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La antropología de Dios

Raíces antropológicas de la bioética (VIII)

La mayor parte de las antropologías del siglo XX conducen a las mismas conclusiones. Si el existencialismo estaba convencido de que el ser humano era portador del terrible gusano de la nada, por su parte, el estructuralismo dirá que el hombre no es persona, sino únicamente un objeto más entre otros. De manera parecida, el conductismo y los distintos biologismos supondrán que se trata sólo de un primate con
CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz Suárez 08 DE AGOSTO DE 2009 22:00 h

En resumen, la realidad humana según tales concepciones no difiere cualitativamente del resto de la materia. Los conceptos de “persona” y “libertad” no significan nada. El hombre no es un fin en sí mismo sino un medio para alcanzar otros fines. Un valor relativo que puede ser utilizado según las circunstancias para cualquier finalidad que se considere necesaria. El comportamiento humano y la propia historia no son más que el resultado de las leyes biológicas y fisicoquímicas combinadas con el azar.

Desde tales planteamientos reduccionistas ¿por qué tendría la bioética que hacer distinciones entre los animales y los hombres o aceptar distintos tipos de vida? Si los humanos sólo somos máquinas ¿qué diferencia ética puede haber entre destruir un robot o matar a un ser humano? Si todos pertenecemos a la gran familia Mecano ¿a qué poner restricciones en manipulación genética o en la clonación de personas? ¿Por qué no van a poder los gobiernos decidir cuándo y cómo aplicar el aborto o la eutanasia activa? La raíz antropológica condiciona decisivamente cualquier respuesta bioética.

Pero por otro lado y frente a todo este abanico ideológico ¿cuál es la postura de las Escrituras? ¿Qué nos dice la antropología bíblica acerca del hombre? El relato creacional del Génesis se refiere claramente al ser humano como “imagen de Dios”: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza” (Gn. 1:26).

La culminación de toda la obra creadora es precisamente una criatura singular y única. Un ser que será fin en sí mismo y nunca deberá considerarse como medio. Un representante del Creador cuya responsabilidad consistirá en señorear y gobernar la creación.

También en las antiguas religiones míticas orientales se hablaba de dioses capaces de formar hombres a su propia semejanza. El faraón en el antiguo Egipto, por ejemplo, era considerado como imagen viviente de Dios en la tierra. De igual forma, los grandes reyes de aquella época tenían por costumbre levantar estatuas suyas en regiones de su reino alejadas y a las que no podían viajar con frecuencia. Se trataba de imágenes que les representaban y que reflejaban su poder y soberanía.

El autor inspirado del Génesis pretende señalar que, de la misma manera, el Creador del universo colocó al primer hombre en la tierra como signo de su propia majestad divina, confiriéndole así una dignidad especial entre los demás seres creados. Si en las antiguas mitologías sólo determinadas personas podían ser “imagen de Dios”, como los reyes y faraones, para el pueblo de Israel, sin embargo, cada ser humano era el reflejo de la divinidad porque, como escribiera Lucas siglos después, Dios “de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres” (Hch. 17:26).

De manera que la criatura humana a pesar de pertenecer a la realidad mundana, la trasciende porque fue hecha “un poco inferior a los ángeles” y coronada “de gloria y honra” para señorear las obras del Creador (Sal. 8:5-6).

La realidad del hombre según la Biblia es sumamente paradójica frente al resto de los
 
seres creados. De una parte se le confiere el señorío de un mundo físico y material, ya que él mismo es cuerpo mundano, mientras que de otra se señala su transmundanidad. El hombre es “cuerpo”, materia afincada en la tierra, de ella provienen todos sus elementos constitutivos, pero a la vez es el interlocutor entrañable de Dios, la imagen que le representa en el mundo, su estatua. Por tanto, es también “persona”, “alma”, sujeto capaz de dialogar con el Creador y de proyectarse hacia él. El hombre y la mujer no son ángeles caídos, ni monos desnudos que tuvieron suerte en la ruleta del azar, sino personas creadas en su totalidad a semejanza del Creador. Seres corporales de materia que habitan en el mundo pero que, a la vez, trascienden al mundo y a la materia.

Esta singularidad del alma humana se intuye y detecta incluso en la dimensión puramente biológica. El hombre no está perfectamente adaptado a ningún ecosistema concreto sino que es capaz de sobrevivir en cualquier ambiente. Es un ser abierto a todo el mundo, apto inclusive para alcanzar los astros y colocar su nido “entre las estrellas”, como señalara el profeta Abdías (1:4). Sin embargo, los demás animales requieren para vivir un medio adecuado. Todas las especies están, por definición, especializadas para habitar su mundo particular. Para la ardilla no existe la hormiga que sube por el mismo árbol. Para el hombre no sólo existen ambas, sino también las lejanas montañas y las estrellas, cosa que, desde el punto de vista biológico, es totalmente superflua. El ser humano es capaz de entender las realidades que le rodean, de asimilarlas, sin dejarse asimilar por ellas. Percibe los objetos pero se sabe diferente a ellos.

Una segunda característica de la especial naturaleza humana es su constante insatisfacción. Los humanos nunca estamos satisfechos con los logros alcanzados. Siempre aspiramos a más. Por eso progresa la ciencia y el dominio de la realidad que nos rodea se hace cada vez superior, aunque tal dominio haya resultado en ciertos aspectos agresivo e irresponsable hacia el medio ambiente. Lo cierto es que el hombre vive siempre en la esperanza. Para los animales, por el contrario, el futuro no existe. No esperan nada de él. Actúan instintivamente motivados sólo por estímulos hormonales. Están adaptados a sus particulares hábitats y jamás se les ocurriría traspasarlos. No tienen necesidad de ello. La criatura humana, sin embargo, experimenta una exigencia continua de rebasar sus propias fronteras y descubrir nuevos límites. El mundo se le queda constantemente pequeño y hay algo en su interior que le mueve a trascenderlo y superarlo, en lugar de acomodarse a él.

De manera que esta ambivalencia humana consiste en ser una criatura del mundo con cuerpo físico y, al mismo tiempo, una espiritualidad que trasciende todo lo mundano. De ahí que resulte tan difícil para ciertas antropologías aportar una definición satisfactoria del fenómeno humano. Desde la concepción bíblica, no obstante, el hombre fue creado por Dios para la vida y no para la muerte. La gloriosa victoria de Jesucristo sobre ésta constituye precisamente la esperanza cristiana de toda resurrección.

A la cuestión bioética acerca de los distintos tipos de vida, o a interrogantes como ¿qué es más grave, matar a un hombre, sacrificar una res o destruir un robot?, la antropología bíblica responde inequívocamente que lo prioritario será siempre la vida humana.

La semana que viene profundizaremos en los principios bíblicos sobre el valor de la vida humana.



Artículos anteriores de esta serie:
 1¿Qué es el hombre? 
 2Antropología existencialista 
 3Antropología estructural 
 4Antropología neomarxista 
 5Antropología biologista 
 6Antropología conductista 
 7Antropología cibernética 
 

 


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