase de fundamentalismos están en boga en las sociedades contemporáneas. Esas visiones de la vida buscan ofrecernos sistemas acabados que tienen respuestas para todo, así como soluciones definitivas para cada problemática, ya sea personal y/o social.
KAIRóS Y CRONOS AUTOR Carlos Martínez García 12 DE SEPTIEMBRE DE 2009 22:00 h

Por su parte el integrismo es panóptico: todo lo incluye en su ojo vigilante, como lo adelantara literariamente George Orwell, en su libro 1984. El integrismo sanciona cada pensamiento y conducta de acuerdo con un canon bien establecido por los intérpretes de los textos sagrados, sean religiosos y/o políticos. En cuanto a la intolerancia, ésta es casi consustancial a cada grupo humano; la variante es la forma en que se exterioriza, ya sea como un simple movimiento negativo de cabeza o mediante actos que buscan la desaparición de los diferentes.

El fundamentalismo debe su nombre a una reacción dentro del protestantismo conservador estadounidense. En una conferencia que tuvo lugar en las Cataratas del Niágara el año de 1895, los asistentes coinciden en defender cinco puntos, los que consideraban fundamentales para la fe cristiana: 1) La inerrancia de la Biblia. 2) El nacimiento virginal de Jesús. 3) Su muerte en la cruz, sustituta y salvífica en favor de los pecadores. 4) Su resurrección corporal. 5) Su inminente retorno a la tierra.(1)

Tiempo después, a principios del siglo XX el ala más conservadora del protestantismo norteamericano produjo una serie de libros titulados The Fundamentals. El objetivo de los volúmenes era fijar las verdades del cristianismo frente a los avances del ala liberal protestante, la que cuestionaba, o negaba, la dimensión sobrenatural de algunas enseñanzas bíblicas. En consecuencia, como ha dicho Umberto Eco, el fundamentalismo es antes que todo un “proceso hermenéutico ligado a la interpretación de un libro sagrado”. Por supuesto que el fundamentalismo existió mucho antes de los primeros años del siglo pasado, pero es a partir de entonces cuando la postura que toma literalmente los postulados bíblicos, o de cualquier texto tenido por divino, llega a ser conocida con aquel concepto.

Fundamentalistas hay en todas las religiones, pero esto no tiene por qué ligarse, necesariamente, a posturas agresivas o imposiciones éticas a quienes tienen otras creencias y prácticas. Por ejemplo, grupos que se consideran poseedores de la verdad, y practican una clara diferenciación entre ellos y el resto de la sociedad, pueden ser, o no, imposicionistas para con los “del mundo”. En buena parte de tales grupos se ingresa por conversión, y acto seguido se establece un compromiso del converso en las tareas de difundir su nueva fe. Se espera que los postulados éticos de la creencia sean practicados por los integrantes de la agrupación, pero no por los de afuera porque carecen de la internalización de los principios doctrinales/éticos que solamente da la experiencia conversionista. El compromiso es voluntario y, por tanto, el integrismo (definido como la disposición a practicar las enseñanzas religiosas en cada aspecto de la vida cotidiana) es limitado, ya que está circunscrito a quienes conforman el grupo.

Muchas veces hay confusión entre fundamentalismo e integrismo, y se les toma por sinónimos. Nuevamente recurrimos a Umberto Eco para clarificar el malentendido semántico: “Por integrismo entendemos una posición religiosa y política, a la vez, que persigue hacer de ciertos principios religiosos un modelo de vida política y la fuente de las leyes del Estado”.(2) En este sentido son integristas organizaciones católicas como El Yunque, en México, Osama Bin Laden y sus huestes, la Christian Coalition, organismo conservador estadounidense, y un muy amplio abanico de agrupaciones que buscan imponer mediante las estructuras de poder sus convicciones religiosas a toda la sociedad. Todo integrista es fundamentalista, pero no todo fundamentalista es integrista. La que hacemos puede parecer una diferenciación ocioso, de tintes academicistas, pero en el matiz hay una distancia que es importante tener en cuenta al momento de los análisis que conforman nuestras decisiones y actitudes.

Aunque nunca se fueron del todo, en las últimas décadas del siglo XX vimos la resurrección de los integrismos. Mientras parecía constante el avance del Estado laico, con distintos ritmos, por todo el orbe, imperceptiblemente, se iban fortaleciendo los gurús, profetas, iluminados y santones que prometían llegar al cielo por asalto e instaurarlo como realidad factible en las sociedades terrenales. Para ellos, quienes duden de la promesa, la critiquen o desdeñen son infieles a quienes no vale la pena convencer, sino que es necesario someter. En dicha acción todos los medios son válidos. Contra los herejes, sentencian iracundos, cualquier recurso es útil dado el tamaño de su contumacia y peligrosidad.

Entre los integristas cabe hacer una diferenciación: quienes buscan universalizar al conjunto de la sociedad sus convicciones ético/religiosas por canales legales; y los extremistas violentos que santifican acciones destructivas para atacar a sus adversarios, los que son presentados como el supremo mal y ante el que son válidos todos los medios. De esto se derivan acciones bien concertadas, terroristas, que son concebidas como formas necesarias para enfrentar a lo previamente satanizado y tenido por infiel.

Un componente del terrorismo de raíz religiosa es su absoluta convicción de que se trata del cumplimiento de una misión divina. Por lo tanto el corazón de sus acciones, sean los que sean sus costos y resultados, es la divinización de la encomienda. Desde la lógica santificadora del terrorismo provocado por creencias religiosas no caben negociaciones con los enemigos, tampoco cálculos acerca de los sangrientos daños colaterales que los atentados necesariamente conllevan y el sufrimiento que provocan en la población ajena al grupo que los extremistas religiosos violentos buscan dañar.

Ataques violentos esporádicos y aislados motivados por un sentido de misión religiosa no serían terrorismo, porque “entendemos por terrorismo una táctica, preferente aunque no exclusivamente política, que consiste en la ejecución seriada y sistemática de acciones puntuales de violencia. Para ser considerada terrorismo, la sucesión de actos de violencia ha de alcanzar un alto grado de intensidad. El terrorismo requiere una organización críptica, bien porque el sujeto ejecutante actúa de forma clandestina, bien porque constituye la vertiente oculta de una organización legal, sea ésta un grupo privado, un organismo político o el propio Estado. La finalidad del terrorismo consiste, no en vencer por las armas al adversario, sino en socavar su resistencia, creando un estado de inseguridad por efecto de la intimidación generada por la sucesión de actos de violencia”.(3)

Parte constituyente del terrorismo religioso es su sistematicidad, es decir la adopción de la violencia contra los otros no de manera excepcional y temporal, sino como vía permanente y de amplio rango. Se trata de la orquestación continua de acciones que buscan amedrentar y golpear de forma fulminante a los herejes y sus territorios. En el camino para lograr lo anterior hay una hermenéutica que absolutiza, que ve como un todo, a los sistemas sociales que dan cabida a la pluralidad valorativa ética, política, cultural y religiosa.

La intolerancia agresiva, ya sea simbólico y/o física, encuentra terreno fértil por todas partes. Lo mismo entre los rancheros texanos que se organizan para atacar a quienes les parecen indocumentados; que campea en el mundo académico mediante las intrincadas explicaciones del doctor de Harvard, Samuel P. Huntington, en su libro ¿Quiénes somos? Los desafíos a la identidad estadunidense (Ediciones Paidós, 2004), en el cual pontifica sobre por qué Estados Unidos debe revitalizar su herencia cultural fundante y excluir a quienes la amenazan, como los latinoamericanos reacios a convertirse al American Way of Life.

De la misma manera la intolerancia florece en algunas comunidades indígenas mexicanas, donde expulsan a quienes se convierten al protestantismo; y se reviste de prestigio académico entre científicos sociales dados a teorizar sobre las razones por las cuales en los pueblos indios deben seguir practicando sus ritos ancestrales y rechazar al “demonio” protestante.

Ante todo esto es imprescindible reforzar las tareas educativas que difundan el valor de esa frágil virtud que es la tolerancia, la noción de que los otros tienen derecho a elegir y reproducir sus rasgos identitarios. La tolerancia por sí misma no puede enfrentar a sus enemigos, necesita el entramado de las leyes que sujeta los ánimos monocromáticos de los imposicionistas. La construcción de la tolerancia, en el ámbito personal y social, es insustituible en las personalidades y sociedades auténticamente democráticas.



1) Consultar la obra de Justo L. González, Essential Theological Terms, Westminster John Knox Press, Luisville, Kentucky, 2005, p. 66.
2) “Definiciones lexicológicas”, varios autores, La intolerancia, Ediciones Granica.
3) Antonio Elorza, “Terrorismo y religión”, Letras Libres, mayo de 2005.
 

 


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