El sombrero ancho evitó la insolación, pero no una deshidratación incipiente. Bebí agua hasta sentir que ésta rellenaba el interior de mi pecho primero, y luego empapaba las extremidades, extendiéndose hasta los párpados. Unas lágrimas diminutas como las conchas desperdigadas por la orilla se escapan. Mi copa está rebosando.
Hoy vuelvo a la misma playa blanca, en otras condiciones, y con la intención única y exclusiva de bañarme en el Pacífico. Hay gente, pero también espacio suficiente para elegir un buen lugar y dejar una toalla y la mochila. Me quito la camisa, y sumerjo mi cuerpo de bombilla de rosca pequeña en el agua. Trato de bucear un poco, pero lo más que consigo es hundir la mitad superior, y dejar flotando el trasero, a la deriva.
Araño las aguas, y rasco un poco del fondo, llevando limo con cuidado, y depositándolo en el bolsillo del bañador. Nado como un pato, y me quedo maravillado con los bancos reducidos de crías de peces pasando entre las piernas, esquivando mis torpes brazadas. Voy un poco más lejos, atento a las señales que separan la zona de baño de la de buceo, sólo para los más expertos, cerca de arrecifes coralinos y repletos de vida.
Aún hay una zona más delimitada, a la que pueden aproximarse especies animales cuyas reacciones son impredecibles (tiburones, por ejemplo, que sin ser agresivos por iniciativa propia, hay que reconocer que dan respeto). Mi copa tiembla.
El baño es agradable, relajante. Me siento tan tranquilo como hacía mucho que no me encuentro. Me olvido hasta de la razón que me ha llevado hasta aquí, de las fiebres esporádicas, de la fatiga que hace tiempo se instaló en las articulaciones y los hombros.
Manteniéndome a flote (aunque puedo tocar el suelo oceánico con la punta de los dedos) miro las formas de las nubes por encima de mi cabeza, que no dan sensación de querer moverse. Una es como la huella de una zapatilla inmensa, caminando de puntillas sobre el cielo. Casi no se oye a la gente que pasa el día en familia, en pareja, o en soledad, disfrutando de las olas bajas y la espuma. Sentado en el lugar donde rompe con timidez la marea, desplegando su cabello de algas, contrasto la imagen con los veranos en mi ciudad, donde sólo podíamos bañarnos en ciertas zonas del río, en aquellas con menor sospecha de contaminación, para no salir con más órganos de los habituales en el cuerpo humano, o en algunas fuentes, a hurtadillas. La verdad es que pasaba los veranos a la sombra de los árboles de nuestro jardín trasero, con unos cuantos libros que me traían la mar a la imaginación, como en Moby Dick, por ejemplo. Cuántas veces no soñé con colarme de polizón en el barco de Ahab, a pesar de todos los peligros acechando.
Ahab sería la menor de mis preocupaciones, pues no se percataría de mi presencia, tan ausente de la humanidad puede llegar a ser un hombre. Claro que el mar de Melville es más oscuro y caótico que el amable glaseado pasajero que me cubre al salir del agua. Envuelto en la toalla, protegiéndome del frío que trae la brisa marina (la que sopla las velas de corazones encendidos), en cuclillas con el susurro del agua filtrándose en la arena, recojo un fragmento de cristal de una botella rota en alta mar, o en otra parte, y cuya superficie ha perdido la transparencia; y sus bordes son ahora redondos e incapaces de dañar a nadie. Son como gemas regaladas por el monstruo del océano. Mi copa está desgastada. No así su brillo.
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