El hombre quedaba reducido a un animal que había tenido éxito en la lucha por la existencia. Su inteligencia, así como su capacidad para el raciocinio, la abstracción o la palabra hablada, no eran más que el producto de la acumulación neuronal en el órgano del cerebro. Las únicas diferencias con el resto de los animales serían solamente cuantitativas pero no cualitativas.
Durante la década de los setenta aparecieron tres obras emblemáticas, de otros tantos científicos de la naturaleza, que se basaron precisamente en estos planteamientos reduccionistas. El azar y la necesidad del bioquímico francés, J. Monod, que fue premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1965; El paradigma perdido, el paraíso olvidado del antropólogo, también francés, E. Morin y Sociobiología del etólogo norteamericano E. O. Wilson.
Veamos en síntesis lo que proponen cada uno de estos autores.
Tal como se desprende del título de su libro,
Monod argumenta que en el origen y transmisión de la vida no existiría ningún tipo de finalidad sino únicamente el concurso de dos leyes impersonales, el azar y la necesidad. Las posibilidades que tenía la vida para aparecer por azar eran prácticamente nulas, sin embargo, “nuestro número salió en el juego de Montecarlo. ¿Qué hay de extraño en que, igual que quien acaba de ganar mil millones, sintamos la rareza de nuestra condición?” (J. Monod,
El azar y la necesidad, Barral, Barcelona, 1977, p. 160). Todos los seres vivos, incluido el propio hombre, serían meras máquinas generadas por la casualidad. No habría un destino final predestinado ni un origen inteligente. La ilusión antropocéntrica que concibe al hombre como el punto culminante de todo el proceso evolutivo no sería más que eso, una pura ilusión. Al ser humano habría que entenderlo, por tanto, como al resto de sus hermanos los animales porque, al fin y al cabo, habría tenido la misma cuna que ellos, el azar. El hecho de que la maquinaria bioquímica sea esencialmente la misma, desde la bacteria al hombre, justificaría también esta identidad entre todos los seres vivientes. Tal es la visión antropológica de Monod. No es necesario recurrir a las ciencias humanas, a conceptos metafísicos o a la noción de espíritu, para describir lo que es el hombre. Sería suficiente con entender sus reacciones fisicoquímicas.
En el fondo, este planteamiento equivale a una confesión de ignorancia. Decir que todo es azar es como reconocer que no se sabe absolutamente nada sobre el origen de la vida y del ser humano. Es, más aún, admitir que nunca se podrá saber algo más, que todo está oscuro y permanecerá así. Pero ¿es posible llamar a esto ciencia? Narrar no es lo mismo que explicar. Describir el “cómo” no equivale a responder al “por qué”. El hecho de que sea posible estudiar al hombre como a un objeto más de la ciencia no demuestra que éste no sea también sujeto de conciencia. Desde luego, hace falta fe para creer en un Dios que crea al ser humano a su imagen y semejanza pero ¿acaso no se requiere también fe para aceptar un origen ciego y azaroso? ¿Es que puede confirmar la ciencia alguno de estos dos inicios y desmentir al otro? Por supuesto que no. El asunto de los orígenes es sumamente sinuoso y escapa casi siempre a cualquier metodología científica.
Pero, por otro lado, ¿no continúa siendo la vida y el propio hombre un auténtico enigma? ¿Es posible dar cuenta de la increíble diversidad y complejidad de lo viviente sin apelar a un diseño original? ¿Puede el azar fortuito dar razón de la conciencia autorreflexiva del hombre? ¿Cómo brotó la libertad humana de un terreno únicamente abonado por la necesidad y el azar? Afirmar, como hizo Monod, que el azar es “una noción central de la biología moderna..., la única compatible con los hechos de observación y de experiencia”, es una posible interpretación de los hechos, no la única y, desde luego, no es el hecho en sí.
Por su parte, el antropólogo E. Morin se propone también en su obra romper con el “mito humanista” para quien el ser humano sería el único sujeto en un mundo de objetos. Su idea es acabar con la “fábula” inventada por la religión cristiana, en colaboración con las ideologías humanistas, que concibe al hombre como ser sobrenatural o como creación directa de la divinidad. Para conseguir su propósito procura evidenciar la gran cercanía que existiría entre hombres y animales. Afirma que es un error creer que Éstos se rijan sólo por instintos ciegos ya que, en su opinión, poseen además la capacidad para transmitir y recibir mensajes con significado. Los chimpancés, por ejemplo, podrían adquirir comportamientos simbólicos y rituales, manifestar tendencia al juego y desarrollar una cierta socialidad jerarquizada, así como reconocer su imagen reflejada en un espejo demostrando con ello cierta autoconciencia. Según los últimos descubrimientos de la etología en los primates, podría decirse que características tales como la comunicación, el símbolo, el rito y la sociedad, que antes se veían como propias y exclusivas del ser humano, ya habrían dejado de serlo puesto que también se darían en el mundo animal.
Todo esto le sirve a Morin para concluir que no hay frontera alguna entre sujeto y objeto, antropología y biología, cultura y naturaleza o, en fin, entre el hombre y los animales. La vida humana equivaldría, en definitiva, a pura física y química. Seríamos máquinas perfeccionadas, hijos todos de la gran familia Mecano. Robots de carne y hueso con conciencia cibernética.
Por último, nos queda la sociobiología como postrer baluarte de los reduccionismos biologistas contemporáneos. Wilson la define como “el estudio sistemático de las bases biológicas de todo comportamiento social” (Wilson, 1980, p. 4). En realidad, se trata de una disciplina que mediante la utilización de conocimientos ecológicos, etológicos, genéticos y sociológicos, pretende elaborar principios generales acerca de las características biológicas de las sociedades animales y humanas. Sería un intento de unificación, una “nueva síntesis” entre la biología y la sociología.
La originalidad principal de la extensa obra de Wilson consiste en aportar una nueva visión de los seres vivos. En efecto, resulta que los organismos no vivirían ya para sí mismos. Su misión fundamental en la vida no sería, ni siquiera, reproducirse y originar otros organismos, sino producir y transmitir los propios genes para que Éstos pudieran perpetuarse convenientemente. Todo ser vivo sería sólo el sistema que tienen sus genes para fabricar más genes. Animales y humanos, por igual, son concebidos así como máquinas creadas por el egoísmo impersonal de los genes. Como escribe Richard Dawkins, en el prefacio de
El gen egoísta: “Somos máquinas supervivientes, vehículos autómatas programados a ciegas con el fin de preservar las egoístas moléculas conocidas con el nombre de genes” (R. Dawkins,
El gen egoísta, Labor, Barcelona, 1979, p. 11).
De nuevo nos encontramos ante los mismos planteamientos del estructuralismo. El hombre vuelve otra vez a considerarse “cosa”, en vez de sujeto. Los seres vivos carecerían de toda finalidad u objetivo. La humanidad y su comportamiento social estarían determinados genéticamente. Incluso hasta la ética y la conducta altruista tendrían su explicación en las leyes de la genética. En el fondo, el aparente altruismo sólo sería una manifestación elaborada de egoísmo genético. Cuando un hombre defiende a su familia, su raza, su pueblo o nación, en realidad estaría procurando la continuidad y propagación de sus mismos genes u otros muy parecidos. El amor universal sería un concepto utópico carente de sentido ya que todos los seres nacerían genéticamente preparados para ser egoístas. Incluso hasta la religión tendría una explicación sociobiológica ya que proporcionaría razones para vivir y contribuiría a aumentar el bienestar de quien la profesa. ¿Cómo habría que entender, desde esta perspectiva, la libertad humana? ¿Qué opina la sociobiología acerca del libre albedrío? Pues, si se admite que la conducta del hombre está determinada por sus genes, la consecuencia directa sería que no puede haber libertad. El concepto del libre albedrío humano carecería de sentido o constituiría un completo autoengaño. Con estos argumentos no es extra–o que la sociobiología y su hermano mayor, el neodarwinismo social, hayan sido muy criticados.
Lo cierto es que siempre que se pretende construir una moral o una ética basadas en la genética se llega a consecuencias indeseables para el propio ser humano. Detrás de cualquier racismo hay generalmente un darwinismo social o una sociobiología solapada. La ética es algo exclusivo del hombre que no puede heredarse de forma biológica sino que ha de adquirirse a través de la cultura. Echarle la culpa de nuestras maldades a los genes y tirar la libertad humana por la ventana equivale a reconocer, una vez más, que somos máquinas pensantes incapaces de autocontrol.
La sociobiología no puede explicar de manera satisfactoria las palabras bíblicas: “amarás a tu prójimo como a ti mismo” porque los genes no entienden de ese amor al prójimo que no reporta ningún beneficio. El hombre es el único ser que posee conciencia de su propia muerte y esa capacidad es la que le predispone hacia sus creencias religiosas. Precisamente esta autoconciencia, junto al desarrollo de la ética y de la religiosidad, son características notables que abren una brecha fundamental entre el ser humano y el resto de los animales.
¿A qué clase de bioética conducen los biologismos? Si el mono es igual que el hombre ¿por qué no se va a poder tratar absolutamente igual a ambos? De hecho, en el mundo occidental hay animales de compañía que viven mejor cuidados que millones de niños del Tercer Mundo.
El proyecto de las antropologías biologistas de reducir lo humano a lo puramente zoológico, y lo biológico a lo inorgánico, no puede calificarse de científico sino, más bien, de ideológico. Ocurre con demasiada frecuencia que detrás de ciertas hipótesis, aparentemente científicas, se amagan preferencias y convicciones metafísicas personales.
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