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Diez cadáveres y un problema indescifrable.

Era de esperar que sin una cultura pop que reclamase su dignidad, los académicos opinen aún que Agatha Christie es una escritora de grandísimo éxito, pero de escaso prestigio(1). En su vida, dicen, nunca llegó a la altura de otros escritores de novela policiaca, como Chandler, Hammett o Sayers.
EL ALMA DEL PAPEL AUTOR Noa Alarcón Melchor 08 DE AGOSTO DE 2009 22:00 h

Lo más curioso es que la primera obra de Raymond Chandler fue publicada en 1933, la primera de Dashiell Hammett, en 1921, y Dorothy Sayers empezó a trabajar en el argumento de su primera novela en 1920, justo el año en que salió publicado El misterioso caso de Styles, primera obra de Agatha Christie, primera aparición, por cierto, de Poirot. Ahí queda dicho.

Más aún, me atrevería a decir que sin los 60 años de profesión de la Sra. Christie el mundo que vivimos no sería el mismo. Como en ese cuento de Bradbury en el que alguien viaja al pasado y pisa una mariposa y cuando regresa al presente ya no reconoce ni la lengua en la que se habla, no quiero ni imaginarme qué hubiera sido de nuestra cultura si ella hubiera hecho caso a toda aquella gente que le dijo que no era decente en una mujer dedicarse a escribir historias de crímenes, y después, a toda esa gente que decía que su obra no valía para mucho. En el fondo, creo, el trabajo de los críticos está motivado por la envidia.

El traspaso de mis lecturas infantiles a las más adultas lo hice por medio de ella, porque las historias de misterio me apasionaban, porque eran fáciles de seguir y por su accesibilidad. Había varias obras suyas en mi casa, y algunas otras que tiempo después me prestó mi tía Conchi, y que, por cierto, no le devolví. Creo que están en casa de mis padres, una antigua colección (no recuerdo la editorial), con encuadernación de bolsillo, tapas blancas y portadas setenteras. Después, uno de esos años, en el Carrefour de al lado de mi casa compré algunos ejemplares que traían dos novelas por tomo. Entonces no tenía reparos en comprar libros en el Carrefour, y menos aún de admitirlo. Por cierto, también compré en un Carrefour mi primer ejemplar de Los pilares de la tierra (momento confesional). Por esa razón tengo dudas de si parte de mi carácter, tan parecido a Christie, es así por casualidad o porque su obra ayudó en mi transformación.

Agatha Christie tiene dos o tres obras maestras del género, pero en realidad, son sencillamente obras maestras. Es fácil ver lo “popular” e “irreal” que era su literatura, y recriminarla por ello en un mundo donde el prestigio es un valor cotizable y el realismo social la única arma disponible, y sin embargo, nadie piensa que es cuestión de tiempo. Nadie dudaría, por ejemplo, de la maestría de Lope de Vega: fue un grandísimo inventor de historias y de personajes, renovó el género teatral y la gente acudía en masa a ver sus representaciones. Le aclamaban por la calle y él se dejaba querer. Pero su producción es un treinta por cierto innovación y un setenta por ciento repetir los mismos esquemas que ya había establecido para otra ocasión. Quebrantó momentos históricos, personajes y tergiversó historias. Lo mismo que Agatha Christie. A lo mejor en el siglo XXIII se le reconoce su mérito junto a Conan Doyle, escritor del que ella admite ser seguidora, o Proust, o Joyce.

Las buenas novelas de Christie están concentradas entre los años 20 y 40. Ahí están sus clásicos y sus referencias. En 1920 comenzó con El misterioso caso de Styles, cuando una vieja millonaria muere de un ataque cardiaco en su habitación con todas las puertas cerradas por dentro, y a todos les convence la muerte natural excepto a Poirot, que pasaba por allí. El truco de todo, y de casi todas las historias de Christie, son los venenos. Ella empezó a escribir mientras trabajaba en la farmacia de la Cruz Roja durante la Primera Guerra Mundial. Decía que escribir era lo único que sabía hacer para ganar dinero, y entonces necesitaban dinero para salvar la casa de su madre. Sabía de venenos, de los dolorosos, de los incoloros, de los que no dejan huella. Sabía de la alta sociedad inglesa, sabía de viajes y lugares exóticos. Sabía de las ansias asesinas de la gente, y cómo aprovecharlas en su beneficio. Ella empezó a escribir y todo lo demás salió rodado.

De sus novelas, recuerdo con mucho cariño El hombre del traje marrón (1924). Fue de las primeras que leí y releí buscando encontrar esos momentos puros de placer en la lectura. En esta no aparece Poirot, y no es tan oscura como el resto de novelas de Christie. Me apasionó porque fue, de hecho, la primera novela romántica de aventuras que leí: una chica huérfana, hija de un importante profesor, sale en busca de un misterio y se acaba encontrando con el amor en los paradisiacos e idílicos parajes de África del Sur. John Eardsley, el protagonista masculino (aunque su verdadero nombre no lo conocemos hasta casi el final) fue el primero de mis héroes literarios sin rostro preciso. Aunque ahora la releo y me parece bastante simple y generosa, sigue teniendo algo espectacular, tal vez debido al paso del tiempo sobre ella.

Mi madre me tuvo que decir cómo se pronunciaba Poirot [Puaró] porque entonces yo aún no sabía nada de francés y lo leía tal cual. Leía especialmente las obras en las que aparecía él porque me apasionaba la forma tan curiosa de tratarlo que tenía la autora: “Él medía apenas más de cinco pies y cuatro pulgadas, pero se desenvolvía con una gran dignidad. Su cabeza tenía exactamente la forma de un huevo y siempre la ladeaba un poco hacia un lado. Su bigote era muy tieso y militar. Incluso si toda su cara estuviera cubierta, las puntas del bigote y la nariz rosada serían visibles. La pulcritud de su vestimenta era casi increíble; creo que una mota de polvo le habría causado más dolor que una herida de bala. Sin embargo este hombrecito de vestimenta pintoresca había sido en su tiempo uno de los miembros más famosos de la policía belga”. Lo dice por la boca de Hastings, el “Watson” de Poirot en El misterioso caso de Styles, y no lo dice con mucho cariño, a pesar de todo.

Christie acabó detestando a Poirot casi tanto como Conan Doyle acabó detestando a Sherlock Holmes: sus personajes les quitaban la energía vital, pero su público no podía vivir sin ellos. Aún así, Christie mató y no resucitó a su detective, como Doyle, y los periódicos, dolidos y asombrados, publicaron la esquela de su muerte. Es un personaje apasionante, tan obsesionada como estaba Christie por la belleza física (tanto como se dejaba seducir en su vida real por un rostro hermoso, solamente por el hecho de observarlo), que parece imposible que llevara a lo más alto de su prestigio a un ser tan desagradable, asexuado y ridículo. Parecería poco probable, conociendo a su autora, que detrás de su excentricidad anecdótica hubiera escondido un cerebro inquisitivo e implacable, toda una autoridad. Asesinato en el Orient Express (1934) me parece la mejor novela del detective belga (a no ser que alguien me demuestre lo contrario), donde más se puede ver que para Christie-Poirot, la clave de un asesinato no está tanto en las pistas y en las huellas, sino en la dialéctica. Todo lo que es necesario saber se resuelve dentro del tren, charlando con unos y con otros, recordando incidentes insignificantemente cotidianos, atrapados sin salida en medio de una nevada monumental.

En Asesinato en el Orient Express el paisaje y el entorno juegan un papel importantísimo. No nos interesaría el asesinato de Samuel Ratchett si hubiera ocurrido en la puerta de su casa, en Londres, o en Nueva York, nos apasiona porque la autora consigue transmitirnos su pasión por los viajes, por los lugares lejanos y orientales que, en aquella época de los años 20 y 30, aún permanecían en parte bajo dominio europeo. El ferri del principio de la novela, con la luz del sol cayendo sobre el paisaje de Estambul es asombroso. Los críticos dicen que Christie era elitista, irreal e idealista en sus ubicaciones. Y yo me dejo convencer, porque en ningún otro lugar, tampoco en la realidad, volverá a existir jamás la Yugoslavia nevada que recorrieron sus personajes entre crimen y crimen, ni ese Estambul de principios de siglo XX dorado por el sol. Esas ciudades ya no existirán jamás, a nosotros solamente nos quedan las migajas y las obras de Agatha Christie.

En realidad, bien visto, no es tan negativo ni imperdonable esa falta de veracidad, suplida magistralmente por una verosimilitud impecable de los hechos.

La que más cariño tengo, una de mis favoritas de todos los tiempos, es Diez Negritos (1939). También es de esas obras que releí abundantemente en mi adolescencia. Diez personas, desconocidos entre sí, son invitados a pasar unos días en una isla privada. Allí descubren que están abandonados, aislados y que siguiendo las macabras instrucciones de un anfitrión invisible, morirán uno a uno por sus crímenes impunes del pasado, siguiendo las estrofas de una canción de cuna. Qué canción de cuna más siniestra para un niño pequeño, sin embargo. Recuerdo que siempre la leía las tardes lluviosas, y me sentaba en un rinconcito de mi habitación junto a la ventana, junto a los truenos y a los relámpagos. Llegando al final, aquel ambiente cerrado y oscuro y la sencilla prosa de Christie, conseguían provocarme la misma sensación de angustia vez tras vez: agonía, miedo y placer.

Todo el mundo se pregunta la razón de las novelas de Christie: era su profesión, sin duda. Le dio mucho dinero, y aunque poco prestigio de la crítica, sí mucho del público. No sé si pensar que Christie era en realidad una asesina psicópata frustrada, una detective frustrada, o una asesinada frustrada. Pero creo que mucho más allá de la profesión, hay una gran lección de las novelas de Christie de la que todo escritor debería aprender: que sus novelas, más que a nadie, la hacían feliz a ella misma. No todas, estoy segura, las escribió por placer. Ahí está, también, el ejemplo de Lope de Vega. Pero se pueden ver desde lejos esas cuantas que sirvieron, más que nada, como exploración del mundo interior de su autora, como una redención, un encuentro.

El último párrafo de Diez negritos, sencillo e inspirador, da mucho que pensar: “Cuando descubran nuestros cadáveres, será imposible determinar la hora de nuestra muerte. Cuando se calme la marejada, vendrán en nuestro socorro. Encontrarán sobre la isla del Negro diez cadáveres y un problema indescifrable”. Es sorprendente, pero está justificado. Si el asesino (no diré su nombre, me da no sé qué) quería vengarse de toda aquella gente, igual hubiera podido ir uno por uno, una vez retenidos en la isla, pegarles un tiro en la cabeza y suicidarse después. Sería una perfecta novela negra, mucho menos enrevesada que el fantástico juego de la canción, el miedo de los presentes y el desconcierto, los enrevesados planes para que cada uno muriera a su debido tiempo y a su debido orden. Es la historia de una venganza, pero más allá, por la voz del asesino se escucha la voz de la autora, reclamando para sí parte del placer de la matanza. Es Christie la que alardea al final de la novela, la que disfruta haciéndoles ver a los demás que, si no hubiera sido por ella que nos ha narrado la historia, al final, en una carta perdida, nadie lo sabría. “Desde que era niño tengo una naturaleza muy compleja y contradictoria”, dice el autor de la masacre, el verdadero asesino, aunque no podemos saber a quién pertenece la voz, si a él o la autora.

Me reconozco en Agatha Christie y en su sed de problemas indescifrables, de misterios sin solución, en la necesidad de su existencia. No sé si me reconozco en sus ideas por pura casualidad o porque parte de ella formó mi carácter. Nunca lo sabré. Nuestras lecturas nos dejan huellas mucho más profundas de las que esperamos. Nos creemos que no pertenecemos a nadie, que no venimos de ningún lado y que nuestra meta la escogemos nosotros. Y nos equivocamos creyéndolo. Como nos demuestra Agatha Christie, en realidad sólo estamos dispuestos a creer aquello que nos han hecho creer. Los crímenes que relata podrían resolverse hoy día con otros métodos y con otras interpretaciones, y sin embargo, cuando leemos sus novelas siempre nos creemos su resolución enrevesada, sacada de las interpretaciones de los pequeños detalles y nunca se nos ocurriría creernos una versión más simple y descafeinada de la historia.



1) Notas tomadas de: Gill, G. Agatha Christie, Vida y Misterio, Madrid, Espasa Calpe, 1993
 

 


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