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¿Por qué Dios crea y ama la vida?

La antropología de Dios (II)

Las diferentes antropologías no cristianas, tratadas en artículos anteriores, dibujan un perfil sombrío y profundamente antihumanista del ser humano. La confusión que generan las cuestiones acerca del origen y la identidad del hombre ha llevado, a lo largo de la historia, a aberraciones y discriminaciones de todo tipo. Jürgen Moltmann, por ejemplo, refiriéndose a la singularidad humana escribe: "Una vaca siempre será una
CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz Suárez 15 DE AGOSTO DE 2009 22:00 h

Es obvio que el teólogo alemán tiene toda la razón. Resulta evidente que existe un abismo entre los animales y el hombre por lo que respecta a los niveles de autoconciencia, capacidad reflexiva, subjetivismo, abstracción, creatividad, espiritualidad y otras muchas cosas más. No obstante todavía hoy, en ciertos lugares como la India, las vacas se siguen considerando sagradas y se las respeta mientras que las personas viven miserablemente o se mueren de hambre como si fueran gusanos. Son las paradojas a que conducen ciertas visiones sobre el valor de la vida humana. Las Sagradas Escrituras muestran, sin embargo, una perspectiva radicalmente nueva y diferente que vamos a analizar.

La Biblia enseña desde el primer capítulo del Génesis que el universo y la vida proceden de Dios, que fue Él quien diseñó los cielos y la tierra. Quien dijo: "sea la luz; y fue la luz". Quien llamó a las aguas Mares y a lo seco Tierra. El que originó los astros y bendijo a los seres vivos. Y también el que formó al hombre y la mujer a su imagen y semejanza. El escritor del relato de la creación repite hasta seis veces la misma frase: "Y vio Dios que era bueno" (Gn. 1:10, 12, 18, 21, 25 y 31) con la intención de demostrar el beneplácito divino sobre todos los seres creados. Dios aprueba su creación original. El estima la vida y en adelante ella constituirá un bello don y un regalo del Sumo Hacedor que se irá transmitiendo de generación en generación.

No obstante, muchas personas se han preguntado a lo largo de la historia acerca del motivo de la creación. ¿Cuál habría sido la finalidad última del Gran Arquitecto? ¿Qué razón le impulsó a crear? ¿Acaso tenía Dios necesidad del mundo material? ¿Le era menester la relación con el ser humano? ¿Precisaba de nuestra compañía o nuestra adoración? Estas preguntas han venido sembrando la duda y la inquietud desde la más remota antigüedad. Así, el paciente Job se cuestiona en medio de sus desdichas: "¿Por qué me recibieron las rodillas?... ¿Por qué se da vida al hombre que no sabe por dónde ha de ir,...?" (Job 3:12,23). Y el salmista lanza a los cuatro vientos su duda existencial: "¿Por qué habrás creado en vano a todo hijo de hombre?" (Sal. 89:47).

Ciertos filósofos griegos, como Séneca y Platón, se apresuraron a responder tales dudas afirmando que probablemente fue la bondad de Dios lo que le impulsó a crear el mundo y la vida. Según este razonamiento el Creador habría deseado comunicarse con sus criaturas. De ahí que las formara con la intención de ofrecerles la felicidad de esa relación. El fin último de la creación sería pues el contacto divino con el ser humano para proporcionarle a éste el máximo bienestar y felicidad. Estos argumentos teológicos reaparecieron con el humanismo del siglo XVI y fueron sostenidos por racionalistas de la talla de Kant durante el XVIII. Sin embargo, no están exentos de inconvenientes.

 
Aunque, es cierto que Dios revela su carácter bondadoso en la creación como indica la repetida frase: "Y vio Dios que era bueno", ¿acaso su amor y bondad no habrían podido manifestarse también si no existiera el cosmos? ¿Es que no había bondad y amor en Dios antes de la fundación del mundo? El apóstol Pedro dice que sí, que el sacrificio de Cristo estaba previsto desde antes de la fundación del mundo, por amor a nosotros (1 P. 1:18-20).

No debe olvidarse que el Creador no existe por causa de la criatura, sino que es ésta quien vive gracias a Él. El ser humano no puede ser el fin último de la creación, porque forma parte de ella. El hombre, que es criatura finita y limitada, no debe pretender usurparle a Dios la finalidad del acto creador. No es posible explicar la maravilla e inmensidad del universo creado, sólo y exclusivamente en función de la felicidad humana. Los cielos, no cuentan la gloria del hombre, sino la de Dios. El firmamento anuncia la obra de las manos divinas, no de las humanas (Sal. 19:1). Por otra parte, si el fin supremo de la creación hubiera sido conseguir la felicidad del hombre, no habría más remedio que admitir el contundente fracaso de tal empresa, ya que el mal, el dolor y el sufrimiento acampa en todos los rincones de esta tierra.

¿Qué enseña la Biblia acerca de todo esto? Ya en las páginas del Antiguo Testamento se descubre claramente que el hombre ha sido creado por Dios para la gloria divina. "Para gloria mía los he creado, los formé y los hice" (Is. 43:7). La auténtica finalidad de la creación no se encuentra pues en el hombre, sino en Dios mismo. El motivo principal de la existencia de todo el universo, incluida la vida humana, es la glorificación del Creador. Pero esto no quiere decir que Dios necesite recibir gloria de sus criaturas, sino que la propia existencia de éstas hace manifiesta y destaca la gloria divina. El brillo azulado de las estrellas, los atardeceres sonrosados, el canto de las aves y las alabanzas de los humanos no añaden absolutamente nada a la perfección y sabiduría de Dios. Pero sirven extraordinariamente para reconocer su grandeza y glorificarle.

El Nuevo Testamento afirma que Dios levanta criaturas para mostrar en ellas su poder y para que su nombre sea anunciado por toda la tierra (Ro. 9:17). ¿Pero por qué? ¿con qué fin? Con el único y supremo objetivo de llegar a serlo "todo en todos" (1 Co. 15:28). Se dice que cuando alguien busca sólo su propio bienestar y placer, sin pensar nunca en los demás, es un egoísta. Éste no es ni mucho menos el caso del Creador, ya que Él se siente glorificado precisamente cuando sus criaturas son respetadas y en el cosmos se promueve el bienestar y la felicidad de todos los vivientes.

El amor propio de Dios es legítimo y razonable porque su gozo y felicidad resulta perfectamente compatible con la justicia en el mundo, el amor y la solidaridad hacia los demás. Ninguna criatura puede pretender tener derechos contra Dios. El sufrimiento y el mal existente en el mundo no pueden ser imputados al Creador, sino que son consecuencia del pecado y la rebeldía del hombre que frustró el plan divino. No es posible acusar al Creador de egoísmo porque Dios no tiene igual.

La gloria de Dios consiste también en hacer de los seres humanos "hijos adoptivos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia" (Ef. 1:5-6). La perfección natural de la criatura humana glorifica ya de por sí a Dios, pero esta gloria puede aumentar considerablemente cuando el hombre descubre a su Creador y se vuelve a Él, a través de Jesucristo.

El propósito eterno de Dios al crear todas las cosas fue precisamente revelar su gloria y sabiduría al ser humano, a través de Cristo y de la Iglesia (Ef. 3:9-11). El hombre es infeliz sin Dios y no puede alcanzar la plena felicidad hasta que descubre, reconoce y declara la gloria divina. Sólo quien tiene al Hijo tiene la Vida.


Artículos anteriores de esta serie:
 1La antropología de Dios 
 

 


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