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Le llamaban escritor maldito y les hacía gracia

Le llamaban escritor maldito y les hacía gracia, una extraña forma de mención honorífica. Pero él, aunque quería ser un buen escritor, no quería ser uno maldito: él quería ser bendito, libre, sencillo y feliz.
EL ALMA DEL PAPEL AUTOR Noa Alarcón Melchor 11 DE JULIO DE 2009 22:00 h

A veces lo comentaba con su círculo de amigos, y les hablaba de esa inquietud que le comía por dentro, de la etiqueta que le habían colgado, de cómo no podía deshacerse de la maldición, de la desesperación que le causaba, como si se le hubiera caído una mancha en la ropa y se la intentara quitar a arañazos. ¿A qué estaba condenado exactamente? Él solamente sentía el peso de las circunstancias, irremediables, encima y le cortaba la respiración. Y a su círculo de amigos les hacía gracia y le decían:
- Precisamente por eso eres maldito, porque no quieres serlo. Ríndete y disfruta.

Quería hacer caso de ese consejo egoísta y desinteresado, pero no podía. Rendirse era fácil, lo hacía a veces. Disfrutarlo, nunca, era imposible. Sentía que parte de su dolor, en vez de salir en su poesía y en sus cuentos, como exorcizado, se quedaba dentro enquistado, se iba escondiendo cada vez más. Y cuando él, harto de todo, se zambullía en su oscuridad a buscar ese dolor y hacerlo salir, se quedaba atrapado. Cuando sus lectores leían las obras salidas de aquella búsqueda a ciegas se quedaban asombrados y le alababan y le decían: “¡Oh!... de verdad que es un escritor maldito…”. Entonces él fantaseaba con la idea de abandonarlo todo, hasta la vida. Ni la literatura ni el arte merecían la pena al final, solamente eran un pasatiempo, algo que hacer para despistarnos mientras pasan los días y esperamos a que llegue el de nuestra muerte. Y mientras pensaba esas cosas, la mancha que amenazaba con consumirle como un cáncer crecía, y aunque peleara, no podía destruirla. Las manchas no se hacen desaparecer a arañazos, solamente desaparecen lavándolas.

Él no tenía agua. Soñaba una y otra vez que estaba seco. Se despertaba de madrugada muerto de sed, con la sensación de que cada gota de agua de su cuerpo se había evaporado mientras dormía, que se había consumido, y que en su lugar ya solamente quedaban unos huesos muertos. Aquello no era físico. Fue al médico a preguntar. Le confesó que siempre tenía sed y el médico dijo que tenía que dejar el alcohol. Él se quejó, dijo que eso ya lo había intentado, y entonces el doctor le dijo a modo de conclusión:
- Pues entonces beba usted más agua.

Todo lo que cabía dentro de su mundo era hastío e indiferencia.

También con sus amigos.

Un día, sentados en la terraza de un bar les confesó:
- A veces pienso que voy a buscar un trabajo de camarero, algo sencillo. Trabajo físico y rutina. Necesito rutina, todo esto me puede. Dejaré de escribir, al menos por un tiempo.

Esperaba otra respuesta, no aquella cara de cansancio, de pesadez. Ellos estaban allí pasando un rato feliz con unas cañas y él se empeñaba en arruinarles la velada. Eso, un leve titubeo y un:
- Bueno, piensa que si vas a dejar de recibir todo tu dinero no podrás seguir con tu nivel de vida.
- No todo es dinero –se quejó él.
- Ya… eso lo dicen los idealistas, los que no saben de qué va realmente la cosa, pero la realidad es otra: al final, todo se reduce al dinero que tienes, o al que no tienes y esperas conseguir. Eso es lo único que te hace salir adelante.

Pero no podía ser eso. Él tenía dinero, su propia casa y hasta una asistenta que venía dos veces por semana a limpiar. Y también tenía dolor. A veces Margarita, su limpiadora, le encontraba en pie a las ocho de la mañana los días que venía.
- ¡Uy! –le decía con una sonrisa aquella señora encantadora- ¿Tan pronto se ha levantado hoy?
- Nnnno… -contestaba él. A veces estaba tirado en el suelo del salón. A veces se quedaba traspuesto encima de la mesa de billar. A veces caía sobre su ordenador y se despertaba con el cuello destrozado. El insomnio podía con él, un insomnio cansino y pegajoso como una mancha de aceite-. Aún no me he acostado.

Y cuando Margarita le miraba, Margarita, que no era artista ni escritora ni músico ni nada creativo (no al menos fuera de la cocina), Margarita, que no podía entenderle, era la única que le miraba sin esa mezcla de desapego y aburrimiento. Había compasión y pena, pero sin resultar ofensivo. Si hubiera podido, lo hubiera llamado misericordia. Tal vez Margarita podía haberse enfadado con él, por ser un niño rico y estar triste. Su hijo estaba en la cárcel, no porque fuera malo, sino porque nunca tuvo nada y ese ambiente le acabó comiendo, y ella iba todas las semanas a limpiar la casa de un hombre que se enfadaba a veces consigo mismo por tenerlo todo y no estar satisfecho.

Una de aquellas mañanas Margarita no se presentó. En su lugar, un hombre muy alto y espigado se presentó en chándal en su puerta.
- ¿Viene de parte de la agencia? ¿Le ha ocurrido algo a Margarita?
- No, ella está bien –dijo el hombre alto presentándose muy cortés-. La agencia no sabe nada. Yo soy su vecino. Ella tuvo un problema anoche con relación a su hijo que está en la cárcel y necesitaba que alguien cubriera su turno de hoy, y yo esperaba que usted no le dijese nada a la agencia, porque eso es un asunto personal.
- ¿Qué le ha ocurrido a su hijo?
- No, su hijo está bien, tiene que ver con su nieto. La madre de su nieto se metió en una pelea esta noche y acabó en comisaría (algo de drogas, creo) –y puso cara de pena-, y buscaron a su abuela para encargarse del niño.
- Vaya… ¿Y usted viene en su lugar? ¿Por qué no llamó a la agencia?
- Creo que no son muy buena gente… Margarita necesita un justificante para ausentarse, y en esta situación no se lo iban a dar… Anoche llamó a mi puerta angustiadísima y me preguntó si podía ir hoy a cuidar a su nieto… Pero ella lleva mucho sin verle, porque su nuera es una mal bicho, y me pareció mejor que se quedaran la abuela y el nieto juntos y yo venía a hacer sus tareas.

Miró a aquel hombre enorme que había entrado en su casa y que se había puesto a limpiar los cristales del salón mientras le contaba la terrible historia de Margarita.
- Al final creo que puede que también metan a su nuera en la cárcel, ¿sabe? –dijo el vecino de Margarita.- En cualquier caso, me alegro por ellos, por ella y por el niño, porque así ella podrá cuidarle y el niño tendrá el cariño que necesita.

Y el escritor maldito se le quedó mirando y le dijo:
- ¿Le puedo hacer una pregunta?
- Sí, claro –respondió el señor espigado.
- ¿Y usted no tiene trabajo?
- Sí, pero trabajo en casa. Soy escritor.
- Vaya… -dejó escapar unos segundos-, yo también.

El hombre espigado sonrió.
- Lo sé –dijo-. Lo siento, pero cuando ella me dio ayer las direcciones y los nombres, no pude evitar reconocerle.
- No pida disculpas, pasa a menudo. Pero me da reparo que esté usted limpiando mi casa.
- Ah, no… deje, deje… a mí me gusta. A veces me gusta el trabajo físico, lo agradezco mucho; no el simple deporte, no el hacer ejercicio para desgastar la energía sobrante, sino el ejercicio de verdad, el que hace algo productivo.
- Sí –asintió él asombrado-, le entiendo perfectamente.

La ducha de agua fría que se dio después no resultó más chocante que aquella conversación, que el encuentro con aquel hombre generoso y desinteresado que estaba limpiando su casa gratis. Justo cuando salió del baño el hombre estaba preparándose para marcharse, y antes de que cruzara la puerta, se lanzó a preguntarle:
- Si no le importa, ¿podría darme su nombre? Siento curiosidad por leer lo que usted ha escrito.

Y el hombre espigado sonrió como al principio, y su sonrisa se parecía a la candidez de la de Margarita. Le apuntó su nombre en un papel y se marchó diciendo:
- Encantado de haberle conocido. El próximo día vendrá ella, sin problemas.
- Dígale de mi parte que espero que todo se solucione –y se lo deseó de corazón.

No tardó en marcharse a buscar un libro de este hombre, y resultó ser que tenía unos pocos publicados. En la librería tenían dos novelas y un libro de cuentos para niños. En la solapa de una de las novelas estaba su foto espigada.

No hizo nada más aquel día, como si nada más importase, y dejó que anocheciese asomado a aquella novela sencilla y profunda. El hombre que había limpiado hoy sus cristales tenía una prosa preciosa y en sus libros era tal y como parecía ser en la vida real, tan calmado, educado y cortés.

Su novela contaba la historia de un pequeño pueblo donde se había declarado una terrible sequía y de cómo sus habitantes se veían obligados a suspenderlo todo, sus vidas y sus decisiones futuras, hasta los primeros días del otoño en que descubrirían si la sequía se acabaría o no con las lluvias. La novela se llamaba La obligada espera. Había un pasaje en que uno de los protagonistas, angustiado por aquel tiempo forzoso de calma, decía: “Hace tanto calor estas noches que subo al huerto y me quedo dormido al abrigo de los naranjos, sobre el suelo desnudo. Y tengo pesadillas y sueño que me quedo seco, igual que mis plantas: que hasta la última gota de agua de mi cuerpo de va evaporando de mí y lucho por retenerlas, pero se van, y me quedo como un trozo de hueso seco, sin carne, sin vida, allí tirado junto a mis plantas muertas. Lo sueño una y otra vez, y me levanto cansado agotado y hundido, y deseo que hubiera sido verdad y ser parte de la tierra. Y sin embargo, no sé por qué, la otra noche soñé que venía hasta mis huesos secos un hombre de parte de Dios, que me hablaba con calma, y entonces sentía cómo mis huesos dejaban de estar secos, y se llenaban de músculos, de carne y de piel, y volvía a ser yo, el mismo de siempre, sentado debajo de mi naranjo.”

Aquello le conmocionó de tal manera que absorbió sus pensamientos y su energía durante tres días, los días que tardó Margarita en volver para limpiar la casa. Tres días en que había releído el libro y tomado notas, en que se había sentado a escribir buscando sin descanso esa parte que le faltaba para entenderlo del todo.

Margarita le encontró con ojeras, resacoso e inquieto. Tan mal debía estar que le hizo sentarse en su sofá un momento:
- Mire, yo soy su asistenta, no su enfermera, pero no puede continuar así. Tiene que cuidarse un poco más o me quedaré sin trabajo, ¿lo entiende?

Se lo dijo con tanta candidez que no sonó siquiera a regañina.
- ¿Sabe, Margarita? –dijo él-. He estado casi una semana incomunicado, sin salir de casa, sin dar señales de vida, y ninguno de mis conocidos ha querido llamar a interesarse por mí. Por las noches tengo pesadillas y me despierto con sudores y gritando. Y las mañanas no son mejores. Sé que su vida es complicada, y lo siento, pero ¿podría pedirle un favor? ¿Podría darme el teléfono de su vecino, el que vino a limpiar el otro día por usted?

El día que pasó por su casa se sorprendió con cierta vergüenza. Estaba avergonzado y no podía remediarlo. Le salía de dentro, igual que su dolor y que sus dudas, ahora también su vergüenza. No le sorprendía que Margarita viviera en aquel barrio humilde, pero sí que lo hiciera un escritor que, por lo que él había podido leer, se merecía más laureles que él mismo y todos sus fantásticos y modernos amigos escritores juntos. De repente, entrando en el sencillo bloque de pisos del hombre espigado, se sintió pequeño, como no se había sentido en muchísimo tiempo.

Él era el escritor maldito, el de la fama y las fans, pero aquel hombre era el artista y el artesano, el verdadero escritor. El que con una idea sencilla te trastocaba los circuitos sentimentales.

Solamente tenía una pregunta, sólo una en medio de su asombro.

En la casa había dos niñas pequeñas jugando con unos puzles. Él se disculpó por recibirle allí y no en otro lugar con más clase, pero su mujer estaba trabajando y pronto sería la hora de dormir de las pequeñas. Y él solamente pudo contestarle:
- Creo que debería limpiarte yo los cristales del salón.

Y después se derrumbó, por fin, después de tanto tiempo. Se quedó allí mirándole sin que supieran salir del todo las palabras.
- ¿Cómo lo sabías?
- ¿El qué?
- Lo de los huesos secos. ¿Cómo se te ocurrió esa metáfora?
- No… no es mía. La tomé de otro sitio. Es de la Biblia. Dios lleva a Ezequiel a un valle con huesos secos para enseñarle algo.
- ¿Y qué le enseña?
- Que puede confiar en él.

El hombre espigado se levantó, fue a su estantería y cogió una Biblia. Lo buscó rápidamente y le entregó el libro por la página donde estaba el pasaje.
Nuestros huesos están secos, hemos perdido la esperanza, todo ha acabado para nosotros.

No sabía a qué se enfrentaba, pero esas palabras le estaban hablando a la cara. Era él mismo quien lo había escrito allí milenios atrás, quien se había descrito a sí mismo.
Esto dice el Señor Dios a estos huesos.

Enfrente de la emoción, tal vez la literatura siguiera mereciendo la pena. Tal vez esta literatura sí.
Voy a infundir en vosotros un espíritu que os hará revivir. Os pondré nervios y haré que os crezca carne; os cubriré de piel y os infundiré un espíritu que os hará revivir. Y reconoceréis que yo soy el Señor.

Sí, sí. Por supuesto que lo reconozco.
 

 


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