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Apatía botellónica

Es una vista desoladora, como un antiguo bosque desertizado e inundado de hormigón, la universidad española vista desde las Humanidades, las carreras de humanidades pero también las Humanidades puras y duras, las ciencias de lo humano. Aunque no sea algo estrictamente literario, me veo en la necesidad de justificarme y justificar mi postura, que es la de, muchos dicen, alguien demasiado cabezota.
EL ALMA DEL PAPEL AUTOR Noa Alarcón Melchor 12 DE SEPTIEMBRE DE 2009 22:00 h

Como parte integrante del ambiente universitario, a mí me deberían emparedar en uno de los pilares de mi facultad de Filología porque, me temo, me quedaré allí casi para siempre: no por gusto, ni nada honroso, sino porque la carrera se me está haciendo eterna. No me importa demasiado porque disfruto aprendiendo, pero llevo ya ocho años de proyecto universitario, y los que me quedan aún, creo.

Estos días una columna de opinión del periódico El País hablaba de mí: tampoco es que hablara de mí, pero sí que hablaba de mi situación. Yo no soy profesora, pero entiendo a los que abandonan porque yo misma me lo he planteado muchas veces, y no abandono porque tengo la suerte de pertenecer a una de las carreras minoritarias con las que nadie se mete por considerarlas inútiles. Sobrevivimos a los cambios de turno por inercia, por cabezonería y por la dejadez de las Autoridades que, por una vez, también consiguen hacer algo bueno de su ineptitud.

En este artículo Rafael Argullol, poeta, escritor y, precisamente, profesor universitario, habla acerca de la falta de ilusión de los estudiantes universitarios que en algún momento de sus vidas serán licenciados y después profesionales. Explica, y es cierto, que los nuevos estudiantes están abandonado el proyecto ilustrado de la Universidad como órgano de curiosidad y conocimiento, y se lo toman cada vez más como un servicio militar, como un expendedor automático de diplomas y títulos, algo desapasionado que tienen que sufrir sin ilusión para poder conseguir un título que les dé acceso a un trabajo mejor remunerado.

La clave de lo que dice Argullol es terrible: “Los cachorros se limitan a poner provocativamente en escena lo que les han transmitido sus mayores, y si éstos, arrodillados en el altar del novorriquismo y la codicia, han proclamado que lo importante es la utilidad, y no la verdad, ¿para qué preferir el conocimiento, que es un camino largo y complejo, al utilitarismo de la posesión inmediata? Sería pedir milagros creer que la generación estudiantil actual no estuviera contagiada del clima antiilustrado que domina nuestra época, bien perceptible en los foros públicos, sobre todo los políticos. Ni bien ni verdad ni belleza, las antiguallas ilustradas, sino únicamente uso: la vida es uso de lo que uno tiene a su alrededor.” Así, los profesores universitarios abandonan por no poder luchar contra esta plaga de indiferencia y apatía, y los estudiantes se siguen abandonando sin que nadie les lleve la contraria, más aún, diciéndoles todos que su esfuerzo abúlico es un bien para la sociedad.

Luego se preguntan por qué razón, en esta España que le encanta estar en todas las listas, la única universidad que está en el ranking de las mejores del mundo, (la Universidad de Barcelona, a la que yo asisto), está nada y más y nada menos que en el puesto 104; la octava potencia mundial no tiene universidades decentes, ni verdaderas intenciones de tenerlas. Tal vez, supongo, se conforman con un futuro mediocre y utilitario.

 
Y mientras siguen poniendo parches a este sistema obsoleto, además, linchan a los que, en realidad, son buenos estudiantes, a los que les interesa aprender. Por ejemplo, aunque se quejen de que los jóvenes no se van de casa, no conceden becas de estudios a los jóvenes independizados porque consideran que si se pueden pagar una casa se podrán pagar también los estudios. Por ejemplo, no invierten en Investigación y Desarrollo en las Universidades porque consideran que los estudiantes son poco maduros para hacer nada innovador por su cuenta; y no se paran a mirar a los estudiantes con iniciativa, que los hay, y muchos, que son los que se acaban fugando de aquí porque no les dejan hacer nada; hace pocos días un amigo informático que está preparando un proyecto de investigación (y se le ocurrió a él solito) sobre un programa que ayude a los Neurólogos a trabajar sobre las características fisiológicas de la Psicolingüística me contó que no le han aprobado el proyecto que presentó aquí en España porque decían que eso no era Informática, que no se ceñía a lo que él había estudiado, y que probara suerte o bien en Alemania o en Estados Unidos.

Sin embargo, sí apoyan la investigación de las empresas privadas, con lo que, peligrosamente, la Universidad se acerca cada vez más a un proyecto empresarial, o sea, a dar dinero a los empresarios. Por ejemplo, en muchas nuevas Universidades, como la Carlos III de Madrid (a la que se señala como modelo a seguir por las Autoridades y a la que, sin embargo, sus estudiantes aborrecen hasta la muerte), las carreras están orientadas deliberadamente al aprovechamiento por el mundo empresarial. Si no, no se explica que en la licenciatura de Humanidades haya una sola asignatura de Literatura y seis o siete de Economía, mientras que en otras universidades ocurre el caso contrario con la misma carrera. Otras universidades, directamente, han abolido las carreras que no tienen una clara implicación económica, sino solamente una implicación de conocimiento: se salva Derecho, pero no Filosofía.

Y puedo poner ejemplos hasta el hartazgo. Pero en realidad, lo que haré será explicar por qué hace unos años abandoné Filología Hispánica al comienzo del segundo ciclo.

Cuando empecé la carrera, en parte lo hice porque me caían bien mis profesores de Literatura, me parecían los más inteligentes de todos. Una vez una profesora de Biología del instituto, sin embargo, nos dijo que estudiar carreras de humanidades era una pérdida de tiempo, que la gente mejor preparada eran ellos, los de ciencias, que además de ciencia sabían de Historia, Lengua y Literatura. Sin embargo, mis profesores de Literatura, a pesar de no poseer conocimiento de Biología Molecular ni Física Cuántica, siempre fueron mucho más respetuosos y tolerantes, o al menos eso me parecía a mí entonces.

El primer año éramos doscientos alumnos en la Universidad Complutense. La primera clase a la que asistí fue Literatura Hispánica Medieval. En vez de hablar del Cid y sus amigos, el profesor estuvo el primer mes de clase (de un periodo que abarcaba cuatro meses) haciéndonos copiar a mano una lista de unos treinta folios de todas las revistas que se publican en Europa del tema, sin obviar, por supuesto, todas las Asociaciones y Sociedades de la que él era presidente, vicepresidente o invitado de Honor porque, decía, había poca gente que supiera más que él del tema. Aún así, no nos habló mucho del tema, habló más de sus trabajos en esas Sociedades. Tampoco se le ocurrió la idea de ahorrarnos copiarlo todo a mano y perder tiempo dándonos unas fotocopias. No me extrañó nada que la gente abandonase. Así, poco a poco, la cosa fue degenerando.

La base de todo este sistema no era aprender a pensar y a analizar por nosotros mismos, sino copiar buenos apuntes, aprendérselos de memoria y después vomitarlos en el examen final. Nada más aparte de eso importaba. Incluso, uno de los requisitos para aprobar aquel primer curso de Latín no era hacer una buena traducción de un texto, sino presentarle al profesor antes del examen final unos apuntes impolutos, y a mano, y si no los presentabas con buena caligrafía, te suspendía. Así, asignatura por asignatura. Hubo algunas con buenos profesores, sinceramente, en las que se aprendía mucho y con las que disfrutabas, pero para asistir a esas debías pasar por el suplicio de las otras. No ya es que fueran temáticas aburridas, que la literatura no es aburrida, sino que consiguieron matárnosla del todo. A mis compañeros, para mi asombro, no les importaba nada más que copiar. El colmo, aquello que me impulsó a pensar que no tenía futuro allí, fue al comienzo de un curso de Literatura del Siglo de Oro. El
primer día la profesora nos anunció que no iba a decir nada sobre Lope de Vega, Calderón ni Cervantes, que como consideraba por convicción que tenía que defender la figura de la mujer, hablaría de mujeres escritoras relevantes en el Siglo de Oro: o sea, ninguna. En Literatura Hispanoamericana no conseguí aprender nada más que una cosa que me fascinó: que el paisaje juega un lugar muy importante en la Literatura de allá, que es imprescindible, al contrario que en Europa. Lo demás… creo que habló de una monja que escribía poemas sacros, y estuvo hablando de ella varias semanas. Yo pretendía llegar a entender a Borges, pero a aquella mujer no le importaba más que su monja. No estaba en las mejores de la clase, que no eran aquellos que hacían preguntas, sino los que estaban más calladitos en la primera fila. Si pedíamos orientación laboral, nos decían que prácticamente estaba todo investigado en Hispánicas, que lo mejor era sacarse unas oposiciones al profesorado e intentar pasar la vida lo mejor posible, que esa carrera no tenía mucho futuro.

Así pues, abandoné, pero no porque sí, sino porque a mí particularmente me había picado el bicho de la investigación y no me podía conformar. Uno de aquellos cursos teníamos que coger asignaturas obligatorias de otras filologías, y asistí a Instituciones Bíblicas, de Hebreo, y el profesor vivía apasionado con lo que explicaba, y a mí me convenció. Además, no dejaba de hablarnos de todas las cosas que aún quedaban por estudiar, ¿y quién, con un espíritu inquieto, se puede resistir a eso?

No sé si mi ejemplo sirve para entenderlo mejor, pero tendrían que venirse conmigo a la biblioteca de mi facultad. No quiero dármelas de ejemplo, y no es mérito mío, sino de los buenos profesores que aún quedan que nos han inculcado este trabajo, pero me veo obligada a describirme: cuando llego, empiezo a sacar libros y apuntes, me hago con un par de diccionarios, esparzo mis bolígrafos por la mesa, me levanto cuatro o cinco veces al mostrador de información para pedir ayuda sobre libros que he de consultar y no encuentro, y a los que se sientan a mi alrededor, normalmente, les molesta mi actividad. No hago ruido, lo prometo, pero me miran mal. Nadie tiene un diccionario, nadie se levanta a consultar libros, nadie busca referencias. Si los alumnos que estudian literatura no están interesados en leer, ¿qué nos queda? Además, no están interesados en leer nada. Los de El País, todos los años, durante unos meses te ofrecen apuntarte a unas listas para recoger gratuitamente el periódico en el campus a diario. Siempre sobran ejemplares, todos los días, o aparecen tirados por ahí.

Eso sí: que nadie les quite su derecho al botellón. Me han invitado a decenas, cientos de ellos. Algunas facultades y asociaciones de estudiantes solamente se ponen de acuerdo para preparar fiestas de alcohol. En Madrid, hace tiempo, me encontré un día con una compañera del trabajo que estudiaba, como yo. Trabajábamos el turno de la tarde juntas, y le propuse ir a comer cuando me la encontré: no podía entretenerse, tenía que ir a un botellón. “Ya sabes”, me dijo, “hay que potenciar la vida social, es lo único que nos queda”. Eran las doce del mediodía y estaba faltando a clase.

Lo peor es que socialmente sigue estando bien visto este modelo de Universidad.

Es, como dice el autor del artículo, que ya no importa la verdad, ni la belleza, solamente la utilidad, o ni siquiera eso: el entretenimiento. Tener un mejor trabajo para tener más cosas y más caras. Creo que si este es el futuro al que nos enfrentamos, una de las bazas del cristianismo no es ya, solamente, la Redención: es que de hecho somos más inteligentes. Al menos la necesidad diaria de Dios nos hace ser más inquisitivos y mirar siempre las cosas desde otro punto de vista, y no tragarnos como morsas los anuncios de la televisión y no acabarnos de creer que el fin último de la vida sea la felicidad rápida y vacía que nos ofrece el entretenimiento banal. Creemos, porque lo sabemos, que podemos aspirar a una vida más rica y profunda, porque existe.

Estos días de atrás desde el Editorial de este periódico se planteaba cómo podíamos, como cristianos, enriquecer a nuestra sociedad. Creo que es hora de que nuestra pasión por la vida salga a la luz, también, en los círculos intelectuales, y que lo hagamos con la dignidad que se merece nuestro mensaje. Pasión por la vida, por el conocimiento, por la belleza. Aquellos que estamos agradecidos por el cambio operado en nosotros deberíamos ser los primeros en dar ejemplo de cómo aún queda curiosidad en el mundo, y cómo esa curiosidad es la única capaz de hacerlo andar hacia delante. Es posible que este país no nos dé muchas oportunidades, porque de hecho, no las da, pero tenemos que intentarlo, porque es nuestro deber dentro de la Gran Comisión.

Supongo que, además, nuestros planteamientos evangelísticos, aquellos destinados a gente de clase media y con estudios universitarios (porque el darle pan a los pobres sigue siendo imprescindible), están un poco desorientados. Siempre actuamos con la idea de atentar a su curiosidad y no funciona, y nos preguntamos por qué: porque no tienen. Si hemos de llegar a alguno de ellos, creo, es hora de empezar a plantearse un mensaje que apele a su apatía vital.
 

 


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