Leía con asombro el
artículo de Albert Mahler acerca de los problemas evangelísticos de la iglesia actual. Lo que más me ha trastornado es que ha sido hoy, precisamente hoy. Esta mañana comprendí algo muy valioso en una lectura privada, y C.H. Spurgeon tiene la culpa. Aunque no sé si debería contarlo, no sé a quién le interesará. Tampoco sé si los que me odian leerán mis artículos. Si es así, lo siento, porque hoy voy a hablar de ellos, y ya aprovecho para decirles que sé quiénes son aunque intenten disimularlo por medio de la exigencia, el enfado por cosas triviales o los soplidos furiosos a mi paso. No estoy divagando, es algo que ocurre: hay quienes me odian. De entre las cientos de personas con las que me he relacionado a lo largo de mi vida, solamente me han odiado una docena como mucho. “No me gusta tu cara”, me dijeron una vez. No se puede caer bien a todo el mundo, lo sé. Ni siquiera alguien como Gandhi le caería bien a todos, y yo no puedo compartir su pacifismo vitalista, porque por desgracia tiendo a ser bastante belicosa. Pero estos últimos días he intentado, de verdad, agradar y hacer las paces con uno de mis
odiantes, y me ha resultado imposible. No entiende mi optimismo, y se cree que yo me siento muy segura y muy perfecta: y, sinceramente, no hay nada más lejos de la realidad.
Leía a Spurgeon hoy diciendo:
“Nuestras iniquidades han desaparecido; han desaparecido todas de una vez; y han desaparecido todas ellas para siempre”. Han desaparecido. Yo no soy una buena persona. Lo explicaré: es algo muy, muy personal. Siempre llega un momento del mes en que me siento y pido perdón a Dios por no haber sabido administrar bien el dinero y llegar tan achuchados a los últimos días. Le pido perdón con muchísimo dolor, pidiendo perdón además porque le tengo que pedir perdón por lo mismo todos los meses. No soy una buena persona. He metido la pata un montón de veces en mi trabajo, en cuestiones que incluso podrían haber sido motivo de sanción. Me he equivocado muchísimas veces y he tomado millones de decisiones egoístas. Aún ahora debo pedir perdón porque a veces me puede el orgullo. Intento ser templada, pero por naturaleza, siempre estoy en uno de los dos extremos. No me creo perfecta, al contrario de que lo que opina esa persona que no me soporta. ¿Pero por qué me ve perfecta desde fuera? No dejaba de preguntármelo hasta que llegué a ese pequeño texto de Spurgeon. También dice, un poco más arriba, hablando del perdón:
“Algunos piensan que un sentimiento de perdón solo se puede obtener después de muchos años de experiencia cristiana. No obstante, el perdón de pecados es algo actual, un privilegio para hoy, un gozo para esta misma hora”. Abrí la boca del asombro al comprender que esa persona me odia porque ve en mí el perdón de Dios, y no entiende que alguien imperfecto se pueda sentir perdonado y poner todos sus malos asuntos a un lado y continuar el día a día como si nada. Me resulta casi imposible explicar bien con palabras la revelación que se me abre ante los ojos. Así es como me siento todos los días: cuando caigo delante del Señor y pido perdón, otra vez, la humillación de no poder hacerlo bien dos veces seguidas, la sensación de que a él no le importa, que no me lo va a tomar en cuenta.
No podría vivir ni un solo día sin ese perdón, porque el peso del mundo me ahogaría. Ser alguien libre de culpabilidad en medio de una sociedad depresiva es algo que no tiene precio. Es un verdadero privilegio.
Y entonces es cuando leo con asombro el artículo sobre el pastor Mahler. Porque es verdad, porque los jóvenes hemos sido adiestrados para no plantearnos nada, para no cuestionar nada. Hemos sido adiestrados para producir y consumir. Más aún, muchos cristianos opinan que no hay una gran diferencia entre creer en Cristo o no creer, aparte de ciertas directrices religiosas y ciertas rutinas domingueras porque todos, cristianos o no, nos movemos dentro de la misma moralidad y la misma ética (somos tolerantes y mansos, buenas personas que respetamos las leyes del país). Pero he hecho memoria, he buscado, y el peso de la culpa sigue ahí, y esa liberación diaria del cristiano es lo que marca la diferencia. Y se puede rastrear perfectamente en la literatura, el espacio que refleja todo nuestro subconsciente social.
He buscado en el poeta más optimista, intrascendente y alegre que conozco, y me ha salido Borges. Y a pesar de la alegría humana y vital de su autor, he encontrado este poema:
EL POETA DECLARA SU NOMBRADÍAEl círculo del cielo mide mi gloria,
las bibliotecas del Oriente se disputan mis versos,
los emires me buscan para llenarme de oro la boca,
los ángeles ya saben de memoria mi último zéjel.
Mis instrumentos de trabajo son la humillación y la
angustia;
ojalá yo hubiera nacido muerto.
Del Diván de Abulcásim el Hadramí
(siglo XII)
Jorge Luis Borges, de El Hacedor (1960)
A Borges es casi imposible entenderle nunca del todo, y menos aún es posible entender su poesía, o incluso más allá, debajo de las capas y capas de historias ajenas, fantasía e imaginación con que pintaba sus obras, es difícil verlo a él.
Pero este último verso es una delación. Se derrumbó, se quitó todas las capas y apareció él mismo: incluso el hombre de esta tierra con el mundo interior más vivo era incapaz de llevar encima su responsabilidad por los hechos, culpas y faltas de la propia vida. Y el cuarto verso nos remite a un intento de encuentro con una realidad espiritual. Aún excusándose en la máscara de un relato del siglo XII, habla de la necesidad universal de una realidad espiritual superior a nosotros. Tal vez existan los ángeles, dice Borges, al que no le costaba creer casi en cualquier cosa. Pero si existen, y con ellos existe Dios y todo la corte celestial, están demasiado lejos de nosotros como para que eso importe algo a la vida humana, a la rutina de aquí abajo, porque lo cierto es que la gloria de los ángeles no impide que el trabajo del hombre sea tan terrible que hubiera preferido no estar vivo para tenerlo que hacer.
Es ahí que cabe el mensaje del Evangelio. Realmente sí importa, ahí estaba Jesucristo para hacernos ver que sí que le importa a Dios.
Es que hay que hacer caso a Albert Mahler: que la sociedad nos diga que no necesita el mensaje del Evangelio no es más que un truco barato. Haya o no haya vacío interior, prosperidad, recursos y demás, Cristo no vino aquí para hacernos sentir bien, sino para perdonarnos, y esa es la verdad, y la Verdad, por encima de nosotros mismos.
Cuando estudiaba en el instituto nos hicieron leer un libro de poemas que, dijeron, era el más importante de la posguerra española.
Este poema significó un antes y un después en la poesía hispana. En toda la literatura, en toda la historia de las formas poéticas. Es impactante, imprescindible y terriblemente relevante. Nadie hasta entonces se había puesto por portavoz de la angustia vital que nos acompaña, y desde entonces, todos acuden a él.
HOMBRELuchando, cuerpo a cuerpo, con la muerte,
al borde del abismo, estoy clamando
a Dios. Y su silencio, retumbando,
ahoga mi voz en el vacío inerte.
Oh, Dios. Si he de morir, quiero tenerte
despierto. Y, noche a noche, no sé cuándo
oirás mi voz. Oh, Dios. Estoy hablando
solo. Arañando sombras para verte.
Alzo la mano, y tú me la cercenas.
Abro los ojos: me los sajas vivos.
Sed tengo, y sal se vuelven sus arenas.
Esto es ser hombre: horror a manos llenas.
Ser –y no ser- eternos, fugitivos.
¡Ángel con grandes alas de cadenas!
Blas de Otero
Sería imposible ponerse verso a verso, palabra por palabra, coma por coma, y analizar todo lo relevante de este poema, que ya de por sí queda suficientemente claro. Día a día, lo sé, y es cierto, hay millones de personas a cada uno de nuestros alrededores que sienten este peso y esta ansiedad, que querrían que sus vidas fueran un poco mejores pero por mucho que lo intenten no pueden ser mejores personas por sí mismos. Y en el fondo, lo terrible, es que aunque consiguieran cambiar con esfuerzo, nunca estaría claro que el cambio hubiera sido positivo.
Solamente querría que al final de este artículo un tanto inapropiado para mi gusto (demasiadas confesiones, la verdad, ahora ya no me quedarán muchos secretos) se comprendiera un poco mejor la dignidad, la relevancia, la necesidad y la urgencia del Evangelio. Si es que a alguien le importa. Si es que algún seguidor de Jesús le apetece hacer algo al respecto; si es que a la iglesia de Cristo se le antoja dejar de intentar salvarse a sí misma y se empieza a preocupar por el resto de sus semejantes.
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