Ataúlfo y su ataúd

Ataúlfo nunca entendió por qué Adán no murió en el momento que fue objeto de la maldición divina en el Paraíso. Si había de morir igualmente ¿qué necesidad tenía de dar bandazos por el mundo para estrellarse luego contra el granito lapidario? Con la mayor de las conformidades esperaba expectante el momento de su muerte. Toda su motivación estaba centrada en la despedida final.

Para ser más coherente con dicho trance decidió trasladarse a una vivienda con vistas al cementerio del pueblo. ¿Para qué engañarse? Había rechazado toda actividad fruto de la ilusión por vivir. Su obsesión era estar preparado para el momento de su partida. Fue advertido por el pastor de la iglesia sobre los imprevistos que podría encontrarse en el más allá, en cuanto a requerimientos divinos se refiere.

Por fin llegó el momento esperado. Cierto día cayó como un saco de patatas por el hueco de una chimenea quedando tan mal parado que el médico le pronosticó un mes de vida.

Sumamente contento por disponer de un mes, Ataúlfo comenzó los preparativos de su sepelio. Envió invitaciones a sus vecinos, pidiendo la confirmación de asistencia a la ceremonia funeraria dado que pensaba dar un aperitivo. Incluso escribió un borrador para el sermón del pastor, e hizo el diseño de su esquela funeraria.

Pero Ataúlfo, en los últimos momentos de su vida perdió la ilusión de morir. Se desanimó cuando no hubo vecino que le prometiese asistir al sepelio, con aperitivo y todo: Era el resultado de no haber cultivado en vida amistad alguna. Tampoco pudo incluir en el sermón del pastor el recuerdo de obras meritorias, ni la mención de ser querido por alguien: Se había distanciado en vida del mundo y de la familia. Tanto prepararse para la muerte se olvidó de vivir.

Cuando ya los moribundos piensan en la eternidad, Ataúlfo solicitó desconsolado a la empresa funeraria que hiciera el favor de orientar la lápida hacia su abandonado hogar, su desaprovechada vida. Así murió y así lo enterraron.