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Moisés, `flash back´ ante una zarza que arde

Los días habían sido soleados aunque con temperaturas suaves. Tan sólo podría destacarse alguna lluvia débil y una tarde con viento recio en el que apenas se pudo avanzar. Acostumbrado a mayores contratiempos, se sentó complacido en el monte que más le fascinaba mientras el rebaño se refrescaba.
SINAí AUTOR David Mena 25 DE JULIO DE 2009 22:00 h

Una agradable brisa le susurraba algo que no discernía mientras su vista se dejaba seducir por los impresionantes estrechos que se extendían a ambos lados. Y en frente, el Mar Rojo, hacia el sureste. Y es que, no podía haber imagen más sugerente que la de un atardecer contemplando como cientos de kilómetros de mar se enrojecían entre la península arábiga y el continente africano.

Si en algún lugar podría hallarse la quietud, sin duda se encontraría en la deshabitada península que separaba dos mundos: el Sinaí.

Unos momentos de paz recostado junto a la Roca mientras las ovejas seguían bebiendo del manantial como primicias de lo que no mucho después vendría. Pero él, no miraba a los borregos, sino el final del largo mar, como si pudiera penetrar hasta las lejanas y sombrías costas de Etiopía.

En un abrir y cerrar de ojos se levantó un viento del noroeste y un escalofrío recorrió su cuerpo al creer que podía tratarse de un shamal, temible desencadenante de tormentas de arena, pero no lo era, y lo que fuese, fugazmente desapareció para cuando giraba la cabeza.

Es igual que volviera a recostarse cómodamente tras el sobresalto intentando evadirse en la lejanía: ¿podría haber un lugar que hiciera desvanecer épocas que ya habían quedado atrás? Su mente parecía traicionarle al querer llevarle a la tierra que quedaba justamente a sus espaldas: la tierra de Egipto. Tierra fecunda gracias al gran río que pretendía olvidar.

Es igual que volviese su cara a otros mares, ¿le impedirían pensar en los hermanos de su generación? Arrojados al Nilo nada más nacer, sin que sus pupilas pudieran reconocer a sus anfitriones. Ahogados, sin que sus pulmones dispusieran siquiera de un poco de aire para llorar, aire que nadie debería negar a todo recién salido de matriz.

Una lágrima surcó su mejilla, como había surcado él mismo por el Nilo en una cesta hecha de juncos, cuando solo tenía tres meses, hasta llegar a la orilla dorada que jamás tuvieron oportunidad de alcanzar sus hermanos. ¿Fue un capricho del azar? ¿La misma corriente que anegaba a niños indefensos por qué le concedía a él la rivera más plácida?

Sumido en estos pensamientos podía imaginar como las lejanas aguas que contemplaba no dejaban de bramar, mientras el cielo, que se confundía a lo lejos con el mar, continuaba callando.

Y pensó en su nombre, Moisés, que le puso la hija de faraón, pues le había sacado ella de las aguas. Era desconcertarte pensar que fue su llanto quien alertó a la princesa: el lloro desconsolado de un hijo de los hebreos encontró la compasión de la infanta de los egipcios. ¡Tremenda lección! Y esa princesa pagó a una nodriza hebrea para que criara al niño, la misma que, al romper aguas, le había parido con sigilo y escondido hasta que no pudo ocultarlo más. Caprichos del destino, ¡ahora tenía un contrato que le amparaba!

Al recordar a su madre, giró la cabeza en actitud desafiante y su mirada retó brevemente al sol poniente. Su mano no tardó en interponerse entre la luz cegadora y sus fatigados ojos. Al contemplar su mano a contraluz, le trajo a la memoria que una vez estuvo repleta de oro: anillos y brazaletes habían adornado su tez dorada, y se preguntó a cuántos tesoros había renunciado por una causa perdida y de cuántos placeres se había privado para acabar casi como un misántropo. Bajó su mano y la llevó al cayado reclinado junto a su lado.

Cerró entonces sus ojos y pensó en su educación, y como la hija de faraón se había ocupado de su formación. Conocía de sus propias facultades -a pesar de alguna inseguridad- y del privilegio de haber sido instruido en la alta sociedad de una civilización colosal. Nunca había alardeado de ello, pero si hubiera tenido ambición podría haber optado a un puesto destacado del imperio como príncipe de Egipto. Quien sabe si hubiera podido ser un hombre de estado, un notable legislador, ¡un líder de la nación egipcia!. Sólo tenía que haberse esforzado, remar hacia su proyección y, sobretodo, olvidarse de la fortuita navegación de una cestilla de juncos desistiendo de encauzarse por el temerario río.

Y es que, durante cuarenta años no había sabido muy bien hacia donde remar, así intentó reconciliar dos orillas que bañaban dos mundos antagónicos.

Un mundo -el egipcio- de clase, de elegancia y exuberancia, prolífico en artes y destacado en ciencias. De excelente óptica y notable medicina, de célebre arquitectura en pirámides descomunales como en alineadas pelucas bien comunes: sus modas, sus afanes en sarcófagos contenidos junto con intrigantes jeroglíficos. Un mundo hipnotizante como la esfinge y letal como la cobra.

Otro mundo -el de los hebreos- hastiado, cargado de fatigas y penurias aunque dispuesto a reprimir sus lágrimas. Un mundo enclaustrado en sí mismo y repleto de aspereza, casi con síndrome de avestruz, por enterrar su cabeza.

Y en medio, Moisés, refinado y vestido de lino ¿cómo podría mitigar los callos de manos que no estrechaba? Podía viajar desde Tebas hasta Memphis luchando por no girar su cabeza, no fuera que encontrara una mirada furtiva, que sus ojos no pudieran soportar.

Cuarenta años son muchos años llevando cuello almidonado en el lugar más inapropiado, sintonizando con la causa, pero, mirándolo quizás desde la barca de recreo. Con argumentos de justicia social, pero delatando su partidismo bajo el riesgo de perder su condición. Comprobando la profana inutilidad de presentar otros valores a una sociedad por si misma endiosada.

Cuarenta años de ambivalencia y desazón hasta que le vino al corazón visitar a los hijos de Israel. Por fin, salía de su cascarón de juncos para descubrir el cercano rostro de la vejación y el semblante de la opresión a todas luces injusta.

Y mientras la luz injusta de uno de aquellos días declinaba observó cómo un egipcio continuaba asestando golpes impunemente sobre uno de sus hermanos. Sin respuesta de Dios y sin poder canalizar por más tiempo un torrente de ira acumulada, mató a aquel egipcio pensando que la sangre no llegaría al río. Así cruzó Moisés su propio Rubicón. Y enterró al egipcio, pensando que nadie le había visto.

Como también pensaba que había llegado el tiempo de la liberación, de la supresión de las políticas de segregación. El pueblo hebreo debía saber que el anclaje de la cadena que les oprimía podía ser removida si tiraban todos a una. ¿Había llegado el tiempo de una revolución?

Esta pregunta sacudió con tanto ímpetu a Moisés mientras seguía sentado en el Monte Horeb que sus manos apretaron con fuerza el cayado y algo le pareció retumbar. Abrió los ojos y le pareció, que a cierta distancia, un ligero fuego quizás estaba quemando algún matojo, tal vez una zarza. Era tan improbable que alguien más estuviera por aquellas perdidas tierras que incluso pensó que un rayo podía haber causado esa pequeña llama en esa zona medio desértica, pero ¿cómo podía ser que hubiera quedado tan absorto en sus recuerdos que ni siquiera hubiera advertido el trueno?

Si había caído rayo o no, no lo sabía, pero le hizo recordar el día que fue fulminado en Egipto cuando quiso poner paz entre dos hermanos suyos que porfiaban y éstos le recriminaron que nadie le había puesto por príncipe o juez entre ellos. Y añadieron: “¿o es que nos matarás igual que al egipcio?”

Moisés descubrió entonces que todo había acabado, sus dos mundos se desmoronaban: su primer mundo estaba dividido contra sí mismo (Alguien podría decir que un reino dividido contra sí mismo es asolado así como que toda casa dividida contra sí misma se derrumba), pues era un mundo sin el astro rey (Alguien podría decir que la viga en el propio ojo impide ver bien para quitar la paja en el ojo del hermano).

Lo que sí había salido a la luz, para mayor aflicción suya, fue su acto homicida. El rumor se divulgaba y su propia justicia, sin ley amparada, le negaba su otro reino. Sabía que, quedarse ahí, era un acto suicida.

Así que emprendió una huida sin destino, sin expectativa, sin sentido. Y fue a parar a tierra de Madián, enclave del desierto, donde encontró lo que nunca había logrado: una vida apacible junto al amor de su vida. Se casó con Séfora, hija de un sacerdote, de vete a saber que dioses, pero ¿qué importaba? Tuvieron dos hijos a los cuales ni circuncidó. Una familia, un hogar, es todo cuanto uno debería desear. Un cometido real: apacentar rebaños, mucho más digno de todo cuanto antes había conocido.

Aprendería a disfrutar de las pequeñas cosas de la vida. Sin pretensiones, que preceden a las tensiones.

Así pasó otros cuarenta años con esta vida sencilla. Hasta que finalmente se levantó en aquel momento, al advertir que la extraña llama que ardía a la distancia no consumía la zarza en aquel monte perdido ¿Y si tan sólo se hubiera levantado porque a sus ochenta años todavía no había encontrado lo que estaba buscando?
 

 


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