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Historia y cisnes negros

Hoy es una noche de principios de verano en el calendario. La ventana de nuestro balconcito está abierta, y corre una suave brisa que agita las cortinas. Allí fuera está el olor de esta ciudad, y la gente chachareando alegre de camino a casa. Algunos coches se paran en el semáforo del cruce con la música alta, y desaparecen con su rastro sonoro en unos segundos. Los televisores de los vecinos de enfrente están encendidos, y sus ventanas también están abiertas, nos llega el lejano rumor del teled
EL ALMA DEL PAPEL AUTOR Noa Alarcón Melchor 04 DE JULIO DE 2009 22:00 h

Cuando llega el verano no puedo evitar sentir nostalgia de Nueva York, ciudad que no he visitado nunca. No sé de dónde surge, pero es la misma nostalgia con la que se echa de menos el tiempo eterno del verano cuando éramos niños, el agua de los arroyos y las playas en los que nos chapuzábamos, las horas infinitas de las sobremesas de verano. Y las noches calmadas, cenando tarde, con la brisa fresca, escuchando las conversaciones de los mayores, y cómo los mirábamos con asombro, sin llegar a comprender del todo de qué reglas estaban hechos sus mundos tan complicados.

Nueva York está asociado en mi mente a esa vida vespertina y salvaje de las grandes ciudades, cuando todos se recogen en la seguridad de sus casas. Tal vez solamente sea algún reflejo de la cantidad de veces que vi La ventana indiscreta de Hitchcock aquellos años. Toda la película refleja una vida de ventanas abiertas y ruidos caseros en Nueva York. Y después, las películas de Woody Allen y esos largos paseos de sus protagonistas por las calles nocturnas de Manhattan. En la Nueva York de mi mente siempre es de noche y tiene un callejero propio y caótico totalmente inventado por mí a través de sus imágenes.

Pero hay otra cosa que me une a esa ciudad, salvando las distancias y las pasiones. No supe que allí había dos torres gemelas (o no fui plenamente consciente de ello) hasta que no las vi arder por televisión. “Yo estuve allí delante” cuando el segundo avión chocó. Estuve allí, me asusté, di un grito y me tapé la boca. Su miedo fue mi miedo, y era insoportable.

Pero poco sabía yo que tres años después aquel dolor daría un paso de gigante y me echaría su aliento en mi nuca. Y qué sensación tan desagradable. Me despertó el zarandeo de la bomba de las 7:39 en la estación de Atocha, a apenas un kilómetro de mi casa. Después empezaron las sirenas, una tras otra, el caos bajo mi ventana. Recuerdo a las 11 de la mañana subir el Paseo de Delicias (como zombis, por hacer algo, por no saber qué hacer aquel día), y de todas las cosas de aquel 11 de marzo, lo que más me impresionó fue el silencio. Es muy difícil el silencio en Madrid. Encontrarlo allí, en pleno día, resultó escalofriante.

Y en parte, ese silencio aún continúa.

El atentado del 11 de marzo en Madrid no entró en nuestra cultura como el del 11 de septiembre de Nueva York sí lo hizo en la estadounidense por una sencilla y terrorífica razón: porque aquí ya estábamos acostumbrados. Aquel día y los siguientes yo pedía al cielo que hubiera sido un atentado de ETA, algo conocido, que no fuera la intromisión en nuestras vidas (y en nuestras muertes) de unos locos que nos odiaban sin que nosotros supiéramos casi de su existencia. Yo quise creerlo… pero era imposible. Aún así, con toda su demolición moral, ningún atentado es parte de nuestra historia nacional hasta ese punto, porque tenemos demasiado orgullo para eso. Orgullo del bueno, del que empuja a seguir adelante. Pero para Estados Unidos el 11 de septiembre ya casi es folklore.

Ahora, que apenas han pasado ocho años desde aquellos días, no tenemos perspectiva suficiente. El 12 de septiembre caminaba con una amiga y le decía: “¿Te das cuenta de que estamos viviendo algo histórico, que estamos viviendo un hecho que saldrá en los libros de texto de nuestros nietos?”. No, no nos podíamos dar cuenta de ese hecho. No podemos aún.

Para datar textos antiguos, incluso de varios milenios antes de Cristo, incluso para datar partes del texto bíblico, casi nunca se dispone de la fecha en que el autor o autores pusieron por primera vez la pluma sobre el papel. A veces solamente disponemos de copias de copias y para fechar esos textos, tenemos que acudir a la crítica interna, es decir: a mirar al propio texto desde dentro, a ver cuándo se delata. En textos hebreos, que son los que más controlo, hay unos cuántos sucesos que fueron tan devastadores para aquella sociedad que quedaron reflejados sin remedio en su literatura y su filosofía. Para el pueblo de Israel el mundo se acabó cuando Nabucodonosor conquistó Jerusalén el año 597 a.C. Toda la literatura posterior se remite irremediablemente a este hecho. Incluso la forma de entender el mundo y la teología cambió. Si ese hecho aparece en un texto (directamente o en forma de metáfora, o cancioncilla, o mito), sabremos que es posterior al 597 a.C. Si no hay ninguna referencia, ni oculta, ni velada, ni indirecta, entonces es anterior. Siempre que leo textos hebreos anteriores a la fecha no puedo evitar sentir que me llega una especie de despreocupación, de alegría vital, de… ignorancia feliz. A pesar de todo lo malo… no se podían imaginar que algo así pudiera ocurrir. Y visto desde esa perspectiva, desde la nuestra, nos sorprende su ignorancia.

Para el siglo que nos ha tocado vivir, el 11 de septiembre fue nuestra invasión de Jerusalén. A estos sucesos improbables e históricamente trascendentes se les llama “Cisnes Negros”. Si dentro de muchos años no tuviéramos referencias para fechar la literatura de nuestros días y tuviéramos que averiguar de qué época podía ser basándonos en los argumentos, personajes y tonos emocionales de las obras, se tomaría el 11 de septiembre como punto de inflexión. Hasta el 10 de septiembre todo estaba controlado. Después, todo se tiñe de dolor, pena, frustración e indefensión. Para entenderlo: en viejas películas, en antiguos posters de la ciudad que se ven de vez en cuando por ahí, cuando aparece el World Trade Center tal y como era, cuando vemos gente entrando y saliendo de allí (en un capítulo de los Simpson cuando Homer tiene que ir a recoger su coche que está aparcado entre las dos torres) con toda naturalidad… se nos viene esa sensación de indefensión y pena a la cabeza y un pequeño y fugaz pensamiento: “Ellos aún no saben lo que va a suceder”.

En Elegía para un americano toda la obra está marcada por el suceso (de la misma manera que yo me relaciono con el 11 de marzo en Madrid): estaban allí, les pasó rozando, pero no les lastimó. Y sin embargo, todos los personajes llevan encima el peso de los recuerdos de aquel día, como quien lleva una mochila llena de piedras. Nadie puede desprenderse de esos recuerdos, tienes que aprender a ser más fuerte para soportar más peso. Yo ya no vivo allí, pero da igual. Cada vez que voy a Atocha entro en un suspiro, y no podré remediarlo el resto de mi vida.

Otra bandada de cisnes negros se nos volverá a cruzar por delante de nuestra Historia alguna vez, y será inevitable. Quién sabe en qué videos, en qué fotografías, en qué lugares que desconocemos ahora nos verán dentro de muchos años nuestros descendientes y dirán: “Ellos aún no saben lo que va a suceder”… Eso da angustia, pero ocurrirá. No podemos entender cómo funciona este mundo, no podemos entender al Dios que lo creó, pero no importa demasiado. Ahí es donde cabe la fe.

Una nota más: ya ha pasado la noche, ha salido un sol tenebroso hoy, nublado y soso. Ahora hay otros ruidos más allá de la ventana, algunos un poco más desagradables y menos sugerentes. Abro internet, abro el periódico, y para mi asombro, ETA ha vuelto a matar a un policía con una bomba en el País Vasco. Nunca podrán darnos igual estas noticias, la indefensión y la ira. Qué terrible casualidad, ayer que yo hablaba de sucesos irremediables y dolorosos, una bandada de cisnes negros se ha quedado a vivir en la casa de ese policía. Que Dios bendiga a su familia.
 

 


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