- El Ermitaño fue un hombre temeroso de los mismos miembros de su especie. Ese miedo fue el único motivo de su ascenso a las montañas, y de una vida lejos de todo, incluido él mismo. No era desprecio a la raza humana, no; ni una búsqueda de la verdad en los resquicios y simas de los Andes, no; tampoco buscaba una forma de morir en paz. Como supimos más tarde, pues así lo explicó él, sencillamente trataba de protegerse de aquello que desconocía, y lo más importante, siempre intuyó que la salvación de ese arrobamiento del miedo, no podía proceder del hombre, pues es en el hombre donde él veía la fuente sanguinolenta de una sabiduría irredenta… tenía una cantidad ingente de años cuando decidió trepar a las alturas, para descender a las profundidades después, como un depredador solitario… había visto retazos del Seol, el hambre, y aseguran que en otros tiempos había sido marino mercante… había visto el juego, la luna, el vino y el estío… había conocido mujeres de piel blanca, había contemplado el mar en todos sus estados, y casi siempre en la absoluta soledad del vigía… había vestido ropas suntuosas y robadas, y embadurnado después el barco de untuosas materias, como la manteca o la nafta… también escuchó, cuando tuvo oportunidad, instrumentos de raros sonidos, mezcló el café con el cardamomo, e hizo amigos y enemigos pasajeros… dos o tres experiencias traumáticas que nunca contó, le impulsaron a dejar de ser un corriente marinero, para llamarse Ermitaño, de apellido Andino, con un hogar indefinido bajo las estrellas, alimentado de los bienes de la tierra en cantidades insuficientes, vestido con la misma ropa caduca que vestía cuando abandonó un día el barco sin avisar, en Iquique, justo allí, en esa dirección, en la playa que podréis ver sólo si atravesáis los cuatro kilómetros de camino que rodean la ladera… allí es donde antes se encontraba el puerto… y cuando el puerto fue movido de sitio, siete años después aproximadamente, el Ermitaño salió de su cueva, hincó las rodillas en el suelo, e hizo la siguiente oración:
“Oh, Padre Celeste, que vives más cerca de mi cueva que en las nubes altas, que me lavas con tu luz y me alimentas con la lluvia, que te escondes en las hojas y me despiertas con la niebla... que hiciste a los hombres, a quienes temo más que a los cambios de estación… sabes por qué estoy aquí, y sabes hacia dónde he de dirigirme ahora… sabes de dónde procedo, y yo ahora también lo sé… En mi interior sé que he de regresar a esa civilización de la que he huido… ayúdame a esquivar las trampas de este corazón, que escupe lava y se enciende cuando la marea es baja, y se apaga cuando la marea sube… “
Y una vez dichas estas palabras breves e intensas, se lavó por última ocasión en el Lago Níveo, que hoy ya no existe, y bajó a la ciudad, que había cambiado mucho; recuperó unos ahorros que tenía escondidos, y allí se llenó el estómago, aunque no pasó de ser un desconocido de larga barba, repleto de misterios y viejas historias… quizá medró algo en ciertos lugares que él recordaba de manera diferente, donde ya no existían tampoco aquellos amigos pasajeros, lugares en los que se ganó la vida contando batallas y cuentos que nadie jamás creyó del todo.
Nunca es tarde para la salvación, había dicho el Ermitaño cuando regresó al mundo. Y esto sucedió poco antes de volver a partir, haciéndolo entonces más lejos de lo que cualquiera de nosotros podría sospechar. Podría contaros más detalles de este relato, pero así es como debería recordarse. Despojado de toda inutilidad y lo menos falseado posible por la memoria.
El viejo bosteza, un gesto que significa: hora de ir a dormir.
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