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Unos desgraciados

La lengua se usa por intuición, y por intuición, desde que nacemos, averiguamos el significado de las palabras, y al descubrir las palabras descubrimos la realidad, aunque a veces sucede al revés: descubrimos la realidad y al cabo de un tiempo descubrimos que alguien le puso un nombre a eso antes que nosotros.
EL ALMA DEL PAPEL AUTOR Noa Alarcón Melchor 01 DE AGOSTO DE 2009 22:00 h

Pero nuestra intuición no siempre funciona y a veces se estropea. Hecho curioso, por intuición lingüística ya no sabemos lo que significa gracia (si lo pensamos un segundo, si lo situamos en la vida cotidiana fuera del ámbito de la iglesia) y sin embargo, hecho curioso, sabemos perfectamente cómo reconocer a un desgraciado.

Un desgraciado es aquel incapaz de acceder a la gracia, bien porque se le haya negado, o bien porque él mismo la haya rechazado. Cuando sentimos lástima por alguien le llamamos “pobre desgraciado”; cuando queremos herir a otro, le insultamos: “Desgraciado”. No sabremos reconocer su presencia, pero la ausencia de gracia es algo que debe dejar un hueco indeleble en el ambiente de tal tamaño que su ausencia, y no su presencia, es lo que ha perdurado en nuestra lengua (y por extensión, lo que ha perdurado en nuestra sociedad). Nunca se nos ocurriría llamar desgraciado a alguien que no tenga gracia para contar un chiste; pobre hombre, como mucho le dejaremos en “sosito”.

Estos últimos días he estado revisando la obra de Flannery O´Connor para algo que no tenía nada que ver. He vuelto a sorprenderme con la sinceridad, la honestidad y la bruteza de esta escritora sureña. Releí Un hombre bueno es difícil de encontrar (1955), su cuento más conocido. Me dio qué pensar.

No creo que vaya a destrozarle a nadie el final si hablo un poco de él, pero por si acaso, para no sentirme culpable, si entran en esta web podrán descargase el cuento gratis. Hay que inscribirse, pero merece la pena, y no hay que pagar nada, la única excusa es la pereza, y es la excusa de los cobardes.

El cuento empieza con una familia que sale de su casa de vacaciones camino de Florida. A cada cual más odioso, incluso los niños, narrados con una crueldad como nunca nadie se había atrevido antes, la abuela se empeña en desviarse del camino para ver una casa colonial que recordaba haber visitado de joven, y tienen un accidente. En busca de auxilio, solamente aparece un coche con un hombre que sale en los periódicos esos días, buscado por la policía, haciéndose llamar ´el Desequilibrado´, y sus secuaces. Desgraciados, malnacidos, desalmados, aquellos hombres matan a la familia y se deshacen de sus cadáveres en una zanja, pero antes de eso transcurre una extraña charla entre la abuela y el Desequilibrado en la que la abuela, ajena a la matanza, intenta convencer al asesino de que no es un hombre malo. Por supuesto que lo es, dice de sí mismo el Desequilibrado, y le descerraja tres tiros en el pecho. Al final del cuento dice de ella una de esas frases de la historia de la Literatura que se te quedan clavadas en algún lugar del que no te lo puedes arrancar nunca:
“–Habría sido una buena mujer –dijo el Desequilibrado– si hubiera tenío a
alguien cerca que le disparara cada minuto de su vida.”

Flannery O´Connor llevó una vida apartada, criando pavos en su casa del Sur de Estados Unidos, católica en un mundo cerradamente evangélico que se hacía llamar “El Cinturón Bíblico”, hasta que murió a los 39 años enferma de lupus, esa enfermedad que los pacientes de House nunca tienen. Flannery habló de la gracia y de su ausencia, de la naturaleza humana y de su maldad, como si en vez de criar pavos hubiera sido detective de homicidios en Nueva York, o Los Ángeles. Pero no, ella era una mujer de vida tranquila, en un sitio tranquilo, capaz de mirar mucho más allá de los ojos de sus vecinos. Estoy convencida de que ella conocía la gracia y sabía cómo reconocerla, y era consciente de que la mejor manera de hacérselo comprender a los demás era resaltando su ausencia. Por eso sus personajes, incluso sus niños, son crueles, mezquinos, y salvajes. Son unos desgraciados.

Lo más impactante de Un hombre bueno… es que ningún lector experimentado se esperaría unos personajes construidos así.

Uno no se espera unos niños caprichosos y sórdidos, una madre ausente, una abuela tan, tan egoísta. Uno no se espera encontrar familias así en un cuento, aunque es consciente de que existen en la realidad. Aún más, uno no se espera encontrar personajes mezquinos si después se los van a cargar brutalmente, porque por inercia estamos acostumbrados a que las
 
cosas, en literatura, no sucedan así. Pero Flannery O´Connor sabía que esa era la única manera de hablar de la gracia: huyendo de ella. Si van a ser asesinados injustamente, cualquier guionista o escritor actual remarcaría la impecable belleza de aquella preciosa familia sureña que marcha de vacaciones juntos. Pero no, Flannery hace que los niños sean unos respondones, que el padre esté abúlico y deprimido, y que la abuela ronque.

Pero la gran lección final de Flannery es el malo de la historia, y ahí es donde su obra se hace universal e imprescindible. Su malo es malo porque así lo ha decidido, y es consciente de su maldad. Es malo porque sabe que sus acciones son malas, que si le cogen recibirá un castigo y que seguramente se lo merezca, pero aún así, decide hacer el mal en un acto consciente y deliberado. Su decisión es inevitable.

Qué asombrosos, qué únicos sus malvados conscientes y responsables. Son una fábula, una metáfora. Flannery quería resaltar algo que entonces debió empezar a ver en los ojos de sus vecinos, algo a lo que nosotros estamos tan acostumbrados que ya no podemos ver, como la gracia, que se nos ha vuelto invisible: hoy en día los malvados nunca son responsables de sus actos. El mal siempre es una consecuencia de algo.

Es cierto que existen razones de peso por las que alguien que ha llevado una infancia traumática pueda ser más propenso a ser malvado de mayor; malvado, me refiero a un criminal, un violador, un ladrón, un asesino, un maltratador, un estafador, un abusador, un jefe déspota, un traficante de drogas a la puerta de un colegio. Palizas de los padres, abandono, miseria, pobreza, hambre. Hay un pequeño porcentaje de enfermedades mentales que provocan violencia, pero es un porcentaje pequeñísimo, y a esos son los primeros en controlarlos.

Da la sensación, escuchando a toda esta bandada de sociólogos, criminólogos y estudiosos en general que salen por ahí, que una combinación exacta de factores en la vida de cualquier persona puede predeterminar si esa persona será malvada o no en un futuro. Que, en el fondo, las violaciones, los asesinatos, los delitos están justificados porque “pobre desgraciado, con la infancia que tuvo… ¿Cómo no se iba a volver loco?”. Y sin embargo, nadie quiere mirar a los millones de niños desgraciados que han habitado este planeta, que se han hecho mayores y no se han convertido en malvados.

Los sociólogos, los criminólogos, los malos abogados no dan con esa combinación exacta de factores que eximirían a cualquiera de sus malos actos: porque no existe. La lección de Flannery O´Connor es implacable: la maldad es nuestra decisión deliberada; siempre tenemos la oportunidad de decidir no hacerlo. Nosotros somos los responsables del mal, no nuestros padres, ni la sociedad, ni el alcohol ni la cocaína. No tenemos excusa. No tenemos justificación. Esa es la verdad a los ojos de Dios: no podemos defendernos ni ampararnos en ningún factor ajeno a nosotros. Han sido nuestras manos, a las que podíamos haber ordenado no hacerlo, y ante eso, solamente podemos pedir y esperar el perdón.

Durante un tiempo, antes de que Flannery me contara esta gran verdad al oído, tenía miedo. Sabía que los psicópatas existían porque sí y nadie podía defenderse de ellos. Lo decían en los periódicos. Sabía que la culpa de la matanza de Columbine no la tuvieron los asesinos, sino los videojuegos a los que yo he jugado alguna vez y la música rock que alguna vez escuché. Sabía que la culpa de que existan pederastas la tuvieron los hombres que abusaron de los propios pederastas de niños. Y todo eso me daba miedo, por las cosas que existen fuera de mí que, quien sabe, me lleven alguna vez a cometer el mal.

Pero resulta que a algunos periódicos y a algunas televisiones les gusta tenernos asustados, y Flannery, visionaria, lo vio venir. No es verdad. Los que cometen el mal son los responsables. Los que cometen el mal, ajenos a la gracia, no son más que unos desgraciados.
 

 


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