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Protestante Digital

 
 

`Soy un DJ, soy lo que hago sonar´

33 canciones (capítulo 10/12)

“this town is crazy,
But nobody cares”
(La ciudad está loca,
Pero a nadie le importa)
(Lost Cause, Beck)

Lodger (se cumplen ahora 30 años de su publicación) es un ejemplo de inspiración absoluta: un Brian Eno desbocado, delicias turcas, percusión impredecible, letras llenas de preguntas sobre el mañana y sobre el otro, y la mejor de las muchas p
33RPM AUTOR e-Luthiers 01 DE AGOSTO DE 2009 22:00 h

Estos tres discos (en Lodger está una de mis canciones favoritas de todos los tiempos: Look Back in Anger) son el germen, el origen, el grano de mostaza si se quiere, de la mejor música rock y punk que vendría a continuación: el regreso de Iggy Pop, Bauhaus, Gary Numan, The Cure, y por supuesto Joy Division, que marcaron el fin del antiguo orden. De Joy Division surgió New Order, y continúa una larga lista, en la que el ecuador está ocupado por The Jesus and Mary Chain, y más tarde My Bloody Valentine. Hoy, bandas ya totalmente impregnadas de la influencia electrónica como Death in Vegas son descendencia de My Bloody Valentine, o de The Black Lips. Hablamos de rock y pop evidentemente, que ha sido la música que más he escuchado y que más espacio absorbe de esta larga reflexión, pero en cada estilo musical, cada vez más matizado, intricado y mezclado con otros estilos dentro la amalgama de la música, hay varias referencias fácilmente identificables para el común de los mortales, que marcan no sólo el propio lenguaje en que se mueven, sino épocas, generaciones, e incluso valores. En el jazz, Miles Davis, Chet Baker y Coltrane fueron referencias. En el blues tenemos a Skip James y BB King. En la música electrónica, a Portishead, Goldfrapp, The Chemical Brothers… artistas emergentes nos recuerdan cada cierto tiempo quiénes somos, de dónde venimos… y en ciertos casos hacia dónde vamos… ¿no es eso lo que nos preguntamos todos en algún momento de nuestra vida?

Y como oyentes de música, que nos preocupamos por lo que oímos, pasamos obligatoriamente alguna vez por la etapa de buscar en nuestra vida esos referentes, esos
 
orígenes que acumulan polvo sobre los viejos discos que nos marcaron. Como canta Bowie en la canción DJ: “Soy un DJ, soy lo que hago sonar”. Soy mis discos, ya sean Manolo García o Tom Waits, Iron Maiden o Simon and Garfunkel. Soy el DJ de mi casa, cuando elijo que los vecinos se deleiten con el sonido amortiguado a través de las paredes de Fletwood Mac, y cuando puede ocurrir que me gane su desprecio porque en lugar de Mecano o Isabel Pantoja prefiero que suene a todo volumen el timbre grave, amelocotonado e inconfundible de Nick Cave diciendo:
My father said, don´t look away
You got to be strong, you got to be bold, now
He said, that in the end it is beauty
That is going to save the world, now
(Mi padre dijo: “no mires atrás
Tienes que ser fuerte, tienes que ser valiente,
- dijo – que al final esta belleza
Es la que salvará el mundo)
Nick Cave and the Bad Seeds – Nature Boy
O la voz de Mac Powell, cantante de Third Day, que un oído poco experto confundirá enseguida con la de Eddie Vedder:
Don´t you know I´ve always loved you
Even before there was time
Though you turn away
I´ll tell you still
Don´t you know I´ve always loved you
And I always will
(¿No sabías que siempre te he amado
incluso antes que hubiese tiempo?
Aunque te alejaras
todavía te lo diría
¿No sabías que siempre te he amado
y que siempre lo haré?)
Third Day – I´ve always loved you

A veces es muy sencillo hablar (aunque parece que nadie lo escuche) de lo que uno piensa y cree. Basta con poner un disco. No importa que la letra esté en inglés, la música tiene un inexplicable sentido por sí misma. No importa que la letra de esta canción no indique explícitamente que quien habla, quien dice que su amor existía antes incluso que el mismo tiempo es Dios. Yo escuché una canción de este grupo formado por cristianos en una tienda de Zara, y seguro que algún efecto produjo por sí misma como hilo musical. Supongo que si digo que entré en Zara buscando un baño, nadie me creerá, así que mejor dejarlo a la imaginación de cada uno.

En mis orígenes están las primeras sensaciones escuchando a un alto volumen Only Shallow, de My Bloody Valentine: la impresión real de que podía echar a volar cuando quisiera, la distorsión fluyendo por las venas del cuerpo, cerrar los ojos y saber que sólo importaba en ese momento la voz de Bilinda Butcher y el calor de la calle, y la letra líquida de los veranos, y el cielo azul amenazador. Ý el ruido sólo soportable tras un acto de sacrificio. La música de este grupo exige un esfuerzo adicional y atención, y con todo puede ocurrir una decepción, puede volverse uno tan arisco hacia ella como la protagonista del poema de Brian Patten sobre la brizna de hierba, pero ahí estuvo el riesgo, elemento que debería acompañar a la música por definición, y que sin embargo es cada vez más difícil de encontrar y valorar. La ciudad está totalmente enajenada, dijo Beck, pero ¿a quién le importa? Bueno, aún hay esperanza de ser rescatados.

También está Radiohead en esos primeros pasos musicales. La voluntad de dar un paso más, aun cometiendo errores que dan ganas de tirar el piano blanco por el balcón, o de alcanzar obras maestras como Videotape, o Subterranean Homesick Blues (reedición de Dylan sin que quede reconocible), o Pyramid Song (anti-ritmo como forma de nuevo ritmo). Los músicos contraatacan o revisan y ponen a prueba las creaciones de otros músicos. Third Day echa un vistazo a la portada de Radiohead de su disco Hail to the Thief (“Oda al ladrón”), para mostrar cómo una cruz se alza sobre todos los conceptos en la portada de su disco Revelation, en una oda sobrenatural al que se sacrificó entre dos ladrones.

Los músicos no son ajenos a lo duro de su trabajo. Deben creerse lo que cuentan, aunque a veces no sepan muy bien qué están contando. A muchos sólo les queda el trabajo como forma de redención (Leonard Cohen defendió esta idea en una entrevista con Nick Coleman para la revista Time Out en mayo del 88. Nombraba el pasaje del Génesis en que Adán oye la sentencia de Dios: “Te ganarás el pan con el sudor de tu frente”, dividiéndose así la humanidad entre los que luchan en su trabajo y a veces recogen espinos, polvo y cardos, y los que buscan atajos fáciles y a veces recogen fama y gloria fácil. Y en el mundo de la música hay millones de ejemplos.

La música queda en ocasiones como algo a lo que aferrarse para superar la adversidad. En la misma entrevista, Cohen dice que aunque es cierto que “los viejos discos contienen en ellos una cierta vulnerabilidad, creo que he encontrado un rincón en mi vida que me capacita para desarrollar una perspectiva que incluya la fuerza a través de la debilidad”. Admite que el trabajo y el esfuerzo diarios le han llevado a esta conclusión, pero siempre hay algo más.

El trabajo por sí solo ya no es suficiente. Hay que ofrecer además un punto de vista
 
distinto del establecido (lo que ahora se llama mainstream) si queremos que el arte haga mella en un mundo donde hay demasiado ruido, como explica una de las poquísimas canciones que me gustan de Sabina. Parece que nos hemos tomado al pie de la letra lo de que somos nuestros propios D.J., que nosotros decidimos…

No es antinatural por tanto que en el cine nos encontremos con una película como Cotton Club: una mezcla de cine de gánsteres con cine musical, dos de los grandes géneros cinematográficos, que Francis Ford Coppola estrenó con gran pena y la moral baja en 1984. Todo el rodaje estuvo plagado de desavenencias y desastres, de conflictos y amenazas entre productor y director, de expectativas forzadas y decepciones, durante veintidós meses en los que según Peter Biskind, cronista de aquella época turbulenta del cine, “los sueldos brillaban por su ausencia. La revisión del guión, que iba a durar diez días, duró ochenta y siete (…) el presupuesto se elevó a más del doble de lo previsto: de veinte millones pasó a cuarenta y ocho”; el estreno fue un fracaso. Pero es una obra maestra, una joya en los dos aspectos. Claro que eso es algo que uno puede decir ahora, sin ser Pauline Kael(1), y una vez pasados veinticinco años. Las coreografías son espectaculares y originales; la música es un ejemplo de “decencia y buen gusto”, como diría Ignatius Reily; las interpretaciones y los diálogos brillantes, y lo mejor es que las dos horas y media de metraje pasan como un soplo fresco dentro del ardor que contiene la cinta. Incluye reflexiones enormes sobre la amistad, el sentido del deber, la culpa, y en una hermosa historia sobre dos hermanos bailarines de claqué, aparece el perdón como fuerza arrolladora, y como una de esas pocas cosas, junto a la música, a las que había que agarrarse en un ambiente gobernado por el alcohol, las drogas y el crimen organizado. Casi al final, el crepitar de los zapatos de claqué lleva a la reconciliación a dos hermanos talentosos y enfrentados por la fama de uno de ellos. La música es aquí el único elemento que podrá unirles de nuevo. La música proporciona fuerzas en la debilidad.

En casa, teníamos la música como vía de escape para los problemas, los económicos, los de salud de mi madre, los míos con una adolescencia desordenada, como toda buena adolescencia… siguiendo el apartado de confesiones, podría decir ahora el nombre de alguien desconocido pero bien considerado, o podría renegar de Michael Jackson (no conozco demasiado de él, más allá de su universo conocido, y me sigue pareciendo que estaba bastante desequilibrado)… o bien podría decir que soy un fan incondicional de los Beatles y que éstos me enseñaron a escuchar música (soy fan, pero no incondicional, sobre todo de Revolver y Rubber Soul). Podría nombrar el nombre de alguien que suene a elegante e importante, aunque tampoco lo fuera demasiado. Podría decir que fui de los primeros en escuchar tal o cual banda, y jactarme de conocer sus canciones antes que los demás. Pero lo cierto es que los Rolling Stones me enseñaron lo mismo sobre música que los Beatles, que no soy un cazatalentos, ni un erudito musical, ni tengo una de las doscientas copias limitadas de algún directo descafeinado de Black Sabbath… no me considero un sibarita, y me encanta Coldplay, por muchos millones de discos que vendan, o Franz Ferdinand, por muy acusados de comerciales que estén. Conocí a Nirvana antes que a Swell o Mudhoney, y duermo bien por las noches, no me
siento menos culto por ello. A menudo apetece Coca-cola, en lugar de un crianza. A veces me atraen canciones simples (sí, simples, que no sencillas), y fáciles de memorizar. A veces detengo mi oído ante la voz de Alicia Keys, qué le vamos a hacer. No porque necesite cantarlas, sólo me atraen. Y aquí va la confesión: me encanta Tracy Chapman. Incluso cuando sólo transitaba por los terrenos más radicales del hardcore de la nueva escuela, incluso cuando llevaba camisetas de Social Distortion e iba a conciertos en salas pequeñísimas y de clima tropical para pegar botes de un lado a otro, con el mismo tío calvo y lleno de tatuajes gritando en un escenario contra el presidente americano de turno, yo escuchaba la voz dulce de Tracy. Sus letras pueden sonar a escritas en cinco minutos, y yo me empeñaba en ocultar que me encantaba esa voz (para otros) pastelosa y de OT (antes de la existencia de OT). Hace poco conseguí hacerme con su primer disco en vinilo, que es donde mejor suena ella, y me sorprendí balanceado en una paz que pocas veces encuentro en el hilo musical de mi vida. Si repaso instantes importantes en mi vida hasta los veintiún años más o menos, casi siempre coincide con el lanzamiento de un disco de Tracy Chapman. New Beginning (1995) no fue en realidad un nuevo comienzo para mi, aunque con Telling Stories (2000) llegó el principio de una etapa en que descubrí mi vocación de contar historias.

Sus letras en ese disco hablan de temas sociales, de amor, y de una revolución interior. Hablan del desempleo, de abandonar al maltratador (estamos en el año 88), de lo difícil que resulta pedir perdón, de los abrazos en noches frías. “El amor es ahora”, dice en If not now; “Das tu vida / y te dejan sin nada”;”Estoy aquí para guardar la paz / cuando la multitud se disperse / podremos dormir”, en Behind the Wall.
You´ve got a fast car
But is it fast enough so you can fly away
You gotta make a decision
You leave tonight or live and die this way.
(Tienes un coche veloz
pero ¿es tan rápido que puedas volar?
Tienes que decidir
o te vas esta noche
o vives y mueres así.)
Tracy Chapman – Fast Car


Somos la música que escuchamos, y tenemos la libertad de poner la canción que nos convenga… pero al final siempre tenemos que decidir.

(continuará)

Artículo escrito por Daniel Jándula


25.- Nick Cave and the Bad Seeds – Nature Boy

26.- Third Day – I´ve always loved you

27.- Tracy Chapman – Fast Car


1) Pauline Kael fue una reconocida y muy influyente crítica de cine, que desarrolló su labor principalmente en The New Yorker.
 

 


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